Sáb 03.04.2004

CONTRATAPA

Senderos de gloria

› Por José Pablo Feinmann

La película: La dirigió Stanley Kubrick, es de 1957 y es uno de sus primeros films. Aquí le pusieron La patrulla infernal, pero fue un título torpe, obra de algún desmedido empleado de una distribuidora que buscaba lucrar con la palabra “infierno” unida a “patrulla”. Su nombre original (el de la novela de Humphrey Cobb en que se basa) es Paths of Glory, digamos: Senderos de gloria. Dura meramente 85 minutos y es una honda reflexión sobre la guerra, el militarismo, la ambición y hasta la piedad.
A lo largo de los años nunca dejé de verla. La vi cuando se estrenó y yo era un chico de Belgrano R y la veo ahora que los años pasaron y dejaron sus huellas, sus cicatrices, sus amarguras ineludibles. Propongo un ejercicio. Voy a narrar dos de sus escenas centrales, voy a ofrecer la versión alternativa de cada una de ellas y acaso alcance a esbozar por qué –al borde, por decirlo así, de los sesenta años– creo que la versión alternativa es más verosímil y, sin embargo, no acepto creerlo.
Primera escena: El general Broulard (ejército francés, 1916, Primera Guerra Mundial) ordena un ataque imposible a una posición alemana, en lo alto de una colina, que lleva por nombre “El Hormiguero”. Pone la operación en manos del general Mireau, héroe de guerra, amigo suyo, compañero de armas. Mireau ordena el ataque y ordena al coronel Dax que marche al frente de las tropas. Dax es un militar eficaz, y hasta valiente y heroico. Se realiza el intento de tomar la colina y los alemanes despedazan con (tal vez previsible) sencillez a los soldados de la Francia. Mireau se enfurece. Sabe que su amigo Broulard necesita un triunfo, que lo necesita el escuadrón, que lo necesita Francia. Al ver que sus soldados (el ataque es en medio de la noche, algo que lo torna fantasmagórico) retroceden entre cadáveres trizados y heridos vociferantes ordena disparar contra ellos para obligarlos a avanzar, a tomar, como sea, “El Hormiguero”, esa posición inexpugnable. La derrota es humillante, total. Alguien, ahora, tiene que pagar. Mireau decide que sus hombres han incurrido en la aberración de la cobardía. Pide a los responsables de los tres pelotones principales que “le” elijan un hombre para juzgarlo “ejemplarmente” por cobardía. Le entregan esos hombres que son –no casualmente– los más desdeñados por los jefes de cada pelotón. En suma, cada uno entrega al que más odia.
Brevemente: Hay un Consejo de Guerra farsesco, hipócrita. El coronel Dax asume la defensa de los tres hombres pero es todo absurdo, inútil. Se decide fusilarlos. Los fusilan al día siguiente. Todo está, ahora, en orden. La cobardía de los soldados (causa fundamental del fracaso en la toma de la colina alemana) ha sido castigada y la guerra y sus sendas de gloria pueden continuar. Ocurre, no obstante, lo inesperado. El coronel Dax se presenta al general Broulard y le dice, sencillamente, la verdad: que el general Mireau ordenó disparar contra sus propios hombres. Broulard (que es afable, sonriente y repugnante) cita a tomar un té al general Mireau, altivo, helado como un bronce. “Querido amigo –le dice–, surgió un pequeño problema. El coronel Dax me informó que ordenaste tirar contra tus propios hombres.” Mireau, indignado, responde que “ésa” es una infame mentira. Broulard, sin dejar de sonreír ni de untar sus croissants, le dice: “Desde luego. Por eso te será fácil demostrarlo en el Consejo de Guerra”. Mireau se pone de pie y apenas dice: “El hombre al que acabás de asesinar es un soldado”. Gira y taconeando con furia se dirige hacia la puerta. Oye, todavía, a Broulard: “Saldrás bien de este asunto, querido amigo. No te preocupes”. Se abre la puerta y entra el coronel Dax. Mireau se va sin echarle una mirada. Broulard invita a Dax a sentarse frente a él. Le ofrece un té. Dax dice que no. Broulard, entonces, dice: “Lo felicito, hijo. Hizo un buen trabajo. Lo voy a premiar dándole el puesto de Mireau”. Broulard, ahora, lo mira y siempre sonriendo agrega: “Supongo que por eso usted hizo lo que hizo”. Dax se levanta y le dice: “General, ante todo yo no soy su hijo. Usted es un viejo cínico y repulsivo. Preferiría ser la mayor inmundicia de este mundo antes que ser su hijo”. Broulard suspira resignado, se limpia levemente la boca con una servilleta bordada, se levanta, dice: “Hijo, usted está muy nervioso y cansado. Vaya, duerma un poco y después seguimos hablando”. Y se va. Dax queda solo y queda digno, puro. Tan infinitamente puro como un soldado puede serlo en una película.
