Dom 02.11.2003

CONTRATAPA

Lodazales

› Por Juan Gelman

Los atentados y las acciones guerrilleras de la resistencia iraquí, cada vez más organizada y persistente, opacan otra situación que no lastima menos el apetito petrolero de los “halcones-gallina”. Sucede en Afganistán. A más de dos años de los primeros bombardeos norteamericanos que derrocaron al régimen talibán, esa guerra no termina. El sábado 25/10 una emboscada en las cercanías de Shkin, población del suroeste afgano limítrofe con Pakistán, causó la muerte de dos agentes de la CIA. Se dedicaban a reunir inteligencia y a operaciones encubiertas. El mismo y en la misma zona, las fuerzas gubernamentales y “aliadas”, con el apoyo de helicópteros y cazas de EE.UU., infligieron 16 bajas al enemigo presuntamente talibán y/o de Al-Qaida en una batalla que duró 6 horas. Recrudecen los combates que unos 12.000 efectivos al mando de jefes yanquis, con sostén aéreo yanqui, artillería pesada yanqui y tanques yanquis, lanzan o soportan en esta y otras zonas del país. El Daily Telegraph informa que “desde agosto, los ataques talibanes cobraron la vida de casi 400 soldados y civiles afganos”, también la de cuatro militares yanquis. No sorprende entonces que Hamid Karzai, el presidente impuesto por Washington que no se desplaza con menos de 50 soldados estadounidenses alrededor de su persona, haya declarado el 22/10: “Todavía vivimos con miedo, sigue la plaga terrorista en el país”.
El diario londinense agrega que los talibanes dominan de hecho varios suburbios de Quetta, la capital de la provincia pakistaní de Baluchistán lindante con Afganistán, al abrigo de etnias amigas y partidos religiosos del lugar. Practican una técnica guerrillera muy particular: dice The Washington Post (20/10) que cruzan fácilmente la frontera simulando que son refugiados afganos que regresan, obtienes armas y municiones de las redes de resistencia locales, combaten tres meses y vuelven a Quetta si la vida lo permite. Su pertenencia política es heterogénea. El periodista británico Jason Burke, autor de Al-Qaida; Casting a Shadow of Terror, aseveró no hace mucho que la organización de bin Laden ya no existe como tal: “Lo que ahora tenemos es algo mucho más diverso, una serie de grupos, de células e incluso de individuos disímiles en muchos aspectos, pero juntos en virtud de ciertas concepciones ideológicas fundamentales y de una visión particular del mundo”. Es muy probable que de esa cosmovisión forme parte la idea de que Afganistán es para los afganos.
El gobierno multiétnico fabricado por Washington poco domina en la práctica fuera de Kabul y un tercio del país escapa a todo control, ya sea de EE.UU. o de las tropas de la OTAN encargadas de pacificarlo. La caída de los talibanes ha abierto un espacio de poder mucho mayor a los señores de la guerra, que cuentan con milicia propia y hace largos años que luchan entre sí por la posesión de recursos y territorios. Hasta el ministro de Defensa, mariscal Mohammad Fahim, mantiene su tropa armada y todos fingen que no se trata de ejércitos privados sino de fuerzas leales al gobierno. Sólo que a principios de octubre se desató en las proximidades de la ciudad norteña Mazar-e-Sharif una dura contienda entre los hombres del uzbeko general Abdul Rashid Dostum y los milicianos del general tayik Atta Mohammad. Los dos son miembros de la Alianza del Norte, ayudaron a echar a los talibanes y se proclaman aliados del gobierno. Después de 60 muertos acordaron una enésima tregua en la que nadie cree. Ellos tampoco.
La Casa Blanca estima que entrar en componendas con los señores de la guerra es “un mal necesario” para estabilizar Afganistán. Se ve que no. Por otra parte, la actividad guerrillera en aumento pone en peligro los designios del frágil gobierno Karzai de proclamar una nueva constitución y lograr el desarme de las milicias. La ayuda internacional es notoriamente escasa: los países donantes de la ONU han prometido 4 billones de dólares que se harán efectivos a lo largo de cinco años, pero Jean-Marie Guéhenno, subsecretario general del Consejo de Seguridad para las operaciones de mantenimiento de la paz, acaba de señalar que se precisarían 6 billones de dólares anuales para enderezar un país que la invasión soviética primero, los talibanes después y EE.UU. por último han casi reducido a ruinas. En las que abundan en Kabul habitan como pueden, sin trabajo y asediados por el hambre, unos 750.000 de los 2,2 millones de refugiados que regresaron de Pakistán o Irán y consideran que la capital es más segura. “Nos sentimos felices de volver, pero vivimos como animales”, declaró a The Washington Post (26/10) Raz Mahmad, 27 años, de retorno de un campo de refugiados pakistaní. “Ahora dependemos de nuestros hijos para comer. Es una gran vergüenza para nosotros.”
Mientras la inestabilidad posterga todavía la voluntad norteamericana y petrolera de construir el oleoducto que, pasando por Afganistán, le permitiría explotar los ricos yacimientos energéticos de la cuenca del mar Caspio, los civiles afganos siguen muriendo ya no por bombardeo aéreo sino por sospechosos de talibanismo o tropiezos con alguna de los miles de minas terrestres que los invasores plantaron y no se molestan en desactivar. En 1792 Benjamín Rush, precursor de la psiquiatría y firmante de la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos, propuso que sobre los portales del entonces Departamento de Guerra de su país se grabaran estas dos inscripciones: “Oficina de matanzas de la especie humana” y “Fábrica de viudas y de huérfanos”. Estadounidenses incluidos.

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