Viernes, 18 de marzo de 2016 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Eric Nepomuceno
En la mañana de ayer un juez de primera instancia de Brasilia suspendió la asunción de Lula da Silva como jefe de Gabinete del gobierno de la presidenta Dilma Rousseff. El nombre de ese portento de lucidez: Itagiba Catta Preta.
Al anochecer de ayer otro juez hizo lo mismo. El nombre de ese monumento de sensatez: Regina Formisano.
Vale la pena apuntar esos nombres. Sus acciones de ayer hacen que, por primera y única vez a lo largo de sus oscuras existencias, sean mencionados.
Itagiba, el lúcido, argumenta que Dilma Rousseff nombra Lula como ministro con el objetivo de protegerlo de otro juez de primera instancia –siempre ellos– llamado Sergio Moro. Siendo ministro, solo el Supremo Tribunal Federal puede procesar Lula y eventualmente ordenar su arresto.
Regina, la sensata, fue más directa: dijo que, al poner a Lula en las manos de la Corte Suprema del país, Dilma lo entrega a un colegiado que tiene siete de sus once integrantes nombrados por Lula.
Resumiendo: dos brillantes jueces de primera instancia informan al país entero, desde el Olimpo de su sapiencia suprema, que no se puede confiar en el Supremo Tribunal Federal.
Itagiba, el ampuloso, participó, en la víspera de suspender el nombramiento de Lula, de una manifestación golpista en Brasilia. Gritó, junto a otros alucinados, “Fuera Dilma” y “Renuncia ya”.
Ayer, luego de aparecer por primera vez en la prensa, aclaró: “Yo estaba en la marcha como ciudadano, y no como juez: haber participado no me impide de ser imparcial”.
Vamos a otro juez de primera instancia, Sergio Moro. Se trata del responsable directo por una formidable secuencia de abusos, por una fenomenal demostración de arbitrariedad cuyo resultado más visible e inmediato es la convulsión política que en los últimos dos días sacude a este pobre país.
Mencioné, en un artículo anterior, que esa bizarra criatura padece de una enfermedad bastante común entre magistrados brasileños, la hipertrofia aguda del ego. Quien la padece se cree Dios. En algunos casos, llega a sentirse profesor de Dios. Mucho me temo que Moro haya pasado a esa etapa.
Porque de no ser por esa razón, no existe explicación alguna para sus actos. A ver: aseguró, por meses, que Lula da Silva no era objeto de investigación de la Operación Lavado Rápido, que se desarrolla bajo su responsabilidad directa. Era mentira. Luego, de la noche a la mañana ordenó a la Policía Federal que Lula fuese convocado para prestar declaraciones bajo “conducción coercitiva”. Esa medida, que equivale a una detención temporaria, solo se aplica –al menos, así dice la ley– cuando el convocado trata de escabullirse o se niega a comparecer. Lula jamás se había negado a declarar, en las tres ocasiones anteriores que lo convocaron.
Por sus órdenes directas, el teléfono de Lula siguió pinchado luego de que él hubiese comparecido para declarar y su casa y otras instalaciones frecuentadas por él fuesen allanadas. Para culminar, cuando Lula fue nombrado ministro y el caso salió de sus ávidas manos, Sergio Moro difundió a la prensa el contenido de todas –todas– las grabaciones realizadas por la Policía Federal desde el día 19 de febrero.
¿Con qué base jurídica? Ninguna. La ley que permite que se espíe comunicaciones determina, clarito, que solamente las conversaciones con “valor jurídico”, o sea que contribuyan para la elucidación de conductas eventualmente delictivas, pueden ser divulgadas. Moro divulgó todo. Y más: divulgó las fotos del interior de la casa de Lula, de su instituto, de la finca donde suele pasar fines de semana. ¿Para qué? Para exponerlo a la saña de los adversarios.
Hay más: la divulgación de una llamada de la presidenta a Lula. Atención para el detalle: el teléfono pinchado era el de Lula, pero quien llamó fue Dilma Rousseff. Lo que se violó ha sido la privacidad de la mandataria. Y más: esa llamada ocurrió dos horas y 22 minutos después de Moro haber ordenado la suspensión de las grabaciones. La Policía Federal argumenta que la falla ha sido de la operadora Claro, que no desinstaló el espionaje. Aunque sea verdad, ¿cómo Sergio Moro difundió una conversación claramente obtenida después de sus órdenes para suspender las grabaciones? La grabación fue pasada rapidito a la Globo, uno de los epicentros de lo que está en marcha en Brasil, y que se llama golpe.
No es necesario mucho para constatar que se trata de un golpe jurídico-mediático, con fuerte participación de sectores de la Policía Federal. Alguien dijo alguna vez que no hay peor dictadura que la del judiciario: lo primero que se elimina es la Justicia.
No sorprende, para nada, que la gran prensa hegemónica esté a la cabeza del golpe. Tampoco es sorpresa que la Federación de Industrias del Estado de San Pablo, la Fiesp, esté alegremente involucrada: basta con recordar que, durante la más reciente dictadura militar algunos de sus más altos dirigentes asistían a secciones de tortura, para alegría de sus venas sádicas. No sorprende que la oposición, incapaz de proponer alternativas a la crisis, se sume al golpe pero en rol secundario.
Finalmente, no sorprende la conducta sórdida del Congreso, que ostenta la peor –la más desclasificada, la más descalificada– legislatura de los últimos 35 años.
Lo que sorprende es que ninguna instancia de la Justicia sea capaz de impedir que se cometan, impune y estúpidamente, semejante cantidad de arbitrariedades y abusos. Que se viole con semejante tara todos los principios más elementales del derecho.
Pobre país.
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