› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO La vida de Rodríguez está llena de Goulds. Varios, muchos. A saber, a contar. Aquí vienen. Chester Gould, el creador de Dick Tracy. Glenn Gould, el pianista insomne-misántropo y reinventor de J. S. Bach. El actor Elliot Gould (Rodríguez siempre fue más de Donald Sutherland, pero es cierto que Elliot subió muchos puntos en/con Ray Donovan). Gould Bookbinder, personaje escritor/maestro en un par de libros del gran Stephen Dixon, quien se las ha arreglado para hacer comulgar el libre flujo de conciencia joyceano con la monologante stand-up comedy. Y por último pero no en último lugar, Joseph Ferdinand “Joe” Gould (1889-1957), quien en la Wikipedia es definido como “bohemio” a la vez que protagonista involuntario de uno de los libros de crónicas más brillantes de todos los tiempos firmado por uno de los cronistas más brillantes de todos los tiempos: El secreto de Joe Gould, de Joseph Mitchell.
DOS Rodríguez ya estuvo allí y aquí y por las dudas, ya que estamos: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-276046-2015-06-30.html. Primero, leyendo el libro de Mitchell (1908-1996), que incluía las dos piezas sueltas “Professor Sea Gull” (de 1942) and “Joe Gould’s Secret” (de 1964), que hace unos cuantos años tradujo Anagrama, y que se convirtió en pequeño gran éxito (y que, curiosamente, rara vez es mencionado por tanto neo-cronista más pre/ocupado con Gay Talese y Joan Didion y Geoff Dyer y Janet Malcolm). Luego vio la voluntariosa y sensible (pero no gran) película que el sí grande Stanley Tucci le dedicó a todo el asunto. Y el año pasado se abalanzó sobre la muy estimable biografía Man in Profile/Joseph Mitchell of The New Yorker firmada por el newyorkerófilo Thomas Kunkel donde se revelaban dos datos que reescribían el mito por completo. (1) El haber desenmascarado a Joe Gould como aquel que nunca había escrito nada de su obra maestra vocal An Oral History of Our Time no lo había condenado tutankamónicamente a Mitchell a ya no escribir sino que lo había desviado del buen camino dejando de describir a los otros para perder las décadas en torpes bosquejos autobiográficos (Mitchell había descollado mirando y no mirándose). (2) Y, también, lo que siempre se sospechó y supo: resulta que los entrevistados de Mitchell eran un compuesto de varias personas a lo largo de los años, que no eran “verdaderos” y “reportados” sino, más bien, “compuestos”; y que la “salvaje exactitud” que siempre había defendido Mitchell como modus operandi era más salvaje que exacta.
TRES Lo que, claro, obligó a una revisión del investigado mayor de Mitchell, del otro Joseph, de Joe Gould. ¿Era todo cierto lo que contó Mitchell sobre ese espectro de las letras norteamericanas que ahora es espectro en video-game con médiums y fantasmas titulado The Blackwell Convergence? ¿De verdad que no llegó a escribir nada de su monumental historia oral de nuestros tiempos compuesta por todo aquello que había oído a lo largo de su vida (unas 20,000 conversaciones) “aplicando las técnicas de Herodoto”, proyecto con el que sedujo y arrancó billetes sueltos por las calles del Village neoyorquino a Malcolm Cowley, Marianne Moore, William Saroyan (quien le dedicó un ensayo), Edmund Wilson, E. E. Cummings (Gould apareció en varios de sus poemas), William Carlos Williams, Ezra Pound, Maxwell Perkins y casi cualquier otro que pasase por allí?
