› Por María Moreno
Que las columnas de Vivir con virus de Marta Dillon salieran por primera vez en un suplemento llamado No (publicado por este diario) parece carecer de azar. Allí Marta Dillon le dice NO a muchas cosas empezando por el cinturón de castidad y siguiendo por la aceptación de los amores bajo presupuesto, NO a la mayoría moral y a las metáforas bélicas del VIH, a la negación por pánico, a las noticias de curas milagrosas como Papás Noeles exculpadores de las responsabilidades de Estado, hasta que el estilo parece llenarse de polvo de barricada para denunciar “la falta crónica de medicamentos, la entrega fraccionada –¿Cuánto tiempo se puede perseguir un puñado de pastillas–, la dudosa calidad de lo que se entrega, la falta de políticas públicas para la prevención, la falta de insumo en el hospital público?”. ¡Qué iba a hacer! A veces el cross en la mandíbula literario debe ser sin florituras aunque Dillon suela usarlas como si fueras caricias, humores del amor, olitas.
Ante los días contados, de acuerdo al vaticinio del diagnóstico, que recibió un día de 1995 en el hospital Ramos Mejía, Marta Dillon comenzó a escribir la columna Vivir con virus, que apareció entre octubre de ese año y 2004. La escritura era una prórroga. El viviente con VIH de antes de 1996 –año de la implementación del coctel de antivirales– podía decir “puedo morir, no sé cuándo, pero puedo planear mi próxima semana”. La columna de Marta Dillon –nunca más apropiado el nombre del género–, la columna como sostén, pilar, centro de resistencia –era una cita con la vida cada siete días. No es casual que también Pablo Pérez en Un año sin amor haya elegido el género diario, que también como la columna apuesta a la regulación periódica. Contra el destino: el plan. Pero mientras el libro de Pérez se dispara hacia el cuento de hadas con la última entrada del diario, el día de año nuevo de 1996 que coincide que la aparición del coctel, Dillon continúa con su prosa insurrecta que es la traducción gráfica de la imposición de manos del padre Mario y tiene del mantra, la repetición y la colectividad, ya que ese yo cobijado bajo una firma va inscribiendo un nosotros hecho de cuidados de sí, desobediencias indulgentes a modo de impasses soberanos para salirse de la trama médica, estrategias políticas, cotilleo de pares en donde el tejido de las líneas hacia el final de la pauta fija, poco a poco se van liberando de toda intención testimonial en el relato de un día a día hasta poder escribir “ya no siento los días contados. Los días vienen de a uno y me regalan la promesa de mañana”.
Vivir con virus es el registro de la reinvención para sí de una sujeta dispuesta a no ceder al totalitarismo del acontecimiento signado por el diagnóstico, actas de la resistencia a los llamamientos a la castidad que despliegan los que, atenazados por sus propios fantasmas, sólo pueden desear de acuerdo a la monserga de los manuales de infectología, pero también cuentos de la vida ordinaria, todo aquello donde la enfermedad no está.
Y que el virus no esté no es negarlo –el ocultarse de él es lo único que Marta Dillon exhorta a rechazar sin figuras retóricas– ni el correlato de que haya desaparecido en la sangre sino porque se deja afuera su lógica de lo inefable .
El virus no está cuando la valla de latex se convierte en un trofeo erótico: “Y me gusta también cuando quedamos de espaldas, los ojos al techo, la respiración agitada y tu sexo agotado del que retiré despacio el forro cargado con tu semilla, que es tanta y nunca se acaba, y me gusta mirarla como un trofeo de caza y liberarte de su presión y volver a acariciarte hasta que nos quedemos dormidos …” escribe Dillon.
