Jue 17.10.2013

CONTRATAPA

Diferencia

› Por Noé Jitrik

Para Demián Paredes

El muy conocido George Orwell –1984, su novela más famosa tiene que haber sido leída por medio mundo, a muchos les encanta comparar el presente antiutópico con la utopía perversa que diseñó con habilidad y amargura– también escribió ensayos sobre temas literarios con similar inteligencia. En uno de ellos, sobre la resonante novela de James Hardley Chase, Miss Blandish, recupera una caricatura que publicó el New Yorker cuando la Segunda Guerra Mundial estaba que bramaba: para el personaje representado, el mundo de los pistoleros y el boxeo eran más “reales” y “rudos” que la misma guerra; el bombardeo a Londres, “cosa de niñas”, mientras que para “narcotizados millones un enfrentamiento entre pistoleros de Chicago era algo verdaderamente importante”. Orwell concluye: “Una bala imaginaria es más espeluznante que una verdadera”.

De una escena como ésta se podría sacar, rápidamente, que Orwell está pensando, no muy eufóricamente, en el estado de la lectura y, de paso, en esa entidad tan disipada que es el lector, pero, también, en la siempre irresuelta relación entre literatura y realidad. No sólo en el caso de esa literatura de pistoleros, sino en el de toda literatura, de mayor consistencia, con lectores elementales o avezados, la cuestión central es que lo que se evade de lo real es de un enorme atractivo, lo diferente, por lo tanto, se presenta en escena y obliga a pensar en el efecto que tiene: no oblitera lo real, por supuesto, cuyo peso doblega nuestras espaldas y nuestras mentes, sino que lo aleja, le quita interés, en suma, lo que importa, lo que atrae, como un principio de conclusión, es lo diferente, o mejor la diferencia, tal vez no sólo en el orden de la literatura, sino en todas las instancias de la vida.

De la diferencia, no es un misterio, se ha escrito mucho y desde siempre y no se trata de mostrarlo ahora, pero lo que surge, casi como un reflejo, es su opuesto, la semejanza; los dos términos hacen una pareja, muy mal avenida por supuesto, aunque a veces ocurre, del casamiento –como tentativa de asemejamiento– al divorcio –como evidencia de la diferenciación–, que lo semejante, cuando se agota de serlo derive en diferente y lo diferente en semejante –cuando ha triunfado y es aceptado y asimilado–. Eso quiere decir que pese a que la relación siempre es conflictiva puede haber entendimientos entre ambos términos, lo cual, en apariencia, borra los límites con el peligro consecuente, a saber que no valdría la pena detenerse en ello, en cada uno, ni en el juego que se establece entre ellos, casi de coquetería.

Pero no hay que ceder a esa tentación y más vale enfrentar ambos términos y ver, como se pueda, lo que producen. Así, por empezar, diría, retomando un poco la afirmación de Orwell, que lo diferente atrae y lo semejante aburre, lo cual no quiere decir que por lo general se prefiera, por miedo a la aventura, por repugnancia al cambio, por comodidad, la semejanza que asegura, por medio del reconocimiento de lo propio, una tranquilidad que, no obstante, pasada la primera satisfacción, termina por fatigar. Claro que hay que reconocer que si lo diferente es demasiado exigente lo semejante es evocado como lo maravillosa y lamentablemente perdido: “Ah, esos días de indecible felicidad”, declama Verlaine con tristeza y, en términos más prosaicos, esa frase de tan improbable verdad: “Todo tiempo pasado fue mejor”.

Lo diferente, es su virtud, perturba y, por lo tanto, supone o implica posibles y excitantes internaciones en lo desconocido con las dos previsibles consecuencias, o bien el terror que provoca –la aparición de Hitler, realmente diferente, para los ilustrados de toda Europa y en particular para los judíos– y la más noble y correlativa posibilidad del conocimiento. ¿Será por esa cualidad diferenciadora que existe una figura llamada metáfora: acercarse a lo desconocido a partir de lo conocido?

Pero si las fuerzas que residen en cada uno de estos términos explican la actividad que se desprende de uno y la pasividad del otro, el atractivo del primero y el desabrimiento del segundo, también puede explicar por qué, siendo hombres y mujeres tan diferentes, se atraen y dejan de hacerlo cuando las mujeres se masculinizan y los hombres se feminizan: ¿qué pasaría, en el orden del encanto si, para asemejarse a los hombres, las mujeres cultivaran frondosas barbas, y los hombres, para asemejarse a las mujeres, redondos y apetitosos pechos? En suma, cuando eso sucede y empiezan a parecerse, terminan por ser iguales y, en consecuencia, lo que los acercaba, al desaparecer, los aleja. Se dirá que la homosexualidad echa por tierra esta teoría: no estoy tan seguro aunque, desde luego, las cosas no son tan simples, puesto que la atracción por lo semejante puede tener registros diversos, intelectuales, de roles, de lenguajes, de competencias, factores que intervienen sin duda y que alejan el encanto de lo diferente y hacen que lo semejante sea encantador.

