› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO. La noticia comenzó a despuntar el pasado octubre y amaneció del todo este enero: El abrazo, cuadro de Juan Genovés (Valencia, 1930) que languidecía en las bóvedas del Museo Reina Sofía, había sido solicitado por el Congreso para colgarlo y exhibirlo “en un lugar destacado de la Cámara baja” porque “era una vergüenza para la democracia que estuviese encerrado en un sótano como símbolo de una segunda clandestinidad”. Genovés había pintado el cuadro (151 x 201, acrílico sobre lienzo) en 1976 y, desde entonces, se lo mira y entiende como símbolo pictórico de La Transición Que No Cesa. El título original era Amnistía, se lo inspiró la salida de los chavales de un colegio cercano a su estudio (ese colgarse de hombros, esa felicidad compañeril, ese “alboroto más absoluto, en el que pasaban a abrazarse y a formar grupos que me parecieron bellísimos”) y a su vez inspiró esa escultura en la glorieta madrileña de Antón Martín que homenajea a los abogados asesinados en el atentado de Atocha de 1977. También, se utilizó para unos volantes censurados –Genovés pasó una semana entre rejas– pidiendo la liberación de presos políticos de la Junta Democrática. Como se ve, materia altamente simbólico-histórica. Y a Rodríguez esa imagen siempre le pareció tan de un momento, tan allí y entonces, ideal para portada de alguno de esos discos de cantautores ibéricos musicalizando poemas que se cantaban por las calles de entonces. Y el museo en cuestión dio su ok “por tres años renovables” y Genovés –alguna vez militante del Partido Comunista Español hasta que “se burocratizó y pasó a ser uno más”– muy contento. Y los que por estos días acuden allí a pactar y conjurar y conspirar, también. Felices de sacarse foto en el vestíbulo y a los pies de esas figuras de color sepia (que es el color de la memoria), junto a las fotos del rey y de la reina (ver su cariñoso mensajito del “compi-yogui”) y de los presidentes de la mítica y siempre invocada Segunda República. Afuera, ya se sabe, están las estatuas de esos leones que no se sabe si es que no tienen dientes o que están pensando a quién se van a comer crudo.
DOS. Mientras tanto y hasta entonces, continúa el show de las marmotas con un Reypublicano que, acaso agotado de tanto roedor, ha dado un paso al costado y a ver qué pasa: Rajoy (PP) apoltronado en su presidencia “en funciones” y encomendándose a la entropía ajena, Sánchez (PSOE) que no deja de repetir lo mismo una y otra vez, Iglesias (Podemos) haciendo bromitas con que su ahora revuelto partido es “la fábrica del amor”, Rivera (Cs’) como servicial y astuto boy-scout subiendo en los sondeos. Y esa nueva estrella y favorito de Rodríguez por todas las razones incorrectas que es Gabriel Rufián (ERC): el ágil y ascendente y parsimonioso joven catalán de raíces andaluzas, ex vendedor de El Corte Inglés al que le gusta presentarse como “el poeta del olivo” y XMen aforístico-paulocohelioano y enemigo de “una gente que dice que si Cataluña se independiza se convertirá en una república medieval que vagaría por el espacio sideral”. De Rufián –¡qué apellido para político!– Sergi Pàmies escribió en La Vanguardia que “tiene una cursilería low cost con toques de confucianismo de bazar que, si el espectador supera los primeros segundos de vergüenza ajena, puede degenerar en ternura. Hay que aplaudir el humor de los ingenieros que le diseñaron los terminales del habla. Le proporcionaron un talento compulsivo para recitar poemas voluntariamente trascendentes e involuntariamente autoparódicos. Unos poemas que alternan las parábolas agnósticas y un lirismo que, siendo indulgentes, deberíamos situar entre Miguel Hernández y Melendi”. Y por encima de todos ellos, Patxi López, presidente del Congreso, con atropellado fraseo y amplia gestualidad cada vez más parecida a la del standup comedian de late show televisivo Andreu Buenafuente. Y las editoriales de los periódicos diagnostican que “la clase política ha perdido su capacidad transformadora”. Y –como dijo uno de estos desclasados con cara de piedra y ceño fruncido, tan trascendente y en su papel– ahora vienen días de “hablar de lo que nos gusta más, de lo que nos gusta menos”.
Ah.
TRES. Ahí está El abrazo, a la vista de todos. Un poco como fantasma dickensiano no de navidades sino de elecciones pasadas y presentes y futuras. Recordándoles a los inútiles e inexpertos titánicos al timón pero no al mando (no lo dice Rodríguez sino los corresponsales extranjeros que asisten pasmados a este sainete) de qué va la cosa y quiénes son los icebergs del asunto: los que los votan luego de pensar con más o menos cuidado a quién van a votar para luego derretirse con ese modelo de democracia parlamentaria donde –en nombre de la composición de grupos y todo eso– los políticos deciden a quién le entregan o no el voto que recibieron. Rodríguez no sueña con una república española (porque visto lo que se ve seguro que saldría algo más parecido a republiqueta de Tintín que al modelo franco-germánico), pero se conformaría con una democracia presidencial en la que estos problemas se solucionasen con una segunda vuelta y listo. Porque la cosa no está clara. Y de pintarse un retrato del ambiguo e inconsistente y poco claro y aclarador artículo 99.4 de la Constitución sería algo así como uno de esos relojes blandos de Dalí. Algo que se estira y se derrite y no se sabe muy bien qué hora da. “No hay precedentes ni instrucciones claras”, se estremecen los constitucionalistas entrevistados una y otra vez en los noticieros de mañana y noche. A Rodríguez, como pronto, se le ocurren obvias innovaciones y retoques. Por ejemplo: que el que se negó a formar gobierno y que el que no pudo formarlo no puedan volver a presentarse como candidatos; o que los pactos que no funcionaron se despacten; o que los plazos para no llegar a ninguna parte no sean tan largos; o que ya que hay Rey, que el Rey reine de algún modo. O que, al menos, se prohíba por ley a los políticos intercambiar tweets y whatsapps, ¿sí?
Por el momento, ya vuelve Bruce Springsteen a los estadios de su reino, ya estaremos otra vez con las angustias de las cofradías de que les llueva en Semana Santa, sube en las encuestas la corrupción como angustia para los españoles (a los que, en ellas, nada le interesa menos que todo eso de la crisis europea de la inmigración), y en el horizonte se teme y se tiembla el fin del Acuerdo de Schengen y el adiós a la libre circulación europea y el hola al Muro de Turquía. Y Rodríguez mira a El abrazo y se concentra especialmente en esa figura a la izquierda del cuadro, esa mujer yendo hacia el vacío blanco y no parece encontrar a nadie a quien abrazar pero, aún así, avanza con los brazos abiertos. No deja de ser una figura emocionante y esperanzadora y hold me, love me (R.I.P. George Martin). Pero hay días como éste –en los que Rodríguez se levanta con dos pies izquierdos y la sonrisa retorcida– que El abrazo le parece nada más y nada menos que la imagen perfecta para la promoción de la última temporada de The Walking Dead.
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