› Por Guillermo Saccomanno
Ezequiel, el ingeniero de sistemas, se queda en la empresa hasta la madrugada, después que se van los de limpieza. No se queda sólo por el beneficio de las horas extras y un probable ascenso. Le gusta trabajar cuando no hay nadie, le gusta sentir que es el único ser en el piso y le gusta, por sobre todo, sentir que los otros ya no pueden mirarlo. Odia ser observado. Además, a esta hora la maldad y la perversión se sumieron en un letargo. Aunque hace meses que no va al templo piensa en los peligros de la tentación, en el pecado y en la amenaza del demonio. La fe consiste en estar siempre alerta.
Al salir de la empresa vuelve caminando al edificio, pero antes hace un alto en el mismo bar y pide siempre lo mismo, un sánguche de milanesa y un vaso de leche. Después saca la Biblia de bolsillo y se pone a leerla.
Hay una chica que toma café en el mostrador. Por más que busca concentrarse en “La segunda carta a Timoteo”, donde se habla de “practicar las virtudes, especialmente la mansedumbre”, no puede evitar mirarla de reojo. Ella ya se dio vuelta tres veces para mirarlo. No debe tener veinte años. Por la forma atrevida en que lo mira, Ezequiel sospecha. El pelo corto, teñido de un rubio estridente, ese mechón insinuante. Campera de cuero negro encima de una camiseta con Los Redondos. Minifalda de jean, medias rojas y zapatillas deportivas. Es más bien regordeta. Ezequiel se arrepiente que una de sus miradas coincida con una de ella. Todo lo que la chica encarna corresponde a un mundo degradado que queda atrás cuando respira el aire húmedo y frío de la madrugada, la brisa que sube del río y camina otra vez bajo la garúa con la convicción de una pureza invulnerable.
Pero a la cuadra, cuando se da vuelta, allí está ella, siguiéndolo. Ezequiel se apura, cruza, atraviesa la Plaza Roma. Al darse vuelta, siempre ella detrás. Si Ezequiel no se echa a correr es porque lo avergüenza mostrar miedo. Murmura una oración. Piensa en su madre, en las cartas que ella le escribe desde Tucumán donde le cuenta todo lo que reza para que encuentre una buena chica, sana, limpia, no una de esas con las que andaba. Que piense todo lo que luchó por librarse de la droga y la mala junta. La madre teme que en la ciudad vuelva al vicio. La ciudad está habitada por el mal, le escribe. Que no deje de ir al templo, le ruega. Que no deje ni el templo ni karate, le escribe. Mente sana en cuerpo sano. Cuando ella va al templo, le cuenta, siempre pide por él, su bien más preciado. Ezequiel camina con la oración en los labios. Se aguanta para no echarse a correr. Hasta que ella lo alcanza. Ezequiel no se detiene. Ella camina a su lado.
Perdoná, le dice. Vi que me mirabas. Y también: No me huyas, no soy lo que pensás. Es que no tengo dónde ir. Ella respira agitada, huele a sudor y perfume barato. Jadeando, le habla. Ezequiel no le dice nada. No quiero dormir en la estación, se explica la chica. Ni tampoco con un tipo por guita. No soy de esas. Ezequiel ya tiene las llaves en la mano. No debió permitirle que lo siguiera, se dice. No fue por piedad que no pudo frenarla, fue la tentación, se recrimina. Si no fuera por la tentación, ella no estaría ahora entrando con él al once d. Porque ya la tiene en su departamento.
Ella le pregunta si puede pasar al baño. Después de unos minutos, desde la kitchinette, mientras hace café, Ezequiel oye la ducha. Demasiada confianza, se dice. Cuando ella sale tiene puesta una camisa suya y nada abajo. Se da cuenta que ella no tiene nada abajo. Evita mirarla. Ella agarra la taza con las dos manos. Sus uñas pintadas de verde. La chica se sienta en el sillón. Y le cuenta que hasta hoy vivió en Berazategui con su madre y el padrastro. El tipo se emborrachaba. Quería abusarla. Ezequiel escucha en silencio, un silencio tan compacto que puede tocarse. No te dije como me llamo, le dice ella. No, le dice Ezequiel. Mejor no saber quiénes somos, sonríe ella. Le pone misterio al encuentro, le guiña un ojo. Ezequiel ignora el gesto. Podés dormir en el sillón, le dice. Se hace cama, le aclara. Busca una manta en el placard. Duermo en el piso, dice ella. No, le dice Ezequiel, yo en el piso.
Ezequiel se acuesta vestido. Apaga la luz. Por la ventana entra el resplandor titilante de un cartel. A medida que piensa en cada detalle del encuentro se reprocha por qué no pensar en la veracidad de su historia. Pero al evaluar los pormenores, encogido en el piso, está seguro de que en cuanto se distraiga la chica lo atacará. No peligra sólo su pureza, calcula. También su integridad física. Debería rezar. Hay circunstancias en las que Dios prueba nuestra fe y los hechos amenazan nuestra virtud. Le duelen las articulaciones, le hierve la frente, le transpiran las manos. Temblando, la boca seca, cierra losojos, aprieta los párpados.
Una reacción instintiva la suya. La chica está sobre él, tendiéndole la manta. Ezequiel flexiona las piernas, tira una patada. La chica cae hacia atrás. Su cabeza choca contra el piso. Ezequiel se para, los brazos listos para protegerse de un nuevo ataque. Sin embargo ella no se mueve. Prende el velador. A la chica le sangra la cabeza. Quería asfixiarme, se dice. Se niega a pensar que ella quiso abrigarlo. Ahora el demonio quiere retorcer sus pensamientos y convencerlo que la pecadora era inocente. Ni siquiera sabe cómo se llamaba, piensa. Los primeros ecos del día, un despertador en alguna parte, una persiana que sube, bocinas. Ezequiel se arrodilla junto a ella.
El Señor no puede abandonarlo ahora. No puede.
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