Vie 07.10.2016

CONTRATAPA

El populismo arrasa

› Por Eduardo Febbro

Desde París

El populismo arrasa en las potencias occidentales. De la extrema derecha, pasando por las derechas liberales y hasta la extrema izquierda, la respuesta populista a las grandes crisis contemporáneas es el formato por excelencia de la narrativa política contemporánea. De Roma a Londres, de Berlín a Bruselas, de París a Washington con el ex presidente Nicolas Sarkozy y el candidato republicano Donald Trump como reyes del populismo occidental, ese condimento retórico se ha impuesto como una matriz de la conquista del poder en cuyo espíritu late otra tendencia de la modernidad: el populismo de la identidad, es decir, la construcción de un discurso político en torno a la identidad nacional amenazada por las migraciones, el liberalismo cultural, el multiculturalismo, las mutaciones tecnológicas y, desde luego, los musulmanes. El director de la Fundación para la Innovación Política, Dominique Reynié, comenta que en nuestras sociedades contemporáneas el populismo se alimenta con “la sensación dominante según la cual los ciudadanos pierden su calidad de vida, de que su estilo de vida se ha transformado y que ya no son más los actores de la transformación de la sociedad, sino que son víctimas de ella”.

Periodistas, polemistas, editorialistas e intelectuales de Occidente llevan varios años fustigando lo que las derechas latinoamericanas, con su histórico lacayismo intelectual, han copiado al pie de la letra: “los populismos de izquierda”. El difunto Hugo Chávez en Venezuela, el desaparecido Néstor Kirchner y la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner en la Argentina, Rafael Correa en Ecuador o Evo Morales en Bolivia han sido objeto de una construcción casi demoníaca sancionada con el adjetivo de “populistas”. El término se convirtió en un parámetro al que recurrieron tanto las derechas liberales como el pensamiento socialdemócrata. Ese populismo, sin embargo, es hoy la línea dominante en la política europea, sobre todo en Francia donde la campaña electoral de cara a las elecciones presidenciales de 2017 se va convirtiendo en un concurso de despropósitos populistas. Nadie parece capaz de proyectar una propuesta de futuro ante las polifónicas problemáticas de la realidad: los estragos de la globalización, las desigualdades patentes que provoca el liberalismo mundial, la globalización, la crisis migratoria, el terrorismo o la coexistencia en un mismo espacio de comunidades confesionales distintas se sintetizan en propuestas populistas donde la identidad es la proa del navío. Una de las últimas contribuciones retóricas a ese europopulismo la aportó el ex presidente Nicolas Sarkozy, hoy en plena campaña electoral para las elecciones primarias de la derecha donde se designará al candidato que competirá en las elecciones presidenciales de 2017. Sarkozy ha hecho de la identidad, de la toxicidad de los extranjeros y, particularmente, de los musulmanes, su mercado electoral. Hace unos días dijo a propósito de los extranjeros que adquieren la nacionalidad francesa: “en el momento en que uno se vuelve francés, nuestros ancestros son los Gaulois”. Eso quiere decir que si un argentino se hace francés, sus ancestros no serán sus abuelos o sus viceabuelos italianos, españoles o rusos, ni tampoco algún mitológico gaucho o las descendencias indígenas. La temática de los Gaulois no sólo es mitológica sino, sobre todo, “un emblema de la extrema derecha” francesa, según resalta el arqueólogo e historiador Jean-Paul Demoule. El populismo de la identidad, de la originalidad de los orígenes, de la pureza de la sangre, de la “pura cepa” o de la legitimidad de la tierra ante los invasores resurgió en Francia en los años 80 con el auge del fundador del partido de ultraderecha Frente Nacional, Jean Marie Le Pen. Sus semillas no sólo se arraigaron en Francia hasta contaminar a casi todo el espectro político, sino que también influenciaron a otros movimientos políticos de Europa hoy en pleno ascenso –Holanda, Gran Bretaña, Alemania, Italia, Bélgica, Austria– y hasta llegó a Estados Unidos. El candidato republicano Donald Trump ha pasado casi todo el mandato de Barak Obama poniendo en tela de juicio que el actual presidente sea realmente norteamericano. No transcurre una semana sin que este patético personaje no se explaye convocando a la más rancia oratoria populista con la referencia del otro, mexicano o musulmán, como espantapájaros. Con respecto a Francia y Europa, el presidente de la Fundación Jean-Jaurés, Gilles Finchelstein, explica en su ensayo Piège d’identité (Trampa de Identidad) que la “desaparición de la diferenciación entre la izquierda y la derecha impuso la temática de la identidad”. La identidad se comió todas las demás problemáticas, incluida, en Francia, la columna vertebral del debate y del sentido de la nación: la igualdad. Gilles Finchelstein considera esta tendencia como una “auténtica amenaza para la democracia”.

Si en esta poco más de primera década del Siglo XXI la identidad fagocitó todas las otras temáticas, es lícito reconocer que cuenta con un sólido respaldo teórico que excede en mucho la esfera de los grupúsculos de extrema derecha. Autores que fueron de izquierda y de gran reputación internacional protagonizaron una asombrosa transformación ideológica hasta convertirse en la base filosófica de la identidad en contra no sólo de los migrantes sino de la noción de Tercer Mundo. Si hay que situar una fecha y un autor es preciso mencionar “El Llanto del Hombre blanco”, libro del sociólogo filósofo progresista Pascal Bruckner, publicado en 1983. Ese ensayo apuntaba el supuesto “malestar” que ardía en las sociedades occidentales, es decir, el tercermundismo alentado por la izquierda occidental que se obstinaba en promover una culpabilidad postcolonial y, por consiguiente, el odio a sí mismo. La idea de un “racismo antiblanco” tiene sus raíces en ese ensayo. Los ex gauchistes de los años 60 y 70 se aliaron luego con la revolución conservadora y produjeron, desde la sociología, la filosofía, la polémica o la novela, una abundante literatura identitaria. Es el caso de Alain Finkielkraut (La identidad infeliz), del polemista de ultra derecha Eric Zeemmour (El Suicidio francés), del novelista Michel Houellebecq. Todos están movidos por un principio crepuscular, por un neo nacionalismo étnico y por la idea de un mundo contaminado al que es preciso salvar de la impureza, del multiculturalismo, de la Europa sin fronteras, de las “invasiones” culturales y confesionales, de las elites minoritarias cosmopolitas y globalizadas. Su pensamiento central atraviesa hoy las narrativas políticas: la identidad musulmana es una amenaza contra los fundamentos de la democracias laicas de occidente. Contra ella, sólo “nuestra identidad” nos salvará de la desaparición de la cultura. Béligh Nabli, profesor en el Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas (IRIS) y autor del ensayo “La Republique Identitaire” (La República de la Identidad) señala que ese populismo de la identidad se apoya en el hecho de que “muchos, a falta de querer o poder asumir los desafíos económicos y sociales, prefieren fundar sus proyectos mediante la invocación del orden de la identidad”. El tan vituperado populismo, antaño marca indeleble de las democracias emergentes o frágiles, de los líderes políticos corruptos y de las sociedades atrasadas, late hoy en el corazón mismo de Occidente con una pujanza y un sólido futuro político. El populismo de la identidad es el suelo donde siembra sus próximas conquistas.

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