Lun 14.10.2013

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

Una modesta proposición

› Por Juan Sasturain

In memoriam
Jonathan Swift,
que no sabía nada de fútbol
pero igual se amargaba.

Vamos al grano. Se trata de una cuestión central que involucra a un sector clave de nuestra cultura popular, o de nuestra cultura a secas, en la actualidad absolutamente degradado. Es simple, evidente y desolador: los futboleros de a pie, que somos legión en este país, estamos hartos de la fealdad, la mezquindad, la enfermedad y el devenir mediocre del fútbol doméstico. E incluso le hacemos precio en el juicio porque sólo estamos hablando de lo que sucede y vemos dentro del campo de juego y su tóxico perímetro inmediato. Del entorno mayor, ni hablar.

Cada vez se juega peor –mal y más feo– y no parece que haya ni voluntad ni actitud ni aparente aptitud (lo que es más grave) para revertir la situación, o al menos empezar a enderezarla por el sendero del buen gusto y de la buena leche. Es un verdadero asco.

No vamos a enumerar una vez más la deslealtad, el cinismo, la especulación y el desprecio por los valores del juego a que nos ha conducido esta prolongada etapa del Resultadismo, etapa superior del capitalismo futbolero dependiente. Porque de eso se trata, sin más. Por eso, como ya estamos cansados de nuestra propia voz desolada, reprochona de males, conductas y desvíos que nos han conducido hacia una ya evidente decadencia, creemos que ha llegado el momento de que –imitando al maestro Jonathan Swift pero sin incurrir por ahora en lo más virulento de su invencible humor negro– hagamos llegar nuestra modesta proposición para encontrar al menos una manera (tan estúpida pero acaso tan eficaz como cualquier otra) de neutralizar en parte los aparentes motivos que subyacen bajo tanta tolerada, justificada e incluso festejada mediocridad.

La primera idea que se me ocurrió (fue un sueño/pesadilla de madrugada de domingo a lunes, en realidad) era un complejo torneo de ruleta rusa compulsiva en que deberían participar todos los directores técnicos en actividad y en lista de espera. Pero la deseché –asustado de mí mismo– por macabra e ineficaz, fruto de un ataque de impotencia feroz: la pelota no se salpica, me dije. La posterior variante de hacer extensivo el torneo a comentaristas y oportunistas (de)formadores de opinión no mejoraba la propuesta, sino que me llevaba directamente al Terror sistemático, un oprobio. Y nadie –incluso en los momentos de mayor desesperación y resentimiento– puede o debe permitirse fantasear con semejantes soluciones que son finales sólo en apariencia.

Hasta que, más modestamente, creo haber llegado a encontrar una propuesta simple –realmente estúpida si se quiere– apoyada en la arbitrariedad del azar, pero que creo que apunta al centro de uno de los males actuales: la seducción obsesiva por los aparentes valores del cero. Y es muy simple: la idea básica, original, es que los partidos empiecen uno a cero. Por sorteo, por puro azar. De paso, se le da sentido e interés a la vieja ceremonia del sorteo de arcos que hoy poco y nada significa: el que gana el sorteo empieza ganando uno a cero. Listo.

Se me dirá que es una injusticia. No: es puro azar. Hasta ahora es una injusticia mucho mayor –para el espectador– que los partidos empiecen cero a cero y que por lo general los equipos se dediquen a “conservarlo”, contrariando la esencia misma de la competencia.

Pero hay más, una segunda regla, complementaria y compensatoria, que sin duda puede activar la vivacidad de la disputa por el resultado: el primer gol del equipo que arranca abajo en el marcador vale dos. Es decir: no existen la posibilidad del cero a cero ni del uno a uno. El primer empate hay que laburarlo: sólo se consigue con el dos a dos.

Esta simple propuesta –lo reconozco– es fruto de la fría desesperación. Sé que no va a mejorar la calidad del juego ni neutralizar la posible corrupción, no va a hacer que los futbolistas pongan la pelota en el piso y traten de dársela a un compañero, no va a impedir que finjan sistemáticamente o que los técnicos dejen de mentir. Para eso se necesitaría, hoy, una serie de transplantes que incluyen el delicado cerebro, el país y la época que nos ha tocado o supimos conseguir. Y todo eso es muy caro y complicado.

Esta modesta proposición –se supone– los va a obligar a ir al frente, con lo que se cumpliría al menos una de las premisas de la noble competencia.

Es todo. Queda abierta la cuestión y se escuchan sugerencias superadoras.

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