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Inmigrantes

Por Alicia Oliveira

El Congreso acaba de votar la derogación de la Ley de Migraciones. La decisión tomada constituye parte de la solución amistosa acordada ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos entre el Estado argentino y un emigrante uruguayo, expulsado de nuestro país.
Una solución amistosa, en estos casos, es el resultado de una larga historia. De muchas microbatallas ganadas en diversos escenarios.
La derogación y la sanción de una nueva ley es un complejo desafío. En la historia argentina la relación con los migrantes –aquellos que vienen a poblar la nación– ha sido particularmente conflictiva. Expresa, de alguna forma, uno de los tantos mitos y dramas que nos competen. Porque si bien la Constitución Nacional del ‘53 fijó el marco de cuál debía ser la relación con aquellos que llegaran a estas tierras, y lo hizo desde el ideario igualitarista y libertario, las sucesivas elites gobernantes se encontraron prontamente con que tanta igualdad no se correspondía con sus propias ideologías acerca de quiénes eran iguales a ellos y quiénes nunca lo debían ser.
Por ello, la idea fue una patria de europeos blancos y campesinos sumisos, capaz de ocupar todo el territorio “purificando” la sangre nativa en sucesivos baños de sangre. Pero resultó que los blancos eran anarquistas y libertarios de veras, y estaban dispuestos a cuestionar el orden oligárquico decimonónico. Así aparecieron los sindicatos, las huelgas y las distintas luchas de los trabajadores.
Esa novedad no era ni esperada ni querida. Por ello el partido del orden sancionó en 1902 la ley de Residencia, que contrariaba sin tapujos la Constitución. Fue a partir de entonces que cientos de normas administrativas –policiales, migratorias, de faltas– se ocuparían del trabajo sucio, sordo y cotidiano de acorralar, expulsar y encerrar a los migrantes –blancos o morochos, europeos o sudamericanos– a lo largo del siglo pasado y hasta el presente.
Fueron los gobiernos militares y sus civiles satélites quienes expresaron en forma más contundente el odio racista. En 1930 las políticas de expulsión y de restricción de ingreso se expandieron siguiendo ese criterio. Y por supuesto, así quedó abierta la puerta para el inmenso mercado de venta de permisos de ingreso con la venia de quienes controlaban el Estado. Es una forma de la corrupción de la que poco se habla.
En la década del ‘60 otros militares, encabezados por Juan Carlos Onganía, se preocuparon también de fortalecer el “Potencial Humano”, delimitando por ley cuidadosamente cuán morales, blancos, anticomunistas y limpios serían quienes estaban en condiciones de habitar el suelo argentino.
Un fallo de la Corte de entonces descubría el nivel de prejuicio. Un ciudadano cubano se casó con una argentina y pidió su radicación. La solicitud le fue denegada por aplicación de una regla burocrática insalvable: cubano es igual a comunista. Esa fue, después de mucho andar, la causa del rechazo. El caso llegó a la Corte y entonces un ministro aceptó la radicación argumentando que al señor cubano lo había conocido en una reunión social, que éste había tenido un hijo y que lo había bautizado. Ergo, no podía ser comunista. Extraña manera de darle al prejuicio valor de sentencia.
Al final de ese proceso, fue Jorge Rafael Videla quien le otorgó forma definitiva a la vergonzante ley de Migraciones que rigió hasta los últimos días. Previo a ello había cargado los trenes con emigrantes ilegales y los había arrojado a la frontera.
Tanto la ley como los decretos y normas administrativas que rigieron la vida de los migrantes supusieron la expansión de burocracias estatales que necesariamente funcionan de acuerdo con lo que las normativas predican: son discriminatorias y racistas. También muchos de los que viven en este país son tan discriminatorios y racistas como las normas. Y aunque sean hijos de pobres migrantes, nietos de valientes anarquistas o herederos de obreros que pelearon por la expansión del igualitarismo, no parecen demasiado proclives a convivir con quienes durante tantos años han sido sometidos a procesos de des-ciudadanización o de persecución por ser ilegales (pese a la voluntad de no serlo). De tantos que han hecho en la historia de este país los peores trabajos: obreros precarizados de la construcción, servicio doméstico sin ningún derecho, horticultores empobrecidos.
Las leyes no cambian las costumbres. Pero, cuando se usan en serio, son herramientas poderosas. Y si la ley de Residencia y la ley de Migraciones produjeron tanta injusticia y tanto dolor, por qué no pensar hoy que los espacios de igualitarismo y respeto a los derechos humanos pueden expandirse.

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