Contraescena: Broulard invita a Dax a sentarse frente a él. Le ofrece un té. Dax acepta. Broulard, entonces, dice: “Lo felicito, hijo. Hizo un buen trabajo. Lo voy a premiar dándole el puesto de Mireau”. Broulard, ahora, lo mira y siempre sonriendo agrega: “Supongo que por eso hizo usted lo que hizo”. Dax toma su té, lentamente, sereno. Responde: “General, lo que hice lo hice por Francia. Era mi deber”. Broulard dice: “Sí, era su deber y usted lo cumplió de modo ejemplar. Por eso quiero premiarlo... general Dax”. Siguen, juntos, en compartido silencio, tomando el té.
Segunda escena: Antes del volver a partir hacia el frente los soldados van a la cantina del cuartel. El encargado aparece en un escenario y anuncia que les ha traído algo: “Un regalo del enemigo”. Gritos, insultos, nada quieren del enemigo. Aparece un chica alemana de no más de diecisiete años. La silban, le gritan obscenidades, que se vuelva a Alemania, rata inmunda, puta. La joven –con miedo, con lágrimas– empieza a cantar una canción alemana en alemán. Los soldados enmudecen. La escuchan. No sólo eso: muy lentamente, se entregan a su melodía, una canción cuyas palabras no conocen pero tararean, cada uno como puede. Se produce una situación tan imprevisible como tierna, un acto de amor. Una canción alemana (una canción enemiga), cantada por una joven alemana (una mujer del enemigo) une a los soldados franceses (enemigos de los alemanes) y a la joven de diecisiete años en un murmullo triste, desolado, en una compartida oración de paz.
Contraescena: Antes de volver a partir hacia el frente los soldados van a la cantina del cuartel. El encargado aparece en un escenario y les anuncia que les ha traído algo: “Un regalo del enemigo”. Gritos, insultos, nada quieren del enemigo. Aparece una chica alemana de no más de diecisiete años. La silban, le gritan obscenidades, que se vuelva a Alemania, rata inmunda, puta. La joven –con miedo, con lágrimas– empieza a cantar una canción alemana en alemán. Oír el idioma del enemigo enfurece aún más a los soldados. Le arrojan vasos, la insultan incesantemente, la escupen y hasta alguien le arroja un botellazo que la hiere mal en la cabeza. El encargado la saca del escenario, la empuja con furia y le dice que se equivocó con ella, que se vuelva a Alemania, rata inmunda, puta.
Conclusiones: Tenía trece años –por ahí– cuando vi esta película. Salí del cine y pensé que era maravilloso que existieran hombres como el coronel Dax. Que la dignidad, la pureza eran posibles. O que una canción (una sencilla canción) podía ser más poderosa que el odio, que la guerra. Nunca volví a encontrar al coronel Dax. Que era (y acaso sea éste el punto más claro de su inverosimilitud) un militar: un hombre que ha elegido el oficio de las armas, de la guerra, el oficio de matar a los otros. Sin embargo, sigo viendo Senderos de gloria. Sé que Kubrick y su productor James B. Harris y su guionista Jim Thompson y hasta Kirk Douglas (que se jugó las tripas para que esta película –prohibida durante larguísimos años en Francia– se hiciera) me mintieron. Sé también (y tal vez por eso siga viendo este film) que hombres como Dax (con uniforme o sin él, preferiblemente sin él) tienen que existir, ser posibles. Tienen que ser, sobre todo, un horizonte para nuestra condición moral, una meta inalcanzable pero hacia la que nunca hay que dejar de ir, ya que desviarse de ella es morir, matar al chico que salió de ese cine hace cuarenta años y creyó (destinándose, marcado para siempre) que la honestidad era posible, que era posible ser, sencillamente, bueno. Sé también que la música no va a detener las guerras ni unir a los hombres. Pero a veces consigo olvidarlo.

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