Lun 05.04.2004

CONTRATAPA

Palabras de hielo

› Por Juan Sasturain

No todos los dictadores son iguales; sin que ninguno sea mejor, hay ciertamente algunos peores que otros. El desafortunado Galtieri es del tipo grotesco irresponsable. El imbécil que desencadenó la aventura de Malvinas pasará a la historia indisolublemente ligado a algunos (caros) gestos de lamentable bravuconería. Porque Galtieri era, como todo patotero, simplemente y sobre todo, un engrupido.
La palabra es vieja, porteña y lunfa, y tiene connotaciones riquísimas. En el tango, Discépolo la puso en boca de la mina cínica que destroza al “gilito embanderado”: “Pero no ves que sos un engrupido / te creés que al mundo lo vas a arreglar vos”; y el negro Celedonio resumió el desvío de su apostrofada en Mano a mano con esta sentencia: “Te engrupieron los otarios, las amigas, el gavión”. Engrupido es el/la que se la cree. Y viene de grupi, el que labura en los remates o en las convocatorias callejeras de los charlatanes, para subir los precios o hacer entrar a la gilada. Porque el engrupido es un gil.
A Leopoldo Fortunato –como a Menem, como a Aznar– lo engrupieron los yanquis, que no son otarios. Cuando fue a probarse al Norte la pilcha que iba a dejar el turbio Viola, los medios le encontraron –rigidez de palo en el culo, labios apretados y mentón firme– lo que llamaron “porte estatuario”: destino de bronce, digamos. Y el milico se soñó estatua. Peligrosísimo.
En principio y a falta de otra cosa, Galtieri estaba sin duda orgulloso de su estentórea voz, porque –como buen engrupido– era del tipo de los que se oyen (a sí mismos) y suelen creer lo que oyen decir. Por eso, ha pasado a la historia –dejemos lo del whisky por facilongo– como asesino y aventurero, traficante de ilusiones, cagador de causas justas y, para la botona memoria, como lamentable bocón. Se fue de boca y se partió los dientes por lo menos dos veces. Una, cuando entregó a la esquiva posteridad su visión del porvenir de la apertura democrática: “Las urnas están bien guardadas” quiso desalentar. La otra, cuando tras la aventura de la ocupación de Malvinas, se empinó (también) sobre la punta de los pies para mirar un horizonte helado y al verlo todavía vacío desafió: “¡Que venga el principito...!”
La decadencia de la Casa Real británica es un hecho; la de la clase militar argentina, un desecho. Galtieri tuvo el triste privilegio de declarar su defunción con una frase estúpida, soberbia y propia de borde del ring. Había que ser un Cassius Clay para bancar con hechos y aptitudes la arrogancia y los desafíos urbi et orbe. Y poner el propio cuerpo, no el de otros y sufridos.
En eso, el último seudoemperador de la dictadura repitió como tragedia el cómico traspié que una década antes había sepultado al cano Lanusse cuando se atrevió a decir que a Perón “no le daba el cuero” para volver. Porque es tristemente así: las conducciones militares argentinas nunca condescendieron a la duda –esa “jactancia de los intelectuales” que anatemizó Aldo Rico– y supieron persistir en el error de juicio y cálculo con la convicción que sólo puede garantizar una necedad sin límites.
Así les (nos) fue.

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