Detrás de Susan Sontag, autora de La enfermedad y sus metáforas, luego de El sida y sus metáforas, con su ejemplo, pero no sin reinventarla, como le gusta a Dillon, con cierto mal modo de golfa en rebelión que ella suele actuar con su política capilar de la melena arrebatada hasta el nudo, escribió estas columnas que Página/12 reeditó como libro en 2004 para calmar la imaginación limitada pero hartera de la mayoría moral –sabiendo que la metáfora y el mito pueden matar–, privando de significado a la enfermedad en nombre de un realismo práctico, pedagógico incluso pero transmitido por una lírica erótica intransigente
En Vivir con virus Dillon no juzga a los que han tomando literalmente las metáforas militares con que se narra el sida –la del ejército extranjero que invade, la de los defensores y su paso redoblado, la bomba de tiempo de los cuerpo enfermos y fuera de control, repertorio de la paranoia política– y entonces se refugiaron en un mito de pureza a curar con sólo alimentos y medicinas alternativas en una vuelta a “lo natural”, dominada por un terror que los distrajo de buscar las curas eficaces de la medicina alopática, asumidas desde una crítica y una alerta personal. No los juzga: se apena.
En cada columna hay un protocolo emancipatorio para los vivientes con VIH, hecho del ejercicio de virtudes cotidianas como la promoción de la autopromoción de Rebeca para chupar pijas, o la salida de Martín ante el farmacéutico que le ofrece, en lugar de un gel íntimo, otro para el pelo: “La vaselina rompe el forro ¡¡¡yo quiero un lubricante al agua para cuando te rompa el culo!!!”
Y este dietario hedonista no tiene nada que ver con obedecer al mandato de moderación y renuncia al placer identificado como prudencia con que el factor sida consolidó un ideal de individualismo. Al contrario.
Vivir con virus: nada que ver tampoco, ni aún a principio de los noventa, con el tono apocalíptico y al mismo tiempo romantizador de un Hervé Guibert en El amigo que no me salvó la vida ni con la intención de decirlo todo de la enfermedad, homologándose a la enfermedad misma de un Mark Leslie en Morir de sida, vivir con sida, donde la estética aparece sólo al servicio del activismo. En Vivir con Virus insisten las metáforas de la luz, la del sol, la del fuego, la de la fiesta.
Si como decía Rodolfo Walsh, el verdadero cementerio es la memoria, Vivir con virus carece de lápidas pero no de inscripciones: el fotógrafo Alejandro Kuropatwa, los artistas plásticos Omar Schiliro, Feliciano Centurión. Y la más iluminada es la de Liliana Mareca. Ella fue la maestra en una ética de la despedida, ética generosa que se transmite junto con la prescripción de trabajar en el savoir faire de vivir difiriendo día a día la ocasión de su uso.
20 años después, como los tres mosqueteros, la reedición de Vivir con virus y el subtítulo relatos de la vida cotidiana (La Granada, Editorial de la Universidad de La Plata) ha omitido las fechas de aquellas columnas, es decir ha transformado los días contados en un fluir de escritura que libera al texto de su puntualidad para la cita y lo dona a un futuro sin límite, como toda literatura.
Y así como Susan Sontag exhortó a poner en evidencia, criticar, castigar, desgastar las metáforas bélicas y xenófobas de toda enfermedad, también deberíamos criticar que el VIH se convierta en metáfora para la paranoia informática sobre síntomas de memoria dañada, propagación a través de programas en quienes se proyecta una intencionalidad ya atribuida irracionalmente a los virus biológicos hasta el punto de que, el que en 1987 destruyó una cantidad considerable de datos en el centro de cálculo estudiantil de Leigh University de Bethlehem, Pennsylvania, fue bautizado “sida de PC”. Por eso la luz de la computadora de Marta Dillon que aparece como figura a lo largo del libro, es la de un mero instrumento y por eso no se le permiten las analogías insidiosas, sino su servidumbre en la invitación a escribir. Porque Marta Dillon, madre y abuela, blasones alcanzados por el paso del tiempo, sin deponer nunca su política jacobina de la alegría –jacobina por ser una exhortación de Roberto Jacoby– ha alcanzado también la conciencia de una muerte ni apresurada ni proscripta, sino común. Mientras tanto escribe, escribe, escribe…
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