ESPECTáCULOS
Los Piojos, o la banda que se hace fuerte en cualquier cancha
El grupo del oeste bonaerense metió 50 mil personas en Vélez y confirmó un ritual que ya marca una época en el rock argentino. Fueron 32 canciones y 3 horas impecables de música y celebración.
Por Cristian Vitale
Primero fueron 10 mil, hace ya siete años en el microestadio de Racing. Después, 25 mil en All Boys (1999), 31 mil en el segundo Atlanta –el de 2001–, casi 40 mil en Huracán y 70 mil en el vertiginoso ascenso a primera que los depositó en River Plate, en el epílogo del pasado año. Ahora, Los Piojos demostraron que no solamente pudieron llegar al cenit de su popularidad, sino que –aunque no sin concesiones publicitarias y propagandísticas “al borde”– pudieron mantenerse en un sitial incómodo: fueron casi 50 mil personas en un Vélez a pleno y bien caliente. Y seguramente superarán las 90 mil cuando se sume la fecha de mañana –ayer se suspendió por lluvia–. La breve genealogía estadística ubica al grupo de El Palomar y Caseros como protagonista clave de “la era de los estadios” en el rock argentino y, como tal, en una auténtica máquina de sangre que mueve fortuna, da trabajo y concita la atención de sectores de la sociedad que hace 10 años creían todavía que los piojos eran esos malditos bichos que te comen la cabeza.
La enorme masividad, entonces, los transformó poco a poco en mucho más que una banda de rock and roll. Los Piojos son, hoy, un fenómeno social y cultural, y sus recitales son rituales catárticos en los que la música es central, claro, pero no alcanza a explicar el todo. Y para muestra estuvo Vélez. El primer show, el del sábado, no sólo expuso un estadio repleto, 32 canciones y 3 horas impecables de música, sino también una serie de detalles –en los que no muchos repararon– que también dan cuenta de un fenómeno paramusical: primero... pese a la preocupación de los organizadores por evitar las bengalas y los fuegos artificiales –se “recomendó” no llevar pirotecnia con bastante anterioridad–, la noche figuró un fin de año en pleno mayo y con frío. Como contracara de la maravillosa fiesta estética que brindan morteros y bengalas –cómo negarlo– se jugó feo varias veces: desde la platea alta, algún “vivo” se dedicó a tirar bengalas directamente contra el público del campo y la platea baja, motivando el malestar y los insultos de un nutrido grupo. El fuego, antes de ser ceniza, también impactó en varios desprevenidos de la platea Juan B. Justo, donde había muchos pibitos, causando que bastante gente tuviera que refugiarse bajo el techo. Segundo, se vio a más de uno zapatear verdaderos malambos y no precisamente por escuchar temas tipo Muévelo, sino como efecto de morteros lanzados al revés. ¿Hace falta semejante bardo para agradecer a la banda lo que la banda da?
Hecha esta salvedad, la banda ofreció un show intachable. Quizás sin pensarlo, estructuró el recital en cinco momentos conmovedores. El primero desdoblado en dos canciones de amor y pasión en dosis parejas. “Hay un corazón que se parte / cuando te vas a ninguna parte / cuando vos sabes que tu lugar está aquí / aquí, junto a mí” fue la letra que dio pie al cachondeo juguetón entre Andrés Ciro y Mimí Maura durante Amor de Perros (Máquina de Sangre), y culminó con un ramo de flores en manos de la cantante. El infaltable Maradó completó el pico emotivo. Necesario como nunca, provocó la primera y enorme explosión. “Vaya desde acá toda esta energía para el más grande del mundo”, gritó Ciro y motivó que Vélez latiera –y temblara también– con una furiosa versión del tema clave de Tercer Arco, ejecutada con rabia... Mientras una inmensa camiseta de Argentina con la cara del Diez dibujada en el centro iba y venía por la popular local. El segundo pico llegó con el muy stone Fantasma, de Máquina de Sangre. Pese a su escasa vida, es la canción que mejor conecta al grupo con sus orígenes y así lo entendieron sus fans más genuinos. El tercero estuvo dado por una tríada potente y sorpresiva. Promediando el recital apareció Omar Mollo para cantar la mejor remake de Yira-Yira que pueda escucharse hoy. El tango-rock dio paso a dos canciones de Ay Ay Ay: Muy Despacito y Fumigator, tema este que, al igual que Siempre Bajando, lisonjeó a los más ortodoxos. “Re grosso... hace mil que no la escucho”, decía un pibe que medio se venía quejando por la lista, como suele ocurrir entre los acérrimos. Momento teatrístico con Ciro y su casco luchando contra cucarachas en plan de ataque, en medio de una sonoridad despiadada y excitante.
A esa altura, el show estaba en las antípodas de River. El sonido era mejor, la banda estaba más predispuesta a “romperla” y no hubo baches entre temas. Es cierto, faltó Pablo Guerra y con él, Around and Around o Chac to Chac, también los covers de La Rubia Tarada o El mendigo del Dock Sud, pero apareció Pappo y quién se iba a acordar de todo lo otro. “Recuerden este trío –orientó Ciro– Fangio, Maradona y Pappo”. El Carpo, en efecto, la descosió con los únicos dos temas extra-piojos, el intenso Blues del Banquero y Descortés, cantada bien a lo macho por un Pappo asombrosamente amigable. Fue el cuarto momento cumbre. ¿El quinto?: lo provocó la nuevita Canción de Cuna (“Quiero que te duermas como un sol / que se acuesta en un campo de trigo. Tengo aquí en mi pecho un corazón / igualito al hueco de tu ombligo. Sabés quién temblaba / cuando ibas a nacer”) fue el sensiblero cable a tierra que, además de la introspección colectiva, le hizo caer la ficha al plateísta que arrojaba bengalas. ¿Cómo no lograrlo?... había mil niños y Ciro les estaba cantando a ellos y a sus “viejos piojosos”. La guitarra de Ricardo Mollo hizo reaparecer el infierno, ese que gusta, en Morella. El Balneario de los Doctores Crotos –la canción en la que mejor se manifiesta el ritual piojo– no fue el último tema –después sonaron Cruel y un cierre espléndido con Babilonia, entre otros– pero alcanzó para configurar una noche que, dada la magia, sirvió como presagio de la ceremonia dispuesta para mañana, si el tiempo lo permite.