CONTRATAPA
A Goyito
Por Miguel Bonasso
–Lo que me jode de morirme ez que no voy a poder leer tu necrológica en Página Doze.
Me miró con picardía y agregó:
–Porque me imagino que vaz a ezcribirla, ¿no?
Asentí, riéndome, convencido de que el viejito ceceoso, retacón, de barba mefistofélica, que disfrutaba de aquel asado en casa, era eterno como el agua y el aire.
Fue hace apenas un año y Gregorio Levenson (Goyito), que ya había cumplido 92 trajinados abriles, discutía de política con su acostumbrada vehemencia, trazando proyectos que le garantizaban su propia presencia en el futuro. Así había vivido siempre por otra parte, navegando con dureza y coraje sobre un océano de tragedias individuales y colectivas.
Pero la ley severa lo alcanzó el miércoles pasado, tras una serie de dolorosas peripecias características de la vejez: se cayó, tuvieron que operarlo de la cadera, se recuperó milagrosamente, volvió a caerse, regresó a terapia intensiva, salió una vez más del trance y cuando parecía que zafaba por enésima vez en la vida comenzó a despedirse de todos. Empezando por sus adorados nietos Laura, Martín y Alejo. (Alejo podía ser el título de un capítulo de su vida que parece arrancado de las páginas de un Edmundo D’Amicis, porque era un nieto perdido que recuperó después de revolver cielo y tierra durante años).
Cuando lo visitamos con Ana en el sanatorio, salió del sopor para sonreírnos, pero la mirada ya estaba anegada de sombra y pensamos que él mismo estaba decidiendo la retirada para no someterse a la decadencia, a la dependencia de los otros, a la pura inmovilidad de la espera. Y sin embargo, el miércoles a la noche, cuando lo veló una muchedumbre de amigos, muchos pensamos que tenía cara de enojado. Que estaba furioso contra esa muerte que le impedía analizar la coyuntura, trazar un nuevo proyecto político, ayudar a los chicos de la calle, discutir y disfrutar de la noche con tantos y tantos que lo teníamos como padre postizo. Como padre político, en el más amplio sentido de la palabra.
Su biografía sintética dice que este hijo de inmigrantes polacos –cuya madre había conocido a Rosa Luxemburgo– nació en 1911 y empezó a militar a los catorce años, a la misma edad en que comenzaría a colarse con otros reos del barrio en los burdeles de San Fernando. Lo arrestaron por primera vez en 1927, durante una protesta anarquista por la ejecución de Sacco y Vanzetti. Se recibió de bioquímico y se radicó en Avellaneda, en cuya zona fabril se sumergió en las organizaciones obreras de la época. Allí conoció a su esposa, Elsa “Lola” Rabinovich y allí nacieron sus tres hijos: Alejo, Bernardo y Alfredo.
Su ficha de militante, una de las más nutridas y tenaces de la historia argentina contemporánea, dice que se inició en el yrigoyenismo, siguió luego en el Partido Comunista, del que se apartó en el ’45 para sumarse al peronismo, y a fines de los sesenta fue el padrino sabio de jóvenes como sus hijos Alejo y Bernardo que crearon las proto FAR, aquel grupo de apoyo al Che en Bolivia que luego se transformaría en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), una de las organizaciones guerrilleras que se fundirían con otras en Montoneros.
El compromiso revolucionario le significó cárcel y exilio y algo mucho más difícil de sobrellevar: la pérdida sucesiva de sus hijos Alejo y Bernardo, muertos en combate, y su esposa Lola, desaparecida en la Escuela de la Mecánica de la Armada. Una sumatoria atroz de pérdidas que no lo anuló ni lo convirtió en un resentido. Que no le impidió asumir nuevos compromisos, como su generoso trabajo con los chicos de la calle, ni le arrebató un sentido del humor que a veces se cebaba consigo mismo. Ni pudo con esos furcios antológicos, que su ceceo agigantaba, como llamar Atalaya Giménez al Ayatola Jomeini, o Ejemón a Perón. Los que estuvieron exiliados en España aún recuerdan aquella ceremonia en el Palacio de la Zarzuela, cuando Goyo habló en nombre de los familiares de desaparecidos y empezó su discurso con estas palabras: “Acá eztamos, en prezencia de los Reyez Católicoz”. Para agregar, cuando se apagaron las sonoras carcajadas de Don Juan Carlos: “Porque me imagino que zerán católicoz”.
La promesa está cumplida, Goyito querido. Sólo falta la cita del venezolano Alí Primero que vos metiste en tu autobiografía (“De los bolcheviques a la gesta montonera”, Colihue, 2000). Ahí te va: “Los que mueren por la vida no pueden llamarse muertos y a partir de este momento está prohibido llorarlos”.