Jueves, 14 de abril de 2016 | Hoy
Por Verónica Torras *
La lucha contra la impunidad tiene en nuestro país una genealogía muy precisa. Está asociada al esfuerzo que por décadas realizaron los organismos de derechos humanos para mantener vigente y hacer efectiva la demanda de Juicio y Castigo a los responsables de desapariciones y ejecuciones masivas, torturas y supresión de identidad, entre otros crímenes. El Nunca Más expresa la asunción social y política de este mandato. Al mismo tiempo que condena el horror, pone un límite a su repetición futura, y es por eso que ha funcionado como cláusula de fisura entre terrorismo de Estado y democracia. Parecería imposible ignorar la cualidad intransferible de ambos preceptos teniendo en cuenta su contexto de surgimiento y la experiencia única a la que remiten, pero en los últimos días se ha hecho un uso bastardo de las expresiones “nunca más” y “lucha contra la impunidad” al que deberíamos prestar atención. La fuerza de invocación de ambos lemas ha sido puesta en juego para prestar legitimidad a otras causas, desde todo punto de vista, incomparables.
En estos más de treinta años de democracia no han sido pocas las situaciones en que la sociedad resignificó estas voces tan marcadas en torno de nuevas luchas. El propio movimiento de derechos humanos se ha reconfigurado a lo largo de su historia a partir del encuentro con otras tradiciones de resistencia y se ha convertido en bandera transversal del activismo: sindicatos, movimientos sociales, de campesinos e indígenas, organizaciones que actúan contra la violencia institucional, movimientos ambientalistas, activistas de género, entre otros, forman parte de este universo expandido. Estas nuevas fronteras se han ido gestando desde una dimensión empática que en ningún caso supone un aprovechamiento mezquino o frívolo de la historia, y menos aún su desmedro, sino por el contrario una acumulación articulada de luchas y aprendizajes.
Pero no estamos hoy frente a este mismo orden de reinscripciones, sino frente a otra matriz, que no es acumulativa sino sustractiva. Puede ser útil consignar algunos de sus precedentes. En los últimos años, se incurrió muchas veces en un uso impreciso y descontextualizado del término autoritarismo para referirse al gobierno nacional que concluyó su mandato en diciembre pasado, se intentó presentar la muerte aún no esclarecida por la justicia del fiscal Alberto Nisman como un crimen de Estado, se demandó la imprescriptibilidad de delitos que no constituyen graves violaciones a los derechos humanos y se propuso la creación de una Conadep de la corrupción. Si unimos estas puntas con la expresa vocación manifestada por este gobierno de “retomar la vigencia del Estado de derecho en Argentina” según lo informó el secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, en una audiencia sobre la ley de medios convocada recientemente por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, podemos cerrar el círculo. Para marcar este fraguado pasaje de la dictadura kirchnerista a la democracia macrista es necesario un nuevo Nunca Más. La lucha contra la impunidad es el talismán que consagraría de antemano el éxito social de esta empresa punitiva fundacional.
Nadie duda de que la lucha contra la impunidad sea una tarea fundamental de las instituciones en democracia. Pero eso no habilita una retórica de peras con manzanas, funcional a la relativización de los delitos más graves cometidos en nuestra historia reciente, tal como se desprende de las palabras que el presidente de la Corte Suprema de Justicia formuló al inaugurar el año judicial: “así como hubo un ‘Nunca más’ para las violaciones a los derechos humanos (...), ahora tenemos una política de Estado contra la corrupción y decimos ‘Nunca más’ a la impunidad”. Una confusión de orden similar se había planteado en un video que la Corte presentó el año pasado reuniendo a los desaparecidos y asesinados durante la última dictadura con las víctimas de la tragedia ferroviaria de Once y las de República Cromañón, los atentados a las sedes de la embajada de Israel y de la AMIA, y Nisman, entre muchos otros. Qué duda cabe que el Poder Judicial es el encargado de esclarecer estos casos, imponer castigos a quien corresponda y llevar reparación a las familias. Pero ¿no peca de tautológico el poder encargado de hacer justicia cuando define la lucha contra la impunidad como política de Estado? Y si efectivamente el nuevo gobierno valora los juicios por delitos de lesa humanidad y ha decidido por ello sostenerlos ¿no debería ser riguroso a la hora de proponer metáforas que los asuman como referencia?
La sobreactuación lleva implícita una equiparación entre circunstancias de naturaleza incomparable. Igualar el concepto “terrorismo de Estado”, de contornos precisos y ominosos en nuestro país, en gran medida por el aporte fundamental de las víctimas y la labor desarrollada en todos estos años por jueces y fiscales; con la categoría genérica y difusa de “corrupción”, que no remite a un delito tipificado en nuestra legislación ni puede ser emparentada con graves violaciones a los derechos humanos, es impropio pero además dañino. Se trata de un forzamiento que conduce a vaciar y minimizar la experiencia del terrorismo de Estado. Esa síntesis sustractiva está en la base de la nueva trazabilidad que se propone para conceptos emblemáticos de nuestra historia.
Y de todos modos, queda un interrogante no menor, pues ¿quién podría ofrecerse como garante de este nuevo Nunca Más, si prospera? Parece una tarea difícil para el presidente, después de que los papeles de Panamá han develado su participación en un sistema corporativo de impunidad de escala global. Todo se re-significa: los voceros de la anti-impunidad justifican sus empresas offshore por el exceso de regulaciones mientras rebajan con agua de otro pozo los delitos de lesa humanidad.
* Licenciada en Filosofía por la UBA. Es consultora del CELS y doctoranda en Derechos Humanos por la UNLA.
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