› Por Hugo Soriani
Llego al bar temprano, recién son las siete de la mañana y quiero tomar mi cortado antes de ir a correr un rato. Pero no hay quien me atienda. Osvaldo, el mozo, está terminando de lavar la vereda. Cuando me ve sentado a mi mesa de siempre, al lado de la ventana, se apura a tirar los últimos baldazos y entra. No está del mejor humor, se le nota en la cara, pero igual viene rápido. Ni siquiera alcanzo a pedirle el desayuno, tiene bronca y necesita descargarse:
–¿Qué le pasó, se cayó de la cama o lo echó la bruja?
Ve mi ropa deportiva y arremete.
–No me diga que usted también entró en esa variante de entrenar para las maratones, ¿no? “Runin”, como le dicen ahora... Mi nuera hace rato que entrena, y el Beto, mi pibe, atrás de ella. Pensaba en ellos mientras baldeaba la vereda, que cada vez está más llena de cagadas de perros. En este barrio la van de “finolis”, y me retan si en la mesa en que se sientan encuentran alguna miga. Diga que yo no les doy bola; es más, si veo alguna miga antes que ellos, la agarro con dos dedos, se las muestro y les digo “les presento una miga”, y se mueren de risa. Pero volviendo, cada vez hay más caca de perro en las veredas. Ojo usted que anda corriendo, porque si la pisa después es un lío limpiar las zapatillas. Hay que darle con una aguja o con un cuchillo en las líneas de la suela, y siempre algo le va a quedar. Olga, mi señora, no sabe cómo rezonga con eso.
–Y claro, cómo no va a rezongar, es, justamente, un trabajo de mierda –le digo con la esperanza de que el chiste malo le baje el enojo.
–Ahora todo el mundo quiere una mascota –sigue sin tomar nota–, pero no quieren levantar la caca y meterla en una bolsita, como hacen en Europa. Allá sí que no es joda, si no lo hacen los multan y hay que garpar. Si acá hicieran lo mismo iba a ver cómo las veredas estarían relucientes, porque los chetos de este barrio prefieren tocar caca a poner la mano en el bolsillo, ya ni propina me dejan.
–Bueno no es para tanto –lo consuelo–, yo veo cada vez más vecinos con la bolsita, ya se van a acostumbrar...
Pero no hay forma de pararlo, Osvaldo encontró el tema y no admite pausa.
–No, no, con las mascotas yo no la voy, y por suerte mi mujer tampoco. El Beto, de chico, se moría por tener un perrito, y nosotros, que siempre le dimos todos los gustos, en esa no aflojamos. Por eso se desquita ahora que Luciana, su pareja, es “bichera” igual que él. Hasta estudió Veterinaria un par de años antes de cambiar por Historia.
Osvaldo no da respiro, y yo empiezo a sufrir porque veo naufragar mi “running”, pero no encuentro la manera de levantarme sin que se ofenda.
–La cuestión es que ahora, en su casa de Lanús, el Beto se sacó las ganas, tienen dos perros y un conejo. ¿Y sabe lo que le regaló Luciana para el cumpleaños?
–No, no, ni idea, ¿qué le regaló? –le pregunto, sabiendo que lo que más le gusta al mozo es prolongar el silencio para generar misterio.
–Un hurón, le regaló. ¡Un hurón!
–Qué bueno –le digo–, son hermosos los hurones, leí que son cariñosos, muy domésticos, y además están de moda.
–No, no, ni me hable, pobre Beto, él se calla la boca pero yo que lo conozco sé que todavía debe estar sufriendo.
–¿Se le murió ?
–Peor, si tiene dos minutos le cuento.
No los tengo, me quiero ir a correr, pero la curiosidad me gana y tengo que saber qué le pasó al hurón. “Dele, dele”, lo apuro.
–El hurón es un bicho juguetón y mansito. Era macho, así que si conseguían una hembra, hasta podían aparearlos y tener cría, venderlos y hacerse unos manguitos. Esos bichos valen más de dos lucas, y como usted dice, están de moda. Mi pibe y Luciana hasta lo metían en la cama con ellos, porque a los hurones hay que tenerlos sueltos, es como tener un gatito.
