CONTRATAPA
Asuntos penales
› Por Juan Sasturain
Desde que el árbitro Furchi “le dio” tres penales a Independiente en la primera fecha del Apertura –y no “le dio” uno anoche a Banfield–, el tema ha vuelto a ponerse una vez más a tiro. A tiro de doce pasos, precisamente. La cuestión no sólo es si los penales “fueron” o no, sino cuál es el significado de ese fuero particular que rige ciertas infracciones en el fútbol: el ominoso y discutido fuero penal.
Porque –en la Argentina al menos– los referís son más jueces que árbitros, más administradores de Justicia que mediadores necesarios en los que se delega, por acuerdo, la resolución de los conflictos. En buena lógica, arbitrar es decidir con equidad sin lesionar intereses legítimos; no se trata de encontrar culpables y administrar castigos. Es lo que va de hacer respetar reglas a aplicar leyes. En el caso extremo del penal, se dice que el árbitro “sanciona la pena máxima”. Además, cabe recordar que entre nosotros existe el Tribunal de Penas. Algo muy serio.
La criolla terminología es resultado de ese subrayado judicial. Sin ir muy lejos, comparar con el léxico empleado en otras latitudes puede ser revelador. Así, mientras en España los llamados burocráticamente colegiados sólo “pitan”, en la Argentina los sobreestimados jueces “cobran”. Es decir, te pasan la factura, te hacen la boleta como los chanchos inspectores de tránsito. La “falta” argentina, sea mano, offside o foul, no es simplemente una infracción, trasgresión del reglamento, sino una ofensa personal al árbitro, enemigo natural del jugador que, cuando puede, se la cobra. Lo curioso (o no) es que en España, al mantenerse más clara la función mediadora del árbitro, los que “cobran” las faltas son los jugadores del equipo rival, los mismos que para nosotros “ejecutan” los tiros libres... A unos se los dan y a otros se los cobran.
Es decir que utilizando la terminología cara a Woody Allen, en nuestro fútbol estamos más cerca de concebir las infracciones futboleras como delitos antes que como faltas. Se trata de asuntos penales.
Precisamente, en cuanto a los (tiros) penales –“penalty” han conservado los españoles del “penalty kick” inglés; “calcio de rigore”, dicen los italianos– su condición inequívoca de literal fusilamiento pone la cuestión en otro orden de cosas. El de las definiciones, el de la incidencia directa en el resultado. Popular, estadísticamente: un penal es más de medio gol.
Los penales tienen por lo menos dos maneras de existir. Una, objetiva en términos existenciales: son o no son penales; “fue” o “no fue” se discute y hoy día se verifica (?) con la tele mediante. Otra, objetiva en términos estadísticos: el réferi “los da” o “no los da”. Y no se dan todos los que son ni son todos los que se dan. En ese vacío, en esa grieta se mueve la decisión, el criterio y el destino del árbitro.
En la práctica, los penales –y las expulsiones, el otro índice testigo, aunque no tan relevante– suelen ser una especie de bonus track que se guarda el árbitro, espacio de extraña discrecionalidad (dar o no dar, cobrar o no cobrar) desde donde puede en cierto momento revertir una situación personal, jugar un destino ajeno, encender una mecha o apagar un incendio. En ciertos casos, dar penales y/o expulsar jugadores pueden ser gestos que, por omisión o recurrencia, definen una personalidad, se convierten en revelador de carácter. El juez se desnuda en público.
Por eso, tácitamente, todos sabemos –y el juez sobre todo– que el “área penal” es un espacio regido por una legalidad diferente de la del resto del campo. Todo se pone en blanco sobre negro, las diferencias entre lo venial y lo capital se agudizan, pasa a ser significativa la evaluación de intenciones, estamos en el lugar del crimen. Del penal alevoso al penal culposo; del suicidio inducido a la muerte accidental. El árbitro es policía, fiscal y juez frente a 22 potenciales delincuentes, con millaresde testigos presenciales que opinan de viva voz pero a los que no puede consultar.
La vocación arbitral –si existe– sigue siendo un misterio para mí.