Viernes, 18 de marzo de 2016 | Hoy
Por Juan Forn
Aunque en nuestro idioma la han hecho esdrújula, los italianos pronuncian Ravenna con acento en la e y prolongan la ene como si quisieran quedarse a vivir en esa sílaba. Todos los turistas que llegan a Ravenna quieren irse antes de que esa doble ene se les extinga en los labios: han venido para ver la tumba de Dante y los famosos mosaicos de los tiempos romanos, pero se topan con el calor y el polvo y maldicen el momento en que se les ocurrió malgastar ahí un día que bien podrían haber usado para quedarse en Venecia o seguir hasta Rímini y ver como dios manda el turquesa del Adriático. Me explico: Ravenna estaba junto al mar, fue construida sobre pilotes, como Venecia, era famosa por sus aguas cristalinas, pero las tierras se fueron anegando a causa de los ríos que desembocaban ahí hasta volverlas pantanos, y el mar se fue retirando espantado casi ocho kilómetros hacia el este.
A los romanos, esas ciénagas les servían para frenar a los bárbaros, y de hecho, cuando Roma peligró, trasladaron hasta allá la capital imperial, pero la idea no prendió: Roma era Roma, y a falta de Roma estaba Bizancio; Ravenna tenía muchos mosquitos. La ciudad sólo capitalizó de su breve esplendor los formidables mosaicos que dejó Honorio, el emperador responsable de aquel traslado de la capital. Son únicos en el mundo, esos mosaicos. Hay unos en particular, en el mausoleo que hizo construir Honorio para su hermana Gala Placidia, que tanto había padecido en vida: secuestrada por los visigodos de Alarico, Placidia se enamoró mal de aquel bárbaro, pero su hermano tuvo la mala idea de pagar el rescate y la recuperó, para casarla a continuación con sucesivos nobles y generales romanos, que iban muriendo uno a uno. No eran buenos tiempos para el Imperio, a Honorio le interesaban más sus mosaicos que la seguridad de sus súbditos. Sólo zafó de pasar a la Historia como el causante de llevar al Imperio al borde del derrumbe gracias a los espléndidos mosaicos que dejó. Lo que Honorio no le dio en vida a su pobre hermana trató de ofrendárselo en ese mausoleo, cuyas paredes y techo conforman la más cercana experiencia a la idea del cielo que nos es concebible imaginar a la raza humana, según dicen los que saben de esas cosas. Gala Placidia yace mirando ese espléndido cielo estrellado desde el año 450. Me faltaron decir dos cosas: que el famoso mausoleo parece una caja de ladrillos desde afuera, es retacón, no tiene ventanas, da un poco de asfixia entrar. La otra cosa que me faltó decir es que en la Edad Media, hartos de las inundaciones y de las pestes que causaban esos pantanos, las gentes de Ravenna armaron una red de canales que desviaron los ríos creando un amplio cinturón de tierra fértil alrededor de la ciudad. Donde caminaban los cangrejos hoy pastan burros, donde crecían algas hoy hay viñedos y rosales y olivos. Pero el calor en la ciudad no ha cambiado, las calles siguen siendo tan angostas como en el medioevo y Tatiana Tolstaya lo está pensando dos veces antes de sumarse a la fila de turistas que se apretuja para entrar en el célebre mausoleo de Galia Placidia.
Los turistas son mayormente norteamericanos y japoneses, pero Tatiana es rusa de pura cepa: bisnieta de Tolstoi, criada en la URSS, escritora desde la Perestroika en adelante, en breve verán qué clase de escritora. Tatiana está ahí, a los sesentipico, porque cincuenta años antes, desde ese mismo lugar, su padre le envió una postal del cielo de mosaico que contempla Galia Placidia adentro del mausoleo. La postal sobrevivió a dos sistemas altamente inefables en sus servicios, el correo italiano primero y el soviético después, para llegar, con las puntas machucadas y tiznada de sellos pero aún legible, hasta las manos de la quinceañera Tatiana en su departamento de Moscú: “Mi adorada hija, mira el otro lado. Nunca he visto nada más sublime en la vida. Te hace llorar. Ojalá pudieras verlo. Tu padre”.