Jill Lepore –otra colaboradora de The New Yorker, quien ya había publicado en la revista partes de su investigación– por fin hace justicia en el recién aparecido libro Joe Gould’s Teeth. Y le devuelve a Gould su oralidad salvaje y exacta contando el antes y el durante y el después de Mitchell. Así, Gould como un autista funcional padeciendo hipergrafía (el don y el estigma de no poder parar de escribir hasta en paredes y suelos), caminando mil kilómetros hasta Canadá tomando notas, convirtiéndose en cowboy en North Dakota y aprendiéndolo todo sobre las culturas Chippewa y Mandan, descollando y siendo expulsado de Harvard donde no se recibió de antropólogo cum laude como aseguraba, obsesionándose con la eugenesia y enamorándose de una escultora negra y, después, entrando y saliendo de psiquiátricos donde es más que posible que le hayan practicado una lobotomía y donde alcanzó la conclusión de un “si nos viésemos tal cual somos la vida nos resultaría insoportable”.
Y lo más importante de todo: el desdentado Joe Gould sí escribiendo su magnum opus total. Y enviando a Mitchell cuadernos enteros. Y Mitchell diciendo que le gustaría publicar un tercer artículo sobre Gould y sobre su obra cierta pero, finalmente, optando por dejar las cosas como estaban. ¿Por qué? Tal vez le parecía que así cerraba mejor la historia y no la realidad. Y así Mitchell esperó a que Gould muriese para recién entonces iniciar una desganada investigación (ni siquiera preocupándose por leer todo un baúl de libretas de la Oral History apareciendo en un desván) y resultando en un magistral epitafio en la que es considerada por muchos la pieza de no-ficción más perfecta jamás publicada en las páginas de The New Yorker. Antes, cuando le pidieron que se hiciese cargo del discurso fúnebre en el cementerio, Mitchell se disculpó avisando que justo ese día no estaría en la ciudad. Después, silencio. Una cosa es segura: Mitchell llevaba años dando vueltas por una Manhattan que ya no reconocía con el “perro negro” de una depresión monumental lamiéndole los talones y mordiéndole la mano con la que ya no escribía. Tal vez, apunta Lepore, Mitchell sentía una rara forma de envidia de Gould porque, declaró alguna vez, “él es yo”. Mientras Gould –quien pensaba que Mitchell era él– llegó a reprocharle a su biógrafo el haberlo reescrito en una especie de fábula mítica sobre la locura del arte y todo eso. “El artículo es 10% fiel a la verdad pero me ha convertido junto al Empire State en una de las postales de la ciudad”, gruñó Gould. Hoy, piensa Rodríguez, resulta imposible pensar en Mitchell sin Gould en una ecuación donde no queda del todo claro quién es Viktor Frankenstein y quién es la Criatura, quién es Jekyll y quién es Hyde.
Cerca del final de su investigación (la que no llevó a cabo Mitchell y que desmonta ambas leyendas, la del escritor y la del escrito, para remontarlas en toda su salvaje exactitud y, sí, sordidez sin epifanía alguna) Lepore encuentra una de las libretas de Gould titulada “Por qué escribo”. Allí se lee: “Si yo escogiese a alguien al azar para estudiarlo intensamente en todas las ramificaciones de su vida, lo que se obtendría sería la historia completa de un hombre”.
Pues eso.
Pues nada más y nada menos que eso.
CUATRO Cuando a Rodríguez (a la espera de resultados y pruebas y exámenes de una historia oral de su cuerpo enfermo o no) se le hace demasiado insoportable el dolor de no haber sido escritor, siempre vuelve a Mitchell & Gould, en salas de espera, esperando una explicación o un consuelo por las cosas que deberían haber sido y no fueron, pensando en cómo mejor sonarían y mejor se leerían.
Ahora, a su alrededor, todos hablan y hablan (promesas de lo que harán si resultan elegidos, verdaderas mentiras o mentiras verdaderas; Rajoy como el ser con peor motricidad corporal-facial, Iglesias llorando, Sánchez como el único que cree en Sánchez, Rivera jugando al póker) y Rodríguez no tiene nada de nada de ganas de poner por escrito todo o al menos algo de eso que oye.
De ahí –en su nombre y en el de los que ya no están pero ahí siguen– el secreto a voces de estas líneas.
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