Lunes, 12 de agosto de 2013 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Hay, en el lenguaje popular de las últimas décadas, una curiosa tendencia al uso expresivo, metafórico, del vocabulario médico o –más ampliamente– del utilizado para describir prácticas clínicas u hospitalarias. Y todo ese nuevo repertorio léxico tiene una irónica connotación negativa, por supuesto. En general, se trata de acciones en que el sujeto parlante y literalmente paciente hace referencia a algún tipo de violencia o abuso ejercido sobre su integridad corporal, social o psíquica. Es el caso –para limitarnos a algunos ejemplos puntuales, soslayando el explícito y tradicional “enfermar”– de los verbos “vacunar”, “acostar” e “internar” en modo transitivo: “te acostó”, “nos vacunaron” y “me internó” se dice y decimos con más frecuencia de lo que nos gustaría.
No es casual que en algún caso la connotación sexual sea la que provee el sentido más inmediato: el expresivo “vacunar” trae esa carga desde los tiempos de los primitivos tangos lunfardos, cuando un título irónico –“Aquí se... vacuna”– trasladaba el cartel del servicio, del hospital público a la casa ídem. El verbo frecuenta a partir de las últimas décadas el vocabulario futbolero sin perder para nada su connotación primera. Muy por el contrario.
El caso del maravilloso “acostar”, que no debe tener registro generoso –intuyo, trato de recordar– antes de los ochenta, es mucho más difuso. El “acostado” (recuerdo una novela del turco Asís, de aquellos años) es, probablemente, el mismo al que antes “le hicieron la cama” y lo sacaron de circulación, lo congelaron, lo hicieron a un lado, lo inmovilizaron de mala manera. El acostado suele ser objeto pasivo de conspiración y/o engaño no necesariamente aparatosos. Pero contundentes, claro.
Es muy diferente el sentido y uso de “internar”, que en los últimos tiempos se ha incorporado al coloquial con una poderosa fuerza expresiva para describir los nefastos efectos psicológicos que produce cierto tipo de contacto imprudente: la exposición prolongada sin defensas ni excusas a mano, al discurso de impunes obsesivos y maníacos habladores de tema único y recurrente –público o privado, lo mismo da– que implican una presunta trascendencia. Y no estoy hablando de plomos.
Porque los plomos –monotemáticos, monocordes, inoportunos– en realidad no te internan, te emploman, que es otra cosa, ya que el emplome/embole no deja secuelas más allá del episodio puntual. Y además, es sabido, los plomos son/somos buena gente y de ahí el problema que se plantea, en general, con ellos/nosotros. En cambio, el que llamaré “internador” es, a diferencia del otro, un prepotente inescrupuloso que suele usar y abusar del psicopateo al pretender involucrarte, apelar a tu atención personal no sólo como supuesto interesado (como hace el plomo simple), sino esgrimiendo un motivo que en principio lo trasciende a él en lo personal (mentira) y que sin embargo te involucra. Ya sea el vecino del edificio que te emboca en el pasillo estrecho para hablarte veinte ponzoñosos minutos de las detalladas razones por las que hay que ir a la próxima asamblea para dar el quórum que permita remover al sufrido portero de tu amistad; ya sea el familiar que te acorrala en un cumpleaños deslucido para contarte los problemas que traerá el Alzheimer del abuelo si no se arreglan antes los papeles sucesorios que implican a tal y tal, reconocidos cagadores de la familia. Y así tantos otros.
La metáfora que subyace bajo el concepto de “internar” es tan gráfica como expresiva: cuando te internan (en el hospital, en el loquero, en la cárcel: los presos son “internos”) perdés la capacidad –temporaria o no– de zafar, de elegir otra cosa: estás cercado por el espacio tiempo de un pasillo a las tres de la tarde, de un ascensor, de un vínculo personal, de un teléfono que no podés cortar, de una tele encendida todo el tiempo a la hora de la infamia. Y hay una secuela nefasta, que vale tanto para plomos como internadores, que es la repetición habitual del gesto o el episodio. Es cuando te tienen “alquilado”, una de las figuras retóricas más brillantes de la coloquialidad argentina de estos tiempos.
Todo esto viene al caso, supongo, por afinidades de sonido y sentido, con ciertos aspectos del proceso –semanas que parecieron años– de estas internas que felizmente terminaron (?) ayer con felicidad. El tema de las saludables y democráticas internas o –mejor y sobre todo– la recurrencia en los medios concentrados de los interesados “internadores” con partido compartido nos quiso internar durante demasiado tiempo, pretendió alquilarnos la atención harta y distraída a fuerza de soportar generalizadas falacias y mentiras, excusas y pretextos para enmascarar la simple ambición de colgarse del presupuesto generoso del Congreso Nacional.
Advertidos por el discurso de estos internadores que aspiran a nuestro voto sin otra propuesta que ser votados para estar (¿qué ha sido si no, el marketing sin propuestas, la patética mendicidad para “llegar a octubre”?) como argentos ciudadanos nos reafirmamos –incluso vacunados o acostados, si cupiera– en la voluntad de no dejarnos internar.
Porque los internados no pueden/suelen elegir. No sé si les suena.
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