› Por Juan Forn
Dos poetas polacos ganaron el Nobel, Czeslaw Milosz y Wislawa Szymborska, y los dos decían que eran tres los que lo habían ganado porque cuando se escriben los nombres de Milosz y Szymborska se escribe en tinta invisible el de Zbigniew Herbert. No hablaban del pasado; hablaban de un poeta que había empezado a escribir después que ellos. Milosz ya había soplado las velitas de los cincuenta cuando pasó sus dos primeros años de residencia en Estados Unidos traduciendo 99 poemas de Herbert al inglés. Traducir 99 poemas no es gentileza ni visita turística: es irse a vivir a la poesía de otro. Szymborska también lo hizo, a su manera; así lo dijo cuando le dieron el Nobel: “Cada vez que leí un poema de Herbert me senté a escribir”. Yo no sé polaco, pero desde el primer poema de Herbert que leí quiero irme a vivir ahí.
Hay un poema suyo llamado “Cinco hombres”: van a fusilar a cinco hombres sin nombre, ya los sacaron de la celda, ya los pusieron contra el paredón, ya les dispararon, ya están “cubiertos hasta los ojos de sombra”, pero en el eco de los disparos se alcanza a oír como en una nube de qué hablaron en su última noche (“de sueños proféticos, de una escapada a un burdel, de autos, de naipes, de chicas, de frutas”) y en el techo del paladar se siente el sabor metálico de un minúsculo pétalo de sangre que se va esfumando hasta desaparecer. Leer ese poema es ser testigo, ser uno de los fusilados y ser uno de los que aprietan el gatillo y se van. Herbert era jovencito cuando lo escribió; acababa de terminar la Segunda Guerra. La resistencia polaca tenía algo hermoso: hacía terminar sus estudios a los jovencitos que interrumpían el secundario para entrar en la clandestinidad. Había profesores, les tomaban examen y hasta les daban diploma cuando se graduaban, en los sótanos donde estaban escondidos. Así se recibió Herbert, y así quiso seguir estudiando cuando terminó la guerra.
Pero eran nuevos tiempos y había nuevas reglas. Se matriculó en economía porque fue lo único que le dejaron estudiar en la universidad, después cursó leyes, y cuando pudo se pasó a filosofía, y cuando pudo se las arregló para abstenerse de la mascarada reglamentaria y rendirle cuentas a un solo tutor, el venerable Henryk Elzenberg, con quien logró repetir la atmósfera de educación clandestina que lo había formado, hasta que un día le dijo: “No me interesa ejercer la filosofía como profesión; prefiero seguir padeciéndola como emoción”. A partir de entonces alimentó ratas en un laboratorio de vacunas contra el tifus a cambio de que lo dejaran dormir ahí, fue sereno de la Unión de Compositores de Varsovia, vendía su sangre cuando necesitaba plata, el único trabajo que le daban eran suplencias como maestro de escuela, porque en la resistencia había pertenecido al bando anticomunista y no quiso cambiar de opinión cuando Polonia quedó para los rusos después de la guerra. No le importaba mayormente esa vida a salto de mata porque le permitía hacer lo que en realidad quería más que nada en la vida: viajar o, mejor dicho, pisar el pasado viajando, sentir en los pies los lugares donde habían sucedido los grandes momentos del espíritu que lo subyugaban. Y en la Polonia socialista, si convencías al Estado de que eras poeta, te daban una beca de un salario mínimo y un permiso para salir del país durante lo que te durara ese estipendio, el equivalente en zlotys de cien dólares actuales.
Con un poema llamado “Reporte desde el Paraíso”, Herbert logró engatusar a los cancerberos de la cultura, acceder a una de esas becas y salir por primera vez de Polonia (el poema: “En el paraíso la semana de trabajo es de treinta horas / los salarios aumentan y los precios bajan / y el trabajo manual no cansa por la falta de gravedad / al principio iba a ser diferente: pura luz, música, abstracción / pero no pudieron separar bien el alma del cuerpo / y empezamos a llegar con una gota de grasa, una hebra de músculo / y hubo que enfrentar las consecuencias / de mezclar un grano de absoluto con un grano de materia / la contemplación de dios es sólo para los cien por ciento pneuma / el resto está pendiente de comunicados sobre milagros e inundaciones / cada sábado al mediodía suenan las sirenas / y de las fábricas salen fumando los proletarios celestes / con sus alas bajo el brazo como violines”). Así empezó a viajar. Para que los zlotys le rindieran más hacía esos viajes caminando y dormía donde lo agarraba la noche. Recorrió a pie, en escapadas de cien dólares a lo largo de los años, todo lo que pudo de Grecia, y después de Italia, y después de Francia y Alemania, y por fin de su último amor, Holanda. Después volvía y escribía poemas que trataban de acceder a la noche de Pascal y a la ira de Aquiles, al aburrimiento de los dioses y a la alegría del primer Pitecantropus dibujando con el dedo en las cuevas de Altamira, al lugar donde Prometeo se tocaba con Vermeer y Paracelso con Beethoven, y cada uno de esos poemas era como un fragmento de la conversación de aquellos fusilados la noche antes de morir.
Para las autoridades socialistas era un católico anticomunista, para los católicos wojtilistas era un pagano solapado, para los disidentes ateos era un enfermo de leyendas, para los nacionalistas a la violeta era un enemigo de la patria, para los jóvenes transgresores era un enemigo de la vanguardia. Herbert ya había decidido dónde vivía, desde dónde hablaba (“En la ciudad estalló la epidemia / del instinto de conservación / como monóxido de carbono impregna casas templos mercados / envenena los pozos cubre de moho el pan las estructuras de la mente / la prueba de la existencia del monstruo son sus víctimas / no es evidencia directa pero alcanza”). No le hizo mayor diferencia cuando cayó el Muro y se disolvió la URSS: “Obtuvimos la independencia como un regalo de la Historia, no derramamos sangre por ella. Fue como si los comunistas dijeran un día: ‘No haremos más perradas, vamos a tomar un trago’, como le habla un polaco a otro. Nuestros mayores enemigos siguen siendo los de siempre: la hipocresía y la megalomanía, el narcisismo de los pobres de espíritu”.
En un poema llamado “Intento de Disolución de la Mitología” dice que los dioses se juntaron un día y decidieron abandonar el negocio y unirse a la sociedad racional para seguir tirando. A la caída de la tarde encaran hacia la ciudad con documentos falsos y un puñado de monedas de cobre en el bolsillo. Cuando cruzan un puente, Hermes se tira al río pero nadie atina a salvarlo; están demasiado ocupados tratando de decidir si es un buen o mal augurio, como polacos en una taberna. Poco antes de morir, cuando Milosz y Szymborska ya eran Nobel, y Polonia llevaba diez años libre y el desvelo colectivo en las tabernas polacas era el ingreso a la Unión Europea, Herbert escribió: “Vivir es como tejer, hay que atar el hilo nuevo al viejo. Antes de descender a la tumba el sayo debe estar terminado. Ahí sabremos qué clase de sayo es, qué partes están mal hechas y cuáles quedaron mejor. Es importante lo que eso dice sobre la propia vida, así como sobre la sociedad en que esa vida transcurrió”.
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