› Por José Pablo Feinmann
Don Pedro de Mendoza, amigo de Carlos V, primer adelantado del Río de la Plata, que pasará a la posteridad como el protagonista de la Primera Fundación de Buenos Aires, se encuentra enfermo, recluido en su tienda, alejado de sus soldados, solo e inexplicable. ¿Por qué este hombre, que gozaba de gran fortuna en la metrópoli española, rico hijo de ricos, que a su vez lo eran de otros ricos, ya que era un linaje destellante, opulento, el de esa familia, se ha lanzado hacia las Indias como tantos desesperados que atiborran, que hartan los barcos que salen de España en busca, menos que de aventuras, de riquezas, de sueños de abundancia, alimentados por leyendas que, como todas ellas, nadie ha comprobado? Las leyendas, cuando sus promesas palpitantes son el oro o las piedras preciosas, colman el espíritu de la codicia que empuja a los más afiebrados avatares, a los viajes desmedidos, inciertos, a la demencia de jugar la propia vida o apoderarse de la de los otros. Pero Don Pedro de Mendoza nada tenía que ver con este tipo de hombres, a quienes, además de necesitar, desdeñaría sin duda posible. Su viaje a las Indias, posibilitado por Carlos V, a quien más que probablemente se lo habría solicitado, obedecía a otros motivos. Tenía sífilis. Se dice que la contrajo en Nápoles. Se dice que luego leyó un libro que le dibujó su destino: Syphilos. Se dice que el autor era un galeno de nombre Hyéronimus Frascátor. Este hombre (mintiendo) gustaba informar que el mal provenía de las Indias, que ahí estaba su remoto origen y que, también ahí, su curación. Había en la región de Chaco un árbol con el nombre de guayacán, de cuya corteza se extraía el líquido rojizo que curaba a los que padecían ese mal infamante, ese mal que apestaba a sexo vil, a casas de mala fama, a mujeres de mala vida. O a conquistas salvajes, a exterminio de pueblos enteros, a hombres degollados y a mujeres violadas primero y ahorcadas después. En una de esas orgías de sangre y fuego, de festejos báquicos y sexo infamante e incontenible habría sido Don Pedro aprisionado por el mal para cuya sanación viajó a las Indias.
Ahora Pedro de Mendoza agoniza en una fortaleza escuálida, rodeado por hombres muertos de hambre que ya han empezado a comerse entre ellos. Ulrico Schmidl, un viajero alemán, soldado y cronista, es el que narra, en su libro Viaje a España y las Indias, la tragedia de la expedición de Mendoza: “La gente no tenía qué comer y se moría de hambre y padecía gran escasez, al extremo de que los caballos no daban servicio. Fue tal la pena y el desastre del hambre, que no bastaron ratones, ni ratas ni víboras ni otras sabandijas; también los zapatos y cueros, todo tuvo que ser comido” (Ulrico Schmidl, Viaje a España y las Indias, Longseller, Buenos Aires, 2007, p. 38). Schmidl, luego, narra en pocas líneas una historia antropofágica que habrá de ser retomada por Manuel Mujica Lainez en el primer cuento de su libro Misteriosa Buenos Aires: “El hambre”. Se lee en Schmidl: “Sucedió que tres españoles habían hurtado un caballo y se lo comieron a escondidas; y esto se supo; así se los prendió y se les dio tormento para que confesaran el hecho. Entonces fue pronunciada la sentencia que a los tres susodichos españoles se los condenara y ajusticiara y se los colgara en una horca. Así se cumplió esto y se los colgó en una horca. No bien se los había ajusticiado, y cada cual se fue a su casa y se hizo noche, aconteció en la misma noche por medio de otros españoles que ellos cortaron los muslos y otros pedazos de los cuerpos, los llevaron a su alojamiento y allí los comieron. También ha ocurrido entonces que un español se comió a su hermano que estaba muerto. Esto sucedió en el año de 1535 en nuestro día de Corpus Christi en la antedicha ciudad de Buenos Aires” (Schmidl, Ibíd., p. 38/39).
