› Por Guillermo Saccomanno
No es un nene, es una nena. Pero parece un nene. Debe tener unos diez años. Sí, al verlos por primera vez dudamos en saber si era nene o nena, la confusión se debió a que usa vaqueros y está totalmente pelada. Además, lleva un barbijo que le oculta el rostro desde la nariz hasta el mentón. Que es una nena lo sabremos después, cuando empiezan a venir al restaurante de la vuelta, y entonces cambiamos unas palabras. Acá venimos unos cuantos del edificio. Armando, el poeta, es un infalible. Después de dar taller, trae a los alumnos y le dan al tinto. Otro al que se lo ve seguido es a Malbrán, el jubilado del poder judicial, con su veterana, siempre la misma. También vienen a veces Luciano y Javier, la parejita. Y no falta la Rizutti, la escenógrafa, con sus amigas. Casi todos nos saludamos, excepto los que se limitan a un cabeceo, levantar una mano, un gesto apenas, y es todo. Tardamos en darnos cuenta que ellos, el padre y la nena, paran en el edificio. Vicente, el encargado, como siempre, desde el inicio, estuvo al tanto de su llegada. Paran en uno de los departamentos de un ambiente, esos que se alquilan transitorios. Después dedujimos que Vicente le debió haber recomendado al hombre este boliche.
Callada, la nena nos mira desde abajo. El padre también es un callado. No conversamos casi. Es que uno no sabe de qué hablar, qué decir. Al principio, la primera noche, nos parecieron hermanos. El padre viste una campera igual a la de la nena, también vaqueros y calzado deportivo. No es el único parecido que tienen. El padre también es pelado. Pero su pelada es distinta: no brilla como la pelada de la nena. La principal diferencia entre los dos no es la edad. Es la leucemia.
La nena y el padre se sientan a la barra. El padre pide una buena sopa para la nena y para él un bife con ensalada. Agua para la nena. Cerveza para él. Le quita el barbijo a la nena. La nena nos mira. Y nosotros le sonreímos. Nuestras sonrisas dan pena. El padre nos mira y, con una mueca que no llega a sonrisa, cabecea agradecido. La nena asiente. Después hablan entre ellos en voz baja.
Más tarde nos enteramos que vienen de una provincia del sur. El padre está en buena posición. Y es el que trae a la nena para su tratamiento en la capital. A la madre la vemos dos o tres veces, no más. Una mujer joven, menos que él, bien puesta. Pero indiferente. No es como el padre que ayuda a la nena a tomar la sopa: las cucharadas suben despacio hacia su boca. La nena se niega a tomarla. Pero el padre, acariciándole la pelada, la convence. Hay que ver la paciencia que le tiene. La pelada la hace parecer más cabezona, mayor también. A la madre, esas veces que vino, no la vimos tan dedicada. Todo el tiempo con el celular. Aunque vaya uno a saber si la nena es su hija. Podría ser que no.
La pregunta que nos hacemos es si la nena vivirá. Mientras la nena y el padre, una vez al mes, vengan, pensamos, habrá esperanza. También puede pasar que no vuelvan porque la nena se ha curado. Pero no lo sabremos, porque de no haber cura, en este caso, tampoco volverán. En cualquiera de estas dos posibilidades no sabremos el final, si es que hay uno. Lo único que sabemos es que esta noche, como cada noche que vienen y se ubican en la barra, se nos va el hambre. Cada uno de nosotros tiene su propio drama. Y bastante lo sobrellevamos. Pero la nena y el padre, pensamos, superan cualquiera de nuestras tragedias personales. Nos sentimos egoístas pero es inevitable pensarlo: nos alegra no tener una historia así. A veces, cuando asomamos al restaurante, al verlos, retrocedemos y esperamos que se hayan ido para entrar. Si cuando vienen al restaurante ya estamos en la barra, apuramos la comida, pedimos el café y la cuenta. Eso sí, antes de retirarnos, los despedimos con un guiño amistoso.
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