› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Rodríguez viene pasando las últimas noches en un hotel. No preocuparse: Rodríguez sigue infelizmente en pareja y con hijos, viviendo en su casa, muriendo de a poco en el mismo sitio de siempre. Pero, de un tiempo a esta parte, Rodríguez viaja. Y hotel, dulce hotel. Y ahora Rodríguez está en un cine viendo The Grand Budapest Hotel, la nueva película de Wes Anderson. Es de noche y mañana por la mañana Rodríguez entrará por primera y seguramente última vez (y por cuestiones de trabajo que ya se detallarán) a ese gran hotel muy viejo, con pocas comodidades, pero aún así de luxe, que es la Cueva de Altamira. Esa cueva donde, millones de años atrás, sus huéspedes miraron fijo el fuego y las historias que contaban las llamas del mismo modo en que ahora Rodríguez mira ese haz de luz encendiendo la pantalla para que le cuenten una pequeña historia que transcurre en un gran hotel.
DOS Y la historia –como todas las historias de Wes Anderson– es encantadora. Ideal para adultiños, para los cada vez más abundantes y peterpanescos maduros infantiles. Y como todas las películas de Wes Anderson –no importa que se ubiquen en submarino/barco, una casa familiar, una madriguera de zorro, un tren indio, una academia y, ahora, un hotel– parece transcurrir en una casa de muñecas desaforada pero con impecables modales. Y en esa oscuridad desbordante de colores y colorcitos, Rodríguez tiene una ocurrencia obvia (Cómo es que no le ofrecieron a Anderson filmar a Tintín), una ocurrencia rara (Cómo es que no le ofrecen a Anderson filmar un remake de The Shining) y una ocurrencia exquisita (Cómo es que no le ofrecerán a Anderson filmar Pnin o The Real Life of Sebastian Knight, de Vladimir Nabokov y, ah, esos moteles a los que llega Humbert Humbert con su nínfula y, oh, el palaciego Ardis Hall en el que arden los atemporales Ada y Van Veen). Rodríguez recuerda que Nabokov terminó su vida y obra en un hotel suizo porque, aunque habiendo recuperado su fortuna gracias a Lolita, “ya no tiene sentido alguno comprarme una villa: no viviré lo suficiente como para educar a la servidumbre a mi gusto y necesidad”.
Y la película es muy linda, muy graciosa, pero, siempre, con ese dejo de melancolía tan Anderson ahora potenciada por ser “de época”, centroeuropea, y teniendo tiempo y lugar entre las dos grandes guerras, en la imaginaria república de Zubrowka limitando, seguro, con aquella Freedonia marxiana y siempre en problemas financieros.
De regreso en su hotel, Rodríguez (¿en qué novela aparecía una anciana dama con el don de “leer” a los anteriores encamados en los lechos de hotel donde ella yacía?) cambia canales desde la cama. Y Rodríguez se detiene en el noticiero y –cortesía de los efectos residuales de The Grand Budapest Hotel– todos los políticos españoles le parecen personajes de Wes Anderson. Hombrecitos y mujercitas como ratoncitos en un laberintito. Desorientados y viviendo el día a día. Y lo más extraño es el anuncio, a cargo de su hijo, de la casi muerte de Adolfo Suárez. Y, de pronto, todos hablando de él en pasado. Como si, muerto en vida desde hace años, perdido en las torres del Castillo Alzheimer, Suárez se convirtiese en el más vivo de los fantasmas con, aseguran, “un horizonte temporal de no más de 48 horas”. Entonces, rapidito, compitiendo en elegías, glosando la memoria del desmemoriado con lirismo de pensión barata, hasta preparando la capilla ardiente, y corriendo por las habitaciones y subiendo y bajando escaleras. Y (re)volviendo a lo mismo de siempre, el pasado, intentando así hacer pensar lo menos posible en un menú presente con cada vez menos futuro. Platillos favoritos de nuestra cocina: la autopsia inmortal a Franco, el 23F, La Transición siempre transitiva y transitoria. Voilá: La Transición como en Grand Hotel de la política española y de la que el conciliador Suárez –coinciden todos sin importar sigla– fue el más elegante y eficiente y ejemplar de los concierges. Y el efecto residual de Anderson, está claro, no los vuelve mejores estadistas pero sí un poco, apenas, más pintorescos y soportables. Por algo así como cinco minutos. Que es el tiempo (justo antes de que muestren las postales del Real Madrid y el Barça llegando a los hoteles en los que “se concentrarán” para el clásico) que demora Rodríguez en apagarlos a todos para intentar dormir en una cama que no es la suya. Una cama que no lo deja dormir.
TRES Así que Rodríguez se pone a contar rebaños de hoteles que alguna vez le contaron. El Overlook de Stephen King. El Hotel Earle de Barton Fink. El Hotel Savoy de Joseph Roth. Los sucesivos hoteles New Hampshire de John Irving y la familia Berry y los hoteles temáticos y mecanizados de Steven Millhauser y Martin Dressler. Los hoteles playeros de Balbec/Cabourg y el Ritz/Ritz de Marcel Proust. El Beat Hotel en París y el Chelsea Hotel en New York. El Heartbreak Hotel de Elvis y el aguileño Hotel California y aquel hotel en el que Pink deconstruyó su habitación para seguir construyendo su pared, los enfermizos hoteles “de salud” en La montaña mágica y en 8 1/2 y aquel spa en Nauheim donde comienza “la historia más triste que jamás he oído”. El Plaza Hotel al que llegan Jay Gatsby y su comitiva. El Algonquin Hotel donde se reunían los cerebros más ingeniosos de The New Yorker y en cuyo lobby William Faulkner escribió su breve, pero inmenso discurso de aceptación del Nobel. El Hotel Monteleone de Nueva Orleáns donde Truman Capote mentía haber nacido y el Chateau Marmont de Los Angeles donde murió John Belushi. Y los hoteles efímeros e incómodos y para millonarios esculpidos en hielo o entre las ramas de los árboles hasta ir a dar a esa suite cósmica a la que llegaba para evolucionar el astronauta David Bowman al final de 2001: A Space Odyssey.
CUATRO A la mañana siguiente, Suárez sigue vivo en ese último hotel que es toda clínica, sus doctores advierten que el desenlace puede “demorarse aún varios días” y su familia se declara “abrumada” por la atención recibida. Los diarios desbordan de necrológicas aún vitales y qué irán a hacer cuando se muera de verdad, se pregunta Rodríguez de salida justo en el momento en que la noticia del definitivo check-out de Suárez hace el check-in. Y –mientras los muy vivos se abalanzan sobre el tan muerto– a Rodríguez le intriga el que los pisos y apartamentos de edificios supuestamente inteligentes no vengan con una “modalidad hotel”. Una función y un botón –¿celestial o infernal?– que, al presionarlo, los “hotelice”, los arregle y los disponga y los renueve. Algo que, por supuesto, podría ser extensible a los inquilinos y huéspedes. Esos viajeros que intuyen de tanto en tanto –como Rodríguez ahora– que la vida no es otra cosa que un grand o petit hotel. Un hotel donde, no importa cuántas estrellas te toquen o te concedan, siempre estarás flotando y en transición, como un nadador entre dos nadas, en un más o menos largo pasillo con muchas puertas. Y donde hay que tener mucho cuidado con cómo se cuelga ese cartelito afuera, en el picaporte de la habitación. Porque si te desconcentrás, depende del lado de que lo pongas, pueden, por favor, no molestarte o pueden, por favor, hacerte la cama.
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