Don Pedro no fundó una ciudad, sólo instaló una fortaleza para protegerse de los indios querandíes, que, en un inicio lo recibieron bien pero luego descubrieron que los propósitos de estos extraños visitantes eran la búsqueda de oro y riquezas y no más que eso. Ahí empezaron las hostilidades. Moctezuma se equivocó al creer que enviándole riquezas a Hernán Cortés lograría que éste se fuera de México. No bien Cortés vio tanto oro y tanta plata decidió quedarse hasta hacer suyas esas maravillas del mundo que creía haber descubierto. Fue sincero. Dijo: “Los españoles somos afligidos por una enfermedad del corazón que sólo el oro puede remediar”. Les dijo a los embajadores de Moctezuma que quería tener el honor de conocerlo. Ahí, en el palacio de Tenochtitlán, donde residía. A su lado, ya marchaba la concubina que le habían ofrecido, la Malinche. Ella hablaba maya y náhuatl, que era el lenguaje de los aztecas. En seguida aprendió el español de Cortés. Así aparece la mujer en los orígenes del México español, como la traidora, la que vende a los suyos, la concubina del conquistador. (Acaso algo de los femicidios que sacuden hoy a los mexicanos se encuentre en ese despegue sombrío de lo femenino en su agitada historia.) Cortés se interna con sólo unos centenares de hombres y con la mujer que le hace de intérprete y sofoca sus ansias sexuales, en un territorio que desborda habitantes desde tiempos venerables. Una nación con más de siete millones de habitantes (Ver: Alan Riding, Vecinos distantes, Un retrato de los mexicanos, Joaquín Moritz-Planeta, México, 1986. El título del libro de Riding se basa en la célebre frase que describe la relación entre México y Estados Unidos: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerquita de los Estados Unidos”.)
Volvemos a Schmidl. Las riñas entre españoles y querandíes fueron duras. El cronista alemán es minucioso y acaso haya buscado exhibir los padecimientos de los hombres de Don Pedro. Sin embargo, por las cifras, es sencillo advertir que los querandíes llevaron la peor parte: “Y cuando nosotros quisimos atacarlos se defendieron ellos de tal manera que ese día tuvimos que hacer bastante con ellos; mataron a nuestro capitán Don Diego de Mendoza (hermano de Don Pedro, JPF) y junto con él a diez hidalgos de a caballo, también mataron alrededor de veinte infantes nuestros y por el lado de los indios sucumbieron alrededor de mil hombres; más bien más que menos; y se han defendido muy valientemente contra nosotros, como bien lo hemos experimentado” (Ibíd., p. 36). Las cifras de Schmidl hablan claramente. Los españoles habrían perdido veintisiete hombres. Los querandíes, pese a su valentía, más de mil. La conquista de Suramérica se basa en la técnica. Si el despliegue del hombre de la técnica tiene su nacimiento subjetivo con Descartes (seguimos al Heidegger de La época de la imagen del mundo), el fáctico es la conquista de Suramérica. Colón, Cortés, Pizarro triunfaron porque eran expresión de una etapa superior del desarrollo de la técnica. Más la sed de expansionismo, la codicia y la voluntad de poder que alimentaron al capitalismo desde sus inicios, desde el saqueo de las Indias que culminó en la Revolución Industrial luego de haber perpetrado “el mayor genocidio de la historia humana” (Tzvetan Todorov, La conquista de América, El problema del otro, Siglo XXI, Buenos Aires, 2003, p. 15).
Sin embargo, Don Pedro y los suyos no atraparon la dicha que el nuevo territorio parecía ofrecer fácilmente. Nada de eso. Padecían ahora el cerco de los querandíes, escuchaban sus jadeos, olían su inminencia en esa fortaleza donde estaban refugiados, temerosos y hambrientos, cada día era una pesadilla que se sumaba a la del anterior. Cierto día, Don Pedro ordena colgar a tres ladrones. Ahí están ahora, penden como sacos de estiércol, sombríos contra la luna. Dos hermanos, uno de ellos de nombre Baitos y el otro que lleva un hermoso anillo que su madre le regalara y es el único orgullo que le queda, deciden comerse a los ahorcados. Los buscan, intentan descolgarlos y se arma una pelea feroz con otros hambrientos, una horrible trifulca entre las sombras, donde nada se distingue, nada es claro, sólo el hambre. Baitos corta un brazo. Huye y se lo come en su tienda. Muerde el anillo, el de su hermano, el que la madre de ambos le diera. Así lo narra Mujica Lainez: “Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano (...) El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más” (Manuel Mujica Lainez, Misteriosa Buenos Aires, Ediciones Folio, Buenos Aires, 2004, p. 15).
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