–Sí –le digo para apurarlo–, ya leí cómo son en algún lado, vaya al punto porque quiero ir a correr y se me está haciendo tarde.
–Tranqui, tranqui –me dice Osvaldo sin darse por enterado–. Hasta ahí todo fenómeno, pero se acuerda que le conté que el Beto labura en un taller mecánico cerca de su casa, allá en Lanús, ¿no? Bueno, el taller estaba lleno de ratas. Una plaga. Les pusieron tramperas, veneno, fumigaron y no había caso, cada vez que a la mañana subían las cortinas se las veía rajar para todos lados. Y además dejaban el taller lleno de caca, como los perros con las veredas, un asco. Entonces al Beto, que es re buen pibe, y además se quería lucir con el animalito, se le ocurrió la maldita idea. Le dijo al trompa que él tenía un hurón, que los hurones son especialistas en cazar ratas, y que de solo verlo los bichos desaparecen en segundos y se mudan a otro lado. Don Roberto, el dueño del taller, agarró viaje corriendo. Luciana no quería, pero al final mi pibe la convenció. No le daban de comer durante el día, así estaba hambriento, y todas las noches lo dejaban suelto adentro del taller para que se morfara las ratas. Así una semana, dos, tres, pero no pasaba nada. Las ratas seguían ahí. Todo el mundo extrañado y al Beto lo empezaron a cargar con que ese hurón era un inútil. La jodita le dolía, así que le planteó al dueño que le diera la llave del taller para ir a la noche y ver en vivo lo qué estaba pasando. A don Roberto la idea no le gustó, porque es desconfiado y no le da la llave a nadie. Ni al Beto, que es cuervo igual que él y al que conoce de chico, porque era nuestro vecino en Boedo. Pero como estaba podrido de las ratas le dijo que sí y se ofreció a acompañarlo. Así que una noche fueron juntos, con dos linternas para no tener que prender ninguna luz que las ahuyentara. El tema era ver si el hurón se dormía y por eso no las cazaba. El Beto, además, sospechaba que la Luciana durante el día le daba de comer a escondidas, y que entonces Fredo, que así se llama el hurón porque al bicho le gustaban los helados, llegaba a la noche sin hambre. Ojalá hubiera sido eso.
Y otra vez el mozo hace silencio porque nota que consiguió lo que quería, tenerme en vilo.
–¿Y qué era lo que pasaba? ¿Descubrieron algo?
–Claro que descubrieron, claro que descubrieron. Entraron al taller por otra puerta para no tener que hacer ruido levantando la cortina y prendieron las linternas. Algunas ratitas rajaron, pero de adentro de la fosa venían ruidos y algunos aullidos agudos y cortitos, así que se asomaron y con las dos linternas barrieron el pozo hasta encontrarlos. Allí estaba el hurón, feliz el hijo de puta, con una rata encima, grande como un gato, ¡que se lo estaba re culeando! Dale que dale a la matraca. Tan bien la estaban pasando que no se avivaron de nada. El Beto dice que parecía el escenario de un cabaruti, con los rayos de luz que los enfocaban, al mejor estilo de un show porno. Pobre Beto, qué vergüenza, encima el trompa sacó el celular y les hizo un videíto. Para separarlos hubo que pegarle un palazo a la rata y el hurón salió corriendo detrás de ella. Casi que lloraba de amor, dice mi pibe que, buenazo como siempre, dejó a Fredo en el taller porque pensó que la pasaría mejor que en su casa. Justo el Beto, que tiene más huevos que Ortigoza...
Me paro para irme, todavía estoy a tiempo de correr media horita, pero Osvaldo me detiene.
–Cómo, ¿ya se va?, antes tiene que ver el videíto –me dice, mientras va sacando el celular del bolsillo con su primera sonrisa de la mañana.
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