Estamos en el año 2015, Tatiana ha podido por fin viajar hasta Ravenna y llegar hasta la puerta del mausoleo de ladrillo de Galia Placidia, pero nada es como se lo había imaginado. El padre de Tatiana ha muerto hace poco, el viaje es un rito, una despedida, o un intento maníaco de negar la muerte y mantener el contacto, negarse a la evidencia, recibir un mensaje. Porque alguna vez el padre le había prometido a su hija: “Cuando me muera, si hay algo del otro lado, te voy a avisar. Me las voy a arreglar para hacértelo saber”. Por eso está ahí Tatiana, a sus cincuentipico, amuchada entre japoneses y yanquis de tercera edad. El mausoleo por dentro es aun más chico de lo que parece desde afuera y, efectivamente, no hay ventanas, no entra luz, los turistas pisan sin escrúpulos la lápida de Galia Placidia (que resulta ser sólo una losa conmemorativa: los restos de Placidia descansan en Roma) y miran hacia arriba, al techo en penumbras.
En cada iglesia italiana hay una caja para donaciones. Casi siempre funciona así: uno deposita el óbolo (un euro) y se enciende un reflector. En este caso es indispensable, pero a Tatiana le ha tocado un contingente de pijoteros. Están todos en la penumbra sin moverse esperando que algún otro ponga el óbolo, ellos ya pagaron el pasaje de avión, el hotel, el tour, el almuerzo y la entrada. Queremos ver el cielo gratis, piensa Tatiana. Ella misma se niega a acercarse a la caja de donaciones; está harta de las avivadas de los italianos. Huele a moho, a sudor, a vejez, a desodorante bucal, a incomodidad. Así ha de ser cuando uno muere: la sala de espera para el cielo. A Tatiana le duelen los pies, tiene calor, quiere salir, pero no hay manera de abrirse paso. De pronto alguien deja caer una moneda en la caja de donaciones y el techo se ilumina de golpe y los colores, el brillo, la profundidad, dejan sin aliento a los presentes.
Dura una nada. No alcanza a empezar que ya se ha apagado de vuelta, y en la penumbra vibra un murmullo unánime de desilusión. Pero al instante se oye caer otra moneda y el cielo se ilumina de golpe. Y cuando se vuelve a apagar cae otra moneda y se vuelve a encender, y otra vez, y otra, y así es como el afortunado contingente puede apreciar en toda su dimensión la gloria de ese cielo de mosaico.
Mientras las monedas siguen cayendo y todos los presentes contemplan arrobados el techo, Tatiana mira hacia la caja de donaciones y ve una silla de ruedas, y en la silla un ciego, que tiene en la falda una lata llena de monedas, y a su lado una mujer que le va murmurando al oído lo que ve de ese cielo de mosaico, y el ciego asiente locamente con una sonrisa de oreja a oreja, y saca otra moneda de la lata y la deja caer en la caja de donaciones, hasta que la mujer frena suavemente su mano cuando va a sacar otro euro, le murmura algo al oído y se lo lleva afuera empujando la silla de ruedas. Tatiana los sigue. Cruzan la plaza hasta un puestito callejero donde la mujer saca unas monedas de la lata de su compañero y las usa para pagar un pedazo de pizza que entrega al ciego, quien procede a comerlo con gratitud y alegría y torpeza sin par, los dedos tocando la invisible comida como si estuviera leyendo su sabor, los ojos apuntando ciegamente a ese otro cielo, hecho no de mosaicos sino de nubes grises que en vano prometen lluvia.
El cuento de Tatiana se llama “El otro lado”. Por favor que alguien traduzca y publique urgente a Tatiana Tolstaya en castellano. No nos la podemos perder, sencillamente.
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