No me cabe duda de que esta aseveración me puede traer problemas; no desconozco que la certeza que ofrece la semejanza es un poderoso imán, pocos se pueden resistir a su atracción y, por el otro lado, tampoco ignoro que la diferencia supone un compromiso serio, hay que poder entregarse a su promesa, además de que no es fácil comprenderla en casi ningún caso. ¿Será por eso que el mismísimo Freud, que tal vez fundó ese imperio mental llamado psicoanálisis a partir de la percepción de lo que la diferencia producía, pronunció una inolvidable, y molesta, sentencia, “¿qué quieren las mujeres?”. Que la frase sea espontáneamente masculina no quita que parta de un reconocimiento preliminar de una diferencia que luego actúa en su reconocimiento en otros y muy diversos campos, casi todos diría.

No me internaría en este campo, los riesgos son demasiado grandes y los lugares comunes acechan. Más bien se trataría de ir por otro lado; por ejemplo, y dejando de lado las múltiples figuras que se pueden reconocer de esta dupla en el orden de lo personal, considerar el modo en que pudo haber actuado históricamente, en particular en relación con este continente, para no entrar en la historia universal. Dicho de otro modo, en la visión que tomó forma apenas se lo empezó a mirar: lo tan evidentemente diferente respecto de lo que se creía que era lo propio y normal –no hay más que ver la iconografía colombina, Colón vestido de pies a cabeza frente a los indios desnudos– aterró, tanto que para conjurar ese miedo se procedió a la destrucción de lo diferente para erigir en su lugar lo semejante: los templos aztecas y mayas liquidados y en su lugar catedrales, siguiendo la misma lógica que había operado cuando los santos Reyes Católicos consiguieron sacarse de encima a árabes y judíos y a sus exquisitas culturas.

El miedo, como obedeciendo a una ley natural, siguió operando en el trato con esos seres extraños que poblaban selvas y ciudades, lo cual derivó en esclavitud, a la manera antigua, transferida no mucho después de una exhaustiva discusión sobre lo semejante de los indios –punto de vista sostenido por el buen fray Bartolomé de Las Casas– a lo diferente de los negros, y en conversiones forzadas, una buena manera de asemejar lo que quedaba de tales diferencias de origen.

Historia conocida que tiene expresiones indirectas tan nítidas como expresivas del escándalo que provoca lo diferente. Una, notoria, es la descripción de América que se puede leer en esa maravilla de la imaginación que es la Enciclopedia, la histórica Encylopédie que reescribieron, de un intento previo inglés, D’Alembert y Didérot, dos sujetos a los que no se les puede atribuir falta de voluntad ni de genio: es grande el asombro que el libro muestra ante lo que la América “descubierta” dos siglos antes depara, lo cual se traduce en una indudable, pero crítica, exaltación cuyos contenidos no cesan de ser comparados con la pacífica descripción que se hace de Europa, salvo que haya alguna monstruosidad que no haya más remedio que rechazar.

Antonello Gerbi, retomando el pensamiento contemporáneo a ese libro, recoge aseveraciones eruditas de Bouffon que procede respecto de América como si hubiera leído lo que estoy escribiendo: lo diferente no lo asusta ya tanto pero que lo encuentra no cabe duda. Son divertidas sus comparaciones: los hombres americanos son de bajo tamaño mientras que los europeos disfrutan de una estatura considerable y si bien lo tienen, no lo discute, los penes americanos son más pequeños que los de los europeos; también los leones carecen de cabellera y son más chicos que los melenudos que vienen de Africa; hasta en el tamaño de los frutos la diferencia es para él no sólo notoria sino lógica, puesto que todo lo demás lo es; incluso el diluvio, que fundó la gran cultura conocida, también ocurrió en América pero fue de menor duración e intensidad y no hubo ningún señalado por Dios para salvar a las especies.

Hay que salvar a alguien de ese temor: Humboldt, a quien se le debe un minucioso registro de los infinitos y propios matices de una naturaleza sentida por sus paisanos como resistente a sus categorías. Y Darwin, que convirtió el pavor en luminosas hipótesis acerca de la especie humana, nada menos que la evolución. Claro que uno y otro, y tantos más, actuaron desde un saber que les permitía reconocer, pero no lo hicieron desde el predominio de lo semejante y, por lo tanto, “vieron” cómo los dos conceptos se entrelazaban y se interactuaban.

No quiero ir demasiado lejos en esta imagen, pero me pregunto si lo que América logró ser no es resultado de una interacción de esa índole, el saber europeo, basado en la semejanza, y la naturaleza propia, y lo misterioso diferente, algo así como lo que Sarmiento ve en la extensión como espacio redimible y Benito Juárez, desde su peculiaridad indígena y su saber intelectual, en la “reforma” de un país.

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