CONTRATAPA
Concilios
› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Lo dijeron tanto J.R.R. Tolkien como Peter Jackson: a la hora de ponerse a escribir o filmar El señor de los anillos no hubo parte más compleja que aquella donde –en La comunidad del anillo, en la primera parte del asunto– tiene lugar el Concilio de Elrond. Ese largo capítulo&secuencia donde todas las tribus y razas benéficas de la Tierra Media se reúnen para deliberar cómo se reparte la torta, quién se encarga de hacer el trabajo sucio, a quién le va a tocar bailar con la más fea y –por supuesto– a quién le van a echar la culpa si la cosa sale mal. Las costumbres de la realidad –en Bagdad o en Bruselas– no son muy diferentes salvo que, se sabe, por lo general resultan mucho menos épicas y peor escritas y todavía peor filmadas. Y tal vez el cielo o el infierno sean más o menos así: gente conversando por toda la eternidad, hundida hasta la cintura en nubes o en llamas, da igual.
DOS Vivimos en la Era del Concilio. Será un reflejo de los tiempos milenaristas que nos han tocado: la compulsión de sentarse a sacar conclusiones acerca de lo sucedido para así poder empezar a sacar cuentas de lo que vendrá. Alcanza con sintonizar el noticiero amigo: innumerables vistas de personas y personajes sentadas alrededor de mesas circulares y rectangulares y cuadradas o alfabéticamente ordenados en gradas ascendentes o descendentes según el sitio que toque. Gente conversando a puertas cerradas con un par de minutos abiertos para que los filmen las cámaras y dejen constancia de que toda esa gente que vive de nuestros impuestos está haciendo algo importante. Llegado este punto, claro, se puede optar por dos caminos. La óptica cínica (pensar que todas esas personas traducidas simultáneamente protagonizan un espejismo de febril actividad inmersas en el vacío absoluto de nuestra ingenuidad) o la opción paranoide (allí, en la dimensión crepuscular de salas de reunión high-tech tan parecidas a la de aquella película de Stanley Kubrick con bombas atómicas al final, se escribe en mármol y acero la historia secreta y verdadera del planeta, lo que nunca sabremos, lo que jamás llegará a las primeras planas de nuestra vida y, sí, todos esos tipos conocen el domicilio en un condo de Miami donde vive el ahora inofensivo viejito que hace cuarenta años mató a JFK). Cabe suponer –como suele ocurrir o como nos gusta pensar que sucede– que la verdad está en una variante intermedia: ahí se hace algo, se oculta bastante, y nadie sabe quién mató a JFK porque a nadie le interesa demasiado saberlo.
TRES Escribo esto arrullado por el rumor entre insomne y adormilado de todos esos concilios que han tenido lugar durante estos días. Esa estática negra y ese ruido blanco y blablablá que nos cubren como una ola de electricidad y nos hunden en un mar de palabras y –si hay suerte– nos permitirá llegar, náufragos y agotados, a las playas de una isla unipalmeral donde nos espera un aborigen que no dejará de hablarnos sobre las conclusiones alcanzadas en la última reunión de los caciques: decidir si permiten o no que King Kong vuelva a viajar a Nueva York y –a falta de World Trade Center– vuelva a trepar al menos riesgoso Empire State. Lo dicho: son tiempos difíciles en los que en el puente de Avignon todos hablan, todos hablan, y uno los escucha y, desesperado, le grita al televisor que se calle, que calle a todos esos tipos que entran en salones herméticos caminando sobre alfombras rojas, saludando con la manito, haciendo chistes, regalándose cómplices palmaditas en la espalda, soñando con llevarse ese Oscar al Mejor Conciliador que es el Premio Nobel de la Paz.
CUATRO Y supongo que todos estos concilios tienen una razón de ser, una excusa válida para su existencia. Pero son tiempos difíciles (siempre lo fueron cuando se trata de estas cosas; o acaso alguien puede olvidar el adolescente escalofrío que experimentaba cada vez que sus padres decían “Tenemos que hablar” y, a continuación, nos comunicaban el delirio absoluto de algo que a ellos les parecía perfecta e incontestablemente lógico) y, desde que el almanaque decidió cambiar el 1 por el 2 al principio del año, lo cierto es que todo ha sido puras habladurías. Años orales de vez en cuando interrumpidos en su discurso por las fechas en rojo de esas festivas ocasiones en las que, como lo dice la conocida expresión, “hablan las armas”. Y el problema es que las armas no hablan. Las armas gritan.
CINCO Dije que escribo esto mientras otros se reúnen a hablar. Escribo esto mientras Bush hace pública la lista de los que se van a quedar sin bailar a la hora de los contratos por la reconstrucción de Irak. Escribo esto mientras se reúnen para formar un gobierno de izquierdas en Catalunia del que saldrá un nuevo estatuto (que ya es considerado anticonstitucional por el PP) y El País del pasado domingo ofrece a sus lectores –por si se quedaron con ganas de más– un “cuaderno de bitácora de la negociación”. Escribo esto mientras varios se reúnen para acordar qué hacen con Saddam y otros varios salen a las calles a festejar disparando al aire. Escribo esto mientras ha fracasado la Cumbre de Bruselas a la hora de pautar el manual de instrucciones –la cada vez más utópica constitución continental– para el reparto de poderes en la futura Unión Europea de los 25. Escribo esto mientras el desopilante Silvio Berlusconi –presidente de turno de la Unión Europea– se lamenta con un “Me falló la fantasía” pero, enseguida, cuenta otros de sus ya proverbiales chistes para levantar el ánimo de la concurrencia que ya empieza a cerrar maletines y a salir corriendo hacia los aviones y hasta la próxima, ya te aviso dónde nos juntamos en unos meses, dónde hacemos el próximo concilio. El verbo es reconciliar. Un re delante de reconciliar. Un re que –en alguna de las varias acepciones que le otorga el Diccionario de la Real Academia Española– significa “repetición”, “recargar”, “oposición” o “resistencia” y, ah, “movimiento hacia atrás”.
Escribo esto mientras comienzan los concilios para dirimir con quién se van a pasar las malditas fiestas y después de soñar toda la noche con ovejas que se negaban a saltar la cerca porque –me informaron mirando y declarando a la cámara y a los micrófonos de mi inconsciente– les resultaba más interesante y productivo sentarse a conversar y a balar entre ellas.