Mar 19.04.2005

CONTRATAPA  › A 62 AÑOS DEL LEVANTAMIENTO DE VARSOVIA

Dilemas de la memoria

Por Jack Fuchs *

Los calendarios, los recordatorios, la majestad de una lápida son llamados necesarios a la circunstancia frágil que forma la memoria. Esa misma fragilidad de memoria puso precio y permitió reconstruir la vida de los testigos de la catástrofe. Todavía, como siempre, una dificultad para hablar del tema: fui actor y espectador de ella. No me gusta, nunca me gustó, abandonarme a esa consolación de víctima; quisiera hablar de los hechos en cuanto comprometen lo humano, se dé crédito o no a esta cansada categoría.
Era un muchacho, desde los trece años milité por el socialismo en mi Polonia natal. Levanté la voz contra los viejos que no perdían ocasión de recordar los sufrimientos del pueblo judío. Tres mil años de fatigas, una enormidad. Todas las fechas emblemáticas, las tristes como las alegres, el júbilo y la tragedia eran motivo de conmemoración. Los jóvenes creíamos en el olvido de todo ese pasado aplastante, había que mirar cara a cara el presente, había que mirar el futuro. Porque en el presente estaban vivos todavía la injusticia, el escándalo de la miseria, la opresión, y todo el mal que queríamos abolir. Y en el futuro estaba la ilusión de la vida mejor. Era indigna, para nosotros, la retórica del pasado. Yo también quise apropiarme del tiempo, y en esa conquista liquidar el mal.
Hace unos pocos días estuve con un grupo de jóvenes que en los próximos meses van a visitar los campos de exterminio en Polonia. El acontecimiento se llama Marcha por la Vida. Fui a verlos, pero decidí no hablar sobre los campos. Ni una palabra acerca de mi experiencia, o la de los míos. Les hablé de lo que no van a ver. De una vida definitivamente apagada. Fui para evocar la vida de las comunidades judías del este europeo. De la que mejor conozco: la vida judía de Lodz, mi ciudad. Tanto en Varsovia como en Lodz había un 33 por ciento de judíos: idioma propio, costumbres, literatura; los judíos éramos ciudadanos polacos, participábamos de la actividad política, la vida social y económica del país.
Nada de esto van a encontrar en Polonia, les dije. Es un cementerio. Un sitio de encuentro, un lugar adonde no debe dejarse de ir, siempre que resulte de un recuerdo de lo que se perdió.
Puse más el acento en dar cuenta de la vida que perdimos y no acerca de cómo la perdimos. Al insistir sobre Auschwitz, Maidanek, Treblinka, Chelmno, estamos más atrapados en la muerte. Y olvidamos la vida de Vilna, de Bialostok, de Varsovia, de Lodz, de Lublin, por nombrar unas pocas ciudades. Hubo cinco mil comunidades judías de las que no quedan huellas, salvo lo que recuerda la literatura. Tardé 40 años en regresar a Lodz, no podía convencerme de que no iba a encontrar más vida judía, aunque sabía muy bien esto, porque estuve en el gueto hasta agosto del ’44, casi hasta el final. En 1985 caminé dos horas por la ciudad de la infancia, reconocí edificios, calles, pero ningún rostro de la vida anterior. El único testimonio físico es el cementerio de Lodz, el cementerio judío más grande de Europa. Testigo único. Testigo trágico y paradójico, porque es la muerte que recuerda la vida. Al cabo de esas horas, apenas dos, tuve que irme, me angustiaba el rasgo fantasmal de los objetos que reconocía. Las calles eran y no eran las mismas, el tiempo y el vacío les daban una pátina de irrealidad estremecedora.
Quería transmitirles la realidad de la vida cotidiana, el colorido, los ruidos, los olores, el rasgo de los rostros, el modo de usar los vestidos, la música de la lengua que hablaban esos hombres; pero ahí, otra vez: el límite, la imprecisión, la debilidad de la memoria. Me di cuenta de que sólo podía hablarles en general, vagamente, como ensoñándome y ensoñándolos en la falta de consistencia de mi relato. Probablemente se trata de que soy un pésimo narrador, tengo en cuenta este matiz, esta limitación de destreza. Pero, aparte de esto, me resultó evidente, una vezmás, que lo perdido no se entrega dócil al relato, que se resiste, que los rasgos particulares, las líneas únicas, irrepetibles, de mi experiencia judía en Lodz tienen un arraigo intraducible. Sin duda, este sentimiento de dificultad y angustia en relación con lo perdido es un motivo universal, ocurre cuando uno quiere dar con una línea precisa de la expresión o la voz de un padre o una madre que han muerto, cuando uno quiere evocar la vida de la infancia en un barrio cualquiera de la ciudad; de modo que lo que me sucedía mientras hablaba con esos muchachos no es nada extraordinario. La catástrofe histórica de la que hablo se asienta sobre esta limitación, ejerce sobre la memoria una violencia desmesurada, un impacto brutal. La memoria es un dilema: no se puede vivir faltando a la memoria tanto como es imposible vivir subordinado, atado, como Funes el memorioso, el personaje de Borges, a una memoria transparente y todopoderosa.
El 19 de abril es un día que recuerda la heroicidad judía en Varsovia, pero yo no soy un testigo adecuado del heroísmo, soy testigo, en todo caso, de la tristeza. El levantamiento del gueto de Varsovia en abril de 1943 fue el último grito de un pueblo que iba a entrar en la sombra, de una vida que iba a perderse definitivamente para la memoria. Hagamos memoria entonces.

* Intelectual, pedagogo y escritor. Sobreviviente de Auschwitz.

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