Miércoles, 27 de abril de 2016 | Hoy
Por Hugo Soriani
Entro a la Sede Comunal Nº 1 de Uruguay 740, oficina que antes se llamaba Centro de Gestión y Participación hasta que algún funcionario decidió ajustarle el nombre. Son tiempos de ajuste. Días antes pedí un turno telefónico y fui reprendido severamente porque según el criterio de la señorita con la que hablaba “es más cómodo y más seguro vía web”. Para ella.
Cuando llego, me dan un talón con una letra y un número con el que seré llamado para pagar o protestar la multa que acabo de recibir por correo. Hay mucha gente en la sala de espera, así que saco de mi mochila el último libro de Eduardo Galeano y me pongo a leer.
Los relatos me llevan a otros universos, muy lejos de esa sala de espera gris y de todo el gris que me rodea en esa mañana de lluvia del lunes 4 de abril pasado. La mañana en que se empezaron a ventilar los Panama Papers.
Mientras leo, espío con un costado del ojo el tablero que anuncia los llamados. Cuando miro el reloj, caigo en la cuenta que llevo casi una hora ahí y más de diez historias leídas sin que nunca figurara en la pantalla la letra con la que me deberían llamar.
Me levanto y veo un cartel que dice “Infracciones”. Me acerco y dos empleados charlan sobre Messi con pasión, casi tirados sobre sus escritorios y con cara de aburridos. Les explico a qué vengo y se miran uno a otro para decidir quién me atiende. Ninguno quiere. Pierde el que no le gusta Messi.
Le muestro el acta de la falta y le digo que no quiero hacer el pago voluntario porque fue mal hecha. Se fija en la computadora y me dice que además de esa tengo otra. Me la explica y le digo que esa sí voy a pagarla.
“Le conviene evitarse problemas y pagar las dos acá, que es la ventanilla de pagos voluntarios y además tendrá un descuento”, aconseja. Le digo que no, que no se trata de descuentos si no de no pagar lo que no corresponde. Insiste: “Yo se lo digo de onda, va a ir al segundo piso, que es donde se escuchan los descargos, y ahí lo van a cagar. Lo van a cagar seguro, no hay excusa que valga, acá todos ‘garpan’, todos. Además le harán pagar sin el descuento. Yo se lo digo de onda, se va a ahorrar tiempo y plata. El tipo de arriba es muy jodido”, insiste. Le agradezco pero rechazo la propuesta.
“Es bravo el que está allá arriba, se va a arrepentir”, vuelve a advertirme. Subo la escalera muy confiado en mis razones.
En la oficina del segundo piso no hay nadie esperando y me alegro. Sólo tres empleados. Dos mujeres, sumergidas en las computadoras, y un hombre que con gestos y modos de guardián penitenciario me ve y no me pide, me ordena que me siente. “Este es el jodido”, pienso. Estamos frente a frente, me mira fijo y en silencio. Mira el acta que le extiendo y me vuelve a mirar. El silencio se prolonga, dudo de estar frente a un psicólogo lacaniano o un comisario de la bonaerense. Tiene la mirada lavada. Torva. Peina canas a la gomina, bien estiradas.
“¿Va a pagar?”, pregunta en tono severo, amenazante. Se disipan mis dudas, no es un lacaniano.
Le digo que no, que estoy ahí para protestar el acta.
Me pregunta si giré o no giré a la izquierda en esa avenida, ya elevando el tono.
Pretendo explicar la circunstancia en que lo hice. Me interrumpe: “¿Giró o no giro?”, repite casi gritando.
Empiezo de nuevo, me corta.
“¿Giró o no giró? Conteste. Sí o no”, grita y golpea el escritorio que nos separa.
La escena un poco me asusta y otro poco me divierte. No me hace perder la calma.
Le digo que no estoy en una comisaría, que no voy a responder a ningún interrogatorio policial, que quiero explicar la falta porque para eso estoy ahí.
“No hay nada que explicar. ¿Giró o no giró?”, grita furioso el energúmeno. Pienso en Kafka.
Le pregunto si sabe que ese lugar es una oficina pública, que soy un ciudadano que cumple con una obligación y ejercita a la vez un derecho, que no estoy acusado de ningún delito, que él no es mi inquisidor y que de ninguna manera voy a dejarme atropellar así. Mi tranquilidad lo exaspera.
“No sabe que la dictadura se acabó en el 83. ¿Ud. trabajó para Videla?”, le pregunto. Las empleadas se mueven incómodas en sus sillas. Se asustan.
El tipo baja el tono, y dice que me escucha.
Le doy mis razones para negarme al pago, son contundentes.
Me pregunta de qué trabajo, cuando le digo, su tono cambia. Ahora es el “interrogador bueno”. Quiere ser amable pero no le sale. Su tono es paternalista, cínico.
“Por esta vez lo perdono”, dice Dios. Pienso que zafé de la multa pero me equivoco.
“Haga el pago voluntario que tiene descuento. No corresponde, pero voy a hacer una excepción. Firme acá y listo.”
Me voy, pero antes le pregunto el nombre. “Carlos Giménez”, dice a desgano y con sonrisa gastadora. Recuerdo a Darín, el “Bombita” de Relatos Salvajes.
Bajo la escalera y me cruzo con mi consejero en planta baja: “Jodido el de arriba, no? Yo le avisé”, dice cómplice.
Salgo a la mañana lluviosa, entro en el café de la esquina, vuelvo al libro para serenarme. El libro se llama El cazador de historias. Que hubiera hecho Galeano con ésta, me pregunto mientras revuelvo mi café y en la mesa de al lado discuten sobre las offshore de Macri.
No sé si Carlos Giménez mintió su nombre. La Sede Comunal 1 queda en Uruguay 740, “Giménez” está en el segundo piso. Cuidensé porque anda suelto.
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