› Por Rodrigo Fresán
UNO ¿Dónde está Rodríguez? Rodríguez está en esa pequeña zona de su hogar a la que él se refiere, con ternura secreta, como a “mi rinconcito”. De un tiempo a esta parte, Rodríguez –a quien le gusta tanto la ciencia-ficción porque, sí, es “literatura escapista” y él quiere huir lejos– ha descubierto que en ese ángulo de la sala no hay recepción de Internet ni suenan los móviles ni se cruzan rayos invisibles de tabletas o consolas o canales satelitales. Nada. Allí, en su pequeñito reinito –como un solitario pero dedicado súbdito de sí mismo dibujado por Saint-Exupéry–, Rodríguez, desenchufado, respira una atmósfera sin electrificaciones. Y allí, arrinconado, Rodríguez se refugia para escapar de todo lo que lo rodea, de todo lo que lo hace sentirse tan rodeado.
DOS Y es que ya poco y nada le funciona. El consuelo de días atrás en los que se sentía prisionero sin senda de un loop, ahora ya no es. Ahora el loop se fracturó y Rodríguez canta “Entropy... Entropy...”. Con la voz y entonación del Capitán Von Trapp a la hora de su “Edelweiss”, pero en remezcla del dj argentino Tomás Pincho, novio de la hija de Rodríguez, y aquí se acaba esta frase larga. Lo demás está como tartamudo, entrecortado. Los consuelos habituales de Rodríguez ya no funcionan. Esas cosas que ve por televisión para alcanzar el nirvana del electroencefalograma plano y la desconexión absoluta de la realidad ya no le sirven.
De nada le valen ya las tertulias del periodismo rosa ahora potenciadas por el fin del matrimonio hasta ayer “perfecto” entre Antonio Banderas y Melanie Griffith. Los tarántulos y escorpionas del despellejante programa bromean con que la actriz finalmente ha dejado las drogas y el alcohol y, sobria y lúcida, se dio cuenta de que su latin lover se aprovechaba de sus nieblas químicoetílicas cuando le juraba que “ayer dormí en casa, sólo que tú no te diste cuenta” (carcajadas aquí, la gente es tan mala y, ah, cómo extrañará Rodríguez a Melanie en el balcón de Semana Santa viendo pasar a su amado de procesión y volviendo a decir eso de “paella... horchata... sol... España linda... suegros”).
Tampoco lo socorren las sesiones parlamentarias, que ahora han recibido una descarga de trascendencia con la obligación de votar histérica e históricamente rápido una ley que le permita al rey abdicar con blindajes varios que perpetúen su “inviolabilidad” y le concedan un crepúsculo sin complicaciones ni tribunales. Rodríguez lo vio: “Los viejos rockeros nunca mueren”, dijo y guiñó un ojo a cámara Juan Carlos I “El Campechano” hace unos días (tal vez aludiendo con su divina majestad a la inminente visita de sus satánicas majestades de esos otros viejos siempre listos y para siempre astutos que son los Rolling Stones), dando a entender que él sale pero no se va. Y que –para futuros dolores de cabeza de Felipe VI “El Preparado”– no piensa dejar nuestras vidas y posiblemente se convierta en una especie de Robin Williams de los ex regentes: alguien siempre dispuesto a saltar al escenario a robar risas incómodas en festejos ajenos. Y a no relajarse: el que el rey ya haya avisado que no asistirá a la coronación de su vástago para cederle “todo el protagonismo” no hace otra cosa que evidenciar su convencimiento de que el protagonista sólo puede ser él y de que con dinero o con dinero, sigue y seguirá siendo el rey. Tal vez, piensa Rodríguez, lo más inteligente de parte del hijo sería confinar a su padre dentro de los límites trasnochados de un very late night show donde continuar recibiendo jerarcas surtidos y haciendo elefantiásicos negocios “por el bien de España”. Rodríguez ya tiene nombre para el programa en el que el borbón convidará bourbon a sus invitados: Con muletas y muletillas. En cualquier caso, aclara la revista Hola!, Letizia I “La Moderna” es “el centro de todas las miradas”. Y vaya a saber uno cuántas miradas mirarán el jueves la transmisión de la investidura en el Congreso del nuevo monarca, no vía la cadena pública TVE, sino –signo de los tiempos– de la privada Telefónica.
Y, por supuesto, los adormecedores duelos de la Liga local han dado lugar al Mundial de Fútbol (¡con aerosol marcalíneas!), elevando las evoluciones del esférico a órbitas siderales y restando toda capacidad de amparo zombie y 1-5 (Rodríguez desea que todos los favoritos sean prontamente eliminados y que a la final lleguen dos equipos de freaks que, como en las últimas de Batman o de los X-Men, acaben siendo devorados al hundirse el césped de un estadio mal terminado y volador por los aires).
Tal vez, se dice Rodríguez, lo mejor sería dedicarse a la opiácea sintonía del apocalipsis ahora (pero para largo) del PSOE, con políticos que no quieren saber nada de liderar el partido hecho pedazos para no quemarse y que huyen –abdicando sin llegar a asumir– al grito de “Nuevos tiempos, nuevas caras”. Todo como en una cruza de telenovela con reality show donde el nuevo malo es el ultraizquierdista Pablo Iglesias que les hará perder aún más votos en las próximas elecciones (a Rodríguez le fascina lo bien que se reconstruye la derecha y lo muy bien que se autodestruye la izquierda). Pero no, no sirve, es aburrido. Y, de verdad, Rodríguez quisiera ofrecerles santuario en su rinconcito a todos esos fugitivos aplastados por el peso de la Historia. Pero no hay sitio suficiente. Tampoco se lo merecen.
TRES Ahora es uno de esos noticieros acortados porque ya va a empezar el fútbol nocturno y planetario; pero antes un nuevo golpe para el estado (malo) de Rodríguez: la mala nueva de que se discute la veracidad y fidelidad de aquellos datos relativos al eco del sonido del silbato que marcaba el inicio del gran juego del universo recabados el pasado marzo. Rodríguez recuerda cómo se emocionó cuando pasaron ese video en que el viejo profesor con cara de dormido era despertado por discípulo para capturar el instante preciso en que el hombre se enteraba de la buena nueva, de lo cierto de sus teorías. Pero ahora parece que no, como con lo de los neutrinos: no se puede creer en nadie, en nada, más allá de su rinconcito.
Desde afuera, en la calle, le llegan a Rodríguez los truenos y rayos de los taxistas jugando a los autitos chocadores y protestando por esas aplicaciones y sites que invitan a pasajeros a compartir vehículo y ahorrarse unos euros hasta el aeropuerto. Y las ganas no de subirse a un avión, sino a otro loop. Así que Rodríguez, fuera de toda onda, en su rinconcito, busca y encuentra el significado de la palabra abdicar en el voluminoso papel del Diccionario de la inabdicable Real Academia Española. Allí lee: “1. Dicho de un rey o de un príncipe: ceder su soberanía o renunciar a ella. 2. Renunciar a derechos, ventajas, opiniones, etc., o cederlos. 3. Privar a alguien de un estado favorable, de un derecho, facultad o poder”.
Y Rodríguez descubre que lo suyo no pasa por lo 1.; pero sí por lo 2. y lo 3. Sólo que sólo él –Rodríguez I “El Ultimo”– se dio cuenta. Porque nada le interesa menos a su hijito que sucederlo en su anguloso y breve y pequeño reinado.
Y que Dios –El Gran Abdicador, ese otro Big Bang nunca del todo aclarado– lo salve.
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