Vie 29.04.2005

CONTRATAPA

Provocaciones

› Por Juan Gelman

Joseph Conrad se preguntaba qué podía interesar de las ficciones de Jane Austen, tan admirada en Inglaterra. La misión de la novela, dijo, es mostrar, “hacer ver”, y poco y nada veía él en Orgullo y prejuicio o Persuasión. E. M. Forster, admirador de la obra de Austen y de Conrad, se preguntaba a su vez qué clase de escritor era el polaco-ruso que escribía en un inglés “admirable y (que) fluye con delicada maestría”, según Borges. Desconcertaba a Forster que en el centro de los estupendos relatos de su amigo no encontrara claves, soluciones, sino una suerte de “neblina” disipadora de toda perspectiva. Es verdad que esa mezcla compleja y aun inquietante del mundo material y el interior del ser humano que impera en la escritura de Conrad puede leerse como enigma.
Ciertos críticos han intentado bucearlo en los antecedentes familiares del autor de El corazón de las tinieblas. El padre, Apollo Korzeniowski, poeta reconocido y miembro de la pequeña nobleza campesina de una Ucrania que el zarismo arrancó a la Gran Polonia, fue un patriota ardiente. Participar en el clandestino Comité ciudadano de Varsovia que planeaba una insurrección lo llevó en 1861, acompañado de familia, al destierro en el helado norte del imperio ruso. El futuro escritor, de 4 años, casi muere en ese viaje. Tenía 8 cuando fallece allí su madre y 12 cuando se extingue la existencia de su padre. Lo recoge y ampara entonces su tío Tadeusz Bobrowki, pero a los 17 Conrad deja Cracovia por Marsella y comienza su vida sobre el mar en un barco mercante francés. En esos hechos han hincado el diente algunos explicadores de literatura que consideran que El agente secreto es una estrafalaria confesión de culpa por “haber traicionado” los ideales revolucionarios que cobraron la vida de sus padres.
Esa novela de Conrad se publicó en 1907, ubica la acción en 1886 y uno de sus protagonistas es el señor Verloc, un agente provocador infiltrado en un grupo de anarquistas. En cumplimiento de órdenes de la embajada extranjera –probablemente rusa– para la que trabaja, Verloc organiza un atentado terrorista contra el observatorio de Greenwich que no logra su objetivo y en el que se inmola su cuñado semi idiota. La trama tiene ecos contemporáneos. Conrad califica el acto de “sangrienta insensatez, tan enormemente estúpida que resulta imposible desentrañar su origen por ningún proceso mental razonable, o incluso irracional. Porque la sinrazón perversa tiene sus propios procesos lógicos”. Claro que el objetivo de ese atentado era mover a las autoridades británicas a reprimir a los grupos anarquistas. No es menos claro que Osama bin Laden –al que el enorme aparato de espionaje norteamericano y aun otros no consiguen curiosamente capturar– proporcionó el pretexto para que Washington declarara un par de guerras. Por ahora.
El relato no parece confesión de culpa alguna. Una bomba había estallado junto al observatorio de Greenwich efectivamente en 1894, sin rajar siquiera sus muros. Conrad no carecía de opiniones políticas, que expuso en Autocracia y guerra, un ensayo contra la tiranía zarista publicado en 1905, año de la primera revolución rusa, y es verdad que en El agente secreto dedica largas páginas a exponer el ideario anarquista de la época. Como en toda su obra, no hizo “más que ocuparme de mi labor con entrega absoluta... hubo momentos durante la redacción del libro en que yo me sentía un extremista revolucionario”, dijo. No lo era: le preocupaba ante todo cómo decir en y con la ficción verdades cuya imagen pareciera una sombra huidiza. “¡Qué bueno sería que la idea tuviera una sustancia y las palabras un mágico poder, que lo invisible pudiera ser atrapado en una forma!”, escribió a Ford Ma- ddox Ford. Nunca se libró de “la multitud de dudas angustiosas que, con tanta persistencia, acechan cualquier intento de realizar una obra de creación”.
Conrad padeció la dolorosa conciencia de las incapacidades y las obligaciones de la lengua, de la necesidad de decir y de la imposibilidad de decir. Y no se trata simplemente de los obstáculos que él encontraba en el idioma inglés, esos vacíos existen en todas las lenguas. A tal dificultad se suma otra en El agente secreto: la de dar cuenta de situaciones históricas siniestras desde los “valeurs idéales” que Conrad profesaba en una era en que “todas las cosas sagradas y profanas se han convertido en una imitación”. Tal vez por eso el tono de la narración dimana de una clase de ironía muy particular, mezcla de “desprecio y compasión”, que también envuelve a policías, diplomáticos y miembros de la clase alta que circulan por sus páginas en un Londres lleno de “lodo y maravilla”. Para el autor de Nostromo, el valor más alto era la fidelidad a un propósito que da sentido a la vida y es lo único que se puede oponer a la nada. Cuando la barrera se rompe, surgen en sus personajes –siempre instalados en situaciones límite– toda la corrupción y la maldad que adentro llevan: esa “neblina” sin solución ni perspectiva que turbaba a E. M. Forster.
En el prólogo a una reedición de 1920 de El agente secreto, Conrad explica cómo nació la idea de la novela: un par de referencias casuales de un amigo al atentado anarquista real de 1894 y una escena de siete líneas leída en las memorias de un jefe de policía inglés de la época. Seguramente así fue. Como seguro es que el impulso de escribirla y la escritura misma nacieron de una cosmovisión que, al decir de Bertrand Russell, consideraba que “la vida civilizada y moralmente tolerable es una caminata peligrosa sobre una delgada costra de lava apenas enfriada que en cualquier momento puede romperse y hundir al imprudente en profundidades de fuego”. Lo cual no impedía a Conrad describir el comienzo de una noche londinense así: “El frutero de la esquina había apagado la gloria resplandeciente de sus naranjas y limones”.

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