CONTRATAPA
Volveré y seré zapatos
› Por Susana Viau
Botines, corbatas con bastones, sacos sport de textura blanda, reloj grande con malla metálica. Esas, dicen, son las claves. La imagen es la de un modelo de ojos pequeños, labios de contornos esfumados, como de paspadura, pelo peinado hacia atrás con aire de oficial de la Wehrmacht. Lo muestra la revista dominical de un periódico español, el de mayor tirada, a todo color y en páginas satinadas, una perfecta producción de moda masculina que, a poco de andar (y eso lo saben los editores, que trabajan para una sociedad enriquecida de la noche a la mañana), no tendrá otro destino que ser una más entre las miles que, por día, sacian la necesidad de consumo visual.
Para sacarla de lo indiferenciado, ya no alcanza con la exclusividad de las marcas o la firma de los diseñadores. No basta con que el reloj lleve el nombre de Massimo Dutti o el bolso tenga el sello de Boss. Tampoco es suficiente que el mandato del otoño europeo eche una mirada sobre el hombro y la fije en los años ‘40 y ‘50. Si esto de la moda es un eterno retorno: retro hippie, new romantic, Mary Quant, faldas cortas, mini-mini, Courrèges, dibujos geométricos o look Jackie Kennedy, blancos tapaditos aniñados y carteras Chanel. En materia de moda, está todo inventado, excepto las medias de nylon que no se corren, el maquillaje indeleble, los materiales invulnerables a la fatiga y al tiempo. Para ingresar a ese círculo la condición es que nada sea para siempre, lo que dura es mortal.
Si pretende ser singular, entonces, el universo fashion debe recurrir a algo exterior a él: debe tomar prestado el plus. Y no es al cine al que se le hace el mangazo. La pantalla es un lugar común. Por lo tanto, los objetos (¿la ropa lo es?) de esta producción de El País van a ganarse el cielo con la indicación de que quien los use, como en los cuentos de hadas, andará por el mundo A la Manera de Boris Vian. La sospecha de que el probable consumidor de tanta elegancia coagulada sea un handicapé intelectual ha forzado a incluir una nota biográfica sobre el tal Boris Vian, el escritor, actor, músico, cantautor francés que veneraron muchos jóvenes sesentistas. Entre ellos, una servidora, que miró y remiró Las Relaciones Peligrosas hasta descubrirlo recostado contra una chimenea (¿o era una pared?), mientras Gérard Philippe se robaba la película.
Eran épocas en que se escuchaba “El Desertor”, el tema antibélico que había escrito y también cantaba; los más refinados aprendían de memoria las canciones de Mouloudji (“Soy snob, soy snob / todos mis amigos lo son / son snobs y está bueno”), de Jacques Brel y de Brassens. Pero Vian era más en aquello que ya era mucho, por Escupiré sobre sus Tumbas, la novela que escribió con el seudónimo de Vernon Sullivan, por La Espuma de los Días y El Otoño en Pekín (que hoy habría que llamar Beijing, supongo), por sus notas sobre jazz. Vian era patafísico, un colectivo selecto y restringido, con la espiral y el cinocéfalo papión como emblemas, devoto del doctor Faustroll y su balsa agujereada, vasallo del Rey Ubu. Jarry y Marcel Duchamp, con El Desnudo Bajando la Escalera y sus inventos (el metro de azar, el criadero de tierra), supervisaban desde el más allá la ortodoxia de esa ciencia de lo particular, de las leyes que rigen los fenómenos irrepetibles.
En Buenos Aires, algunos personajes admirables difundían la doctrina: Julio Cortázar hablaba de ella en Rayuela; a su vez, Esteban Fassio inventaba una máquina para leer Rayuela. La máquina contenía un botón que, al accionarse, destruía la máquina y el libro; el periodista Enrique Alonso, miembro del Colegio de Patafísica, tenía enmarcada la corbata que le habían cortado en la ceremonia iniciática. Otro patafísico, cuyo nombre me es imposible recordar, nos recibió una tarde de los ‘60 a Adolfo Aristarain y a mí en su pequeño departamento del bajo. Ahí, entre espirales, nos miraba con sus ojos de vidrio un cinocéfalo papión embalsamado. En aquella atmósfera, cómo no amar a Vian. Pero Vian tenía un corazón frágil y, como ocurriría con Gérard Philippe, había muerto pronto, tal vez la noche del estreno de una de sus obras. Igual, no se había privado: estaba resuelto a vivir como si nada, “hasta que las bielas perforen el carter”.
Cuánto tiempo hemos perdido creyendo que Vian, el patafísico, era también irrepetible. Tenía que venir la moda a enseñarnos que es una cuestión de “estilo”, que Vian está ahí, al alcance de la mano de cualquier tilingo que se ponga unos pantalones a rayas de Armando Biassi o enfunde los cojones en un boxer de Calvin Klein. A la nota de El País sólo le faltó un subtítulo: volveré y seré zapatos.