CONTRATAPA
Taxi
› Por Sandra Russo
Era l972. No me acuerdo si Perón ya había vuelto o estaba por volver. Pero sí me acuerdo que estábamos con mi mamá, tiradas en su cama, mirando fijamente la pantalla. Hacía muy poco que en la casa había dos televisores. Ella y yo, que tenía trece años, íbamos a ver el primer capítulo de “Rolando Rivas...”. Creo que el recuerdo es tan nítido porque fue la primera telenovela que miré, con ojos todavía semi-infantiles. Ahora, a la distancia, también creo que para ver cualquier telenovela es un requisito fundamental tener esos ojos semi-infantiles. Las repeticiones, las obviedades, los subrayados innecesarios con los que trabajan las telenovelas, se parecen un poco a ese “subtitulado en castellano” que uno busca en las cajitas del Blockbuster cuando llueve y los chicos quieren mirar películas. Ante la telenovela, uno debe investir los propios ojos con cierta puerilidad que lo mantenga unido a la trama, debe sostenerse ahí cumpliendo su parte del pacto con el género: ser fanático de una telenovela es, en cierto modo, redescubrirse púber.
Pero fue también, “Rolando Rivas”, mi primera aproximación al mundo de los taxistas, que en ese entonces me era completamente desconocido. No recuerdo haberme subido a un taxi hasta mucho después. Las costumbres suburbanas implicaban trayectos cortos, bondis destartalados, largas caminatas o a lo sumo, si era tarde, esperar el auto del padre o del hermano mayor en la puerta del baile. La era del taxi y su continuadora, la era del radiotaxi, iba a tardar en llegar. En aquella época, los ‘70, todavía Buenos Aires tenía los taxis previsibles y los usuarios de taxis previsibles en una capital de un país periférico. Faltaban muchos bruscos movimientos económicos y sociales para que esta ciudad tuviera cinco veces más taxis que París. Faltaban despidos en masa que ubicaran a los despedidos en la disyuntiva de invertir la indemnización en un taxi o ponerla en un plazo fijo. Faltaba el cierre del mercado de trabajo que ubicara a muchos profesionales liberales en la disyuntiva de manejar un taxi o irse del país. Faltaba la explosión, en los ‘90, de la ilusión de un mundo de servicios al alcance de todos, un mundo lubricado y a la orden, soluciones para hacer todo más rápido o sin moverse de casa, un mundo que también estalló cuando hace poco descubrimos que uno no tiene por qué hacer todo más rápido si ya no tiene nada que hacer, o que hay miles de personas que no se mueven de sus casas porque ya no tienen adónde ir.
“Estos negros no van a parar hasta que no les maten a unos cuantos”, dijo el taxista el otro día, varias horas antes de que ese grupo de piqueteros obligara al ministro Tomada a dilatar su regreso al hogar hasta la madrugada. Ya sé que no me tengo que pelear con los taxistas, así que sólo emito onomatopeyas desde el asiento trasero. Mmj, ah, see, chsss, mmmm, jjjmm, etc. Conozco a una periodista que cuando llama al radiotaxi no pide con aire acondicionado o fumador-no fumador, sino “mándeme uno que no hable de política”. Si ustedes toman taxis, hagan la cuenta: ocho de cada diez, ¿qué radio escuchan? Esa, claro.
Fue lentamente, desde “Rolando Rivas” para acá, que el mundo de los taxistas fue reconvirtiéndose, cristalizándose en un asteroide como aquellos de El Principito, en el que podríamos fabular que vive un hombre casi pobre que trabaja como un desesperado catorce o dieciséis horas por día, que es explotado y maltratado por un sistema que lo obliga a pagar como tributo al dueño del auto que maneja o a la empresa de radiotaxis casi todo lo que recauda, y cuyo desánimo y rabia se concentran en despreciar y repeler a los que son más pobres que él. En ese asteroide, curiosamente, nada irrita tanto a su habitante como alguien que ha perdido todavía más que él.
Hubo una época en la que los taxistas eran psicólogos al paso de los pasajeros. Daban charla y ponían la oreja. Hoy los términos se han invertido, y me ha pasado hacer un trayecto considerable viéndome conminada a leer párrafo por párrafo la letra chica del seguro contra terceros que un taxista acaba de contratar. Otra vez, me largué a llorar al cabo de treinta cuadras, después de escuchar la historia de otro taxista que había sacado un crédito prendario para comprar un auto que ya le habían embargado y al que estaban por rematarle la casa. Pero la mayoría de las veces me asombra la ira reconcentrada que exhuman sobre todo los taxistas recientes, los devenidos taxistas en base a fracasos anteriores. Tienen una violencia a flor de piel que transpiran cada vez que una calle está cortada, como si el derecho a circular (a circular sin rumbo, a circular sin pasajeros, a circular sin la promesa de un salario digno) fuera la única trinchera que les queda. O como si el piquete o la protesta callejera que les corta la calle o los desvía fuera una señal no descifrada de otros obstáculos que les han cortado el camino o los han desviado de sus sueños.