CONTRATAPA

Vos traé la mirra

Por Juan Sasturain

Para los que alguna vez fuimos católicos, una de las cosas más lindas de la tradición cristiana de la Navidad ha sido siempre el Pesebre: el mundo, la escena, los personajes del Pesebre. Porque si todo el cuento del nacimiento de Jesús tiene –más allá de la creencia– un encanto particular, ese cuadrito final es impecable. La tradición, además, ha subrayado los aspectos más vistosos y naives, del mismo modo que la celebración simétrica, el Sacrificio de la Cruz que recuerda la Pascua, subraya la truculencia y los aspectos tenebrosos.
Como historia, toda la secuencia de la Semana Santa, de viernes a domingo, cumple con los items de un buen relato de suspenso, con las negativas de Pedro, la estupidez masiva que opta por Barrabás y el higiénico, más irónico que cínico Pilatos. Incluso funciona bien como película de terror o a la manera de ciertos falsos cuentos infantiles de los que se supone terminan bien pero que, como pasa con Dumbo, la historia es tan subrayadamente triste que no alcanza el final feliz para compensar tanta congoja acumulada. Con Cristo pasa eso: se subraya tanto el sufrimiento de la Cruz que muchos creen que la película termina ahí y la Resurrección pasa casi inadvertida, con los títulos y la música al mango cuando ya nadie queda en la sala. Es un relato para adultos, claro; para una sensibilidad de adultos que siente el final feliz como un parche, una trampa de los Estudios.
En ese sentido, el cuento de Navidad ha cristalizado no en relato adulto sino para chicos. Y es más redondo y acabado como estructura, responde a una única lógica más coherente: de las dificultades iniciales –la mala leche de Herodes, los problemas de hospedaje en la zona (también, cayeron justo para las Fiestas) y el parto que se adelanta– se llega al progresivo final feliz a toda orquesta con ingredientes muy seductores que no han dejado de ser eficaces hasta hoy. Antes que nada el Bebé, que curiosamente pasa a un segundo plano o funciona como pretexto para convocar elementos accesorios muy fuertes: la estrella orientadora, los oportunos animalitos solidarios y, sobre todo, el detalle increíble de los Reyes Magos, una idea maravillosa que incluye el “simpático negrito” tantas veces utilizado después.
Es sabido que cuando los personajes secundarios se destacan suelen generar secuelas narrativas ya con roles protagónicos. Eso pasó con los Reyes, que han llegado a tener su propia fiesta –como los pobres Santos Inocentes, obra maestra del humor negro religioso– y adquirido nombres propios que en las versiones originales no existían. Y ahí es donde la historia que arranca y culmina en el Pesebre tiene, además, un componente extra de absurdo, esa cosa mágica de las fórmulas hechas y cristalizadas.
Por alguna razón de rítmica eufonía, los Reyes se llaman Melchor, Gaspar y Baltasar –en ese orden y no en otro– y lo que le trajeron al Niño de regalo y homenaje desde Oriente es –en ese orden y no en otro– oro, incienso y mirra. Y uno mira las imágenes, ve las estatuitas, las pilchas y colores de los tres entunicados a camello y puede reconstruir el diálogo, porque si bien los tres son reyes, los de barba blanca son los que conducen, los que ordenan la secuencia: Melchor cargó el oro, Gaspar el incienso y a Baltasar le pegaron el grito:
–¡Negro, vos traé la mirra!
–¿La qué?
No hay misterio más grande que ése en el cuento de la Navidad.

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