Vie 12.08.2005

CONTRATAPA

Del omnicidio y cómo la muerte sigue viva

Por Juan Gelman

El sexagésimo aniversario del primer ataque atómico a una población civil que se produjo en el mundo trajo a la memoria pública algunos hechos notorios: el estallido de la bomba arrojada el 6 de agosto de 1945 por el B-29 norteamericano Enola Gay causó 40 mil muertes instantáneas en Hiroshima, cifra que a fines de ese año llegaba a 100 mil como consecuencia de la radiactividad. Tres días después, una bomba de plutonio segaba la vida de otros 80 mil civiles en Nagasaki. Pero hay algo que se conoce menos: en el 2004 fallecieron en Japón 5375 personas afectadas por esas radiaciones imparables (The Observer, 7/8/05). El total de víctimas de ese solo y enorme acto terrorista de EE.UU. asciende, por ahora, a 242.437. No hay perspectivas de que se detenga allí.
La muerte atómica también pasea por otras regiones del planeta, alimentada por una voluntad imperial: desde 1991, EE.UU. ha desatado cuatro guerras empleando armamentos que portan el llamado uranio empobrecido, rico en radiaciones mortíferas a pesar de su nombre. Su poder expansivo las han diseminado ya por ingentes territorios, desde Egipto y el Medio Oriente hasta Asia Central y el norte de la India. Su denominación científica es uranio 238, su duración letal promedio es de 4500 millones de años –la edad de la Tierra–, se degrada en cuatro etapas antes de convertirse en plomo y sigue emitiendo radiaciones en cada una de ellas. No se ha encontrado todavía la manera de contrarrestar sus efectos ni de limpiar las zonas que contamina. Llena perfectamente la definición de arma de destrucción masiva y amenaza la vida de todas las especies, empezando por la humana.
Del uranio empobrecido que recubre los proyectiles caídos en el campo de batalla no tardan en nacer partículas microscópicas de óxido de uranio. Son insolubles, permanecen suspendidas en el aire, viajan alrededor del mundo como componente radiactivo del polvo atmosférico y se depositan en tierra arrastradas por la lluvia y la nieve. Según estudios recientes, la contaminación radiactiva de la atmósfera mundial equivale al estallido de 40 mil bombas como la que embistió a Hiroshima(www.globalresearch.ca/index.php? context, 8/7/05). La doctora Rosalie Bertell, integrante del grupo de 46 expertos internacionales que en el 2003 elaboró un informe para el Comité sobre riesgos radiactivos del Parlamento Europeo, describió así las consecuencias de las radiaciones en los sistemas biológicos: “El concepto de aniquilación de las especies entraña el final –relativamente rápido y deliberadamente provocado– de la historia, la cultura, la ciencia, la reproducción biológica y la memoria. Es el rechazo humano más extremo del don de la vida, un acto que exige la aparición de una palabra nueva para nombrarlo: omnicidio”.
Las palabras nuevas no preocupan a la Casa Blanca, que desde el 11/9 considera que usar bombas nucleares, con guerra declarada o sin ella, no constituye ya “el último recurso”. The Washington Post reveló a mediados de mayo pasado la existencia de un programa militar que diseña posibles ataques –siempre preventivos, claro– a Irán y Corea del Norte. Su nombre en código es CONPLAN 8022 y consiste en una serie de operativos preparados por el comando estratégico del ejército norteamericano (Startcom, por sus siglas en inglés), cuyo componente central es el empleo de armas nucleares “pequeñas” para destruir las instalaciones bajo tierra en las que supuestamente Teherán y Pyongyang están tratando de producirlas. La experiencia afgana demostró a Donald Rumsfeld que las bombas tradicionales no bastaban para terminar con los refugios subterráneos de Al Qaida.
La teoría del Pentágono pretende que las “pequeñas” causarán perjuicios ambientales moderados y que el “daño colateral”, es decir, la muerte de civiles, será mínimo. ¿En serio? El logro de los objetivos de W. Bush en Irán o en Corea del Norte requeriría al menos la utilización de cinco a diez bombas de esa clase, dado el número de blancos esparcidos en elterritorio de dichos países. Según el CONPLAN 8022, la magnitud del estallido de cada bomba equivaldría a diez kilotones –unos dos tercios de la potencia de las que cayeron en Hiroshima y Nagasaki–; desatado a pocos metros bajo tierra, destruiría todos los edificios de dos kilómetros a la redonda y obligaría a la inmediata evacuación de quienes habitaran un área de 100 kilómetros cuadrados cuyo epicentro sería la explosión. Esta dañaría además las viviendas, los sembradíos y el ganado en un área de miles de kilómetros cuadrados y, según la dirección y la velocidad del viento, podría imponer la necesidad de evacuar con máxima rapidez a miles de personas más. Y las radiaciones seguirían ahí, contaminando el mundo por los siglos de los siglos, 45 millones de siglos para ser precisos.
En 1990, Estados Unidos dejó de producir plutonio 238, una de las sustancias más tóxicas que conoce el ser humano. Inhalarlo puede ser fatal. Aduciendo razones de seguridad nacional, la Casa Blanca levantó el veto y ha dispuesto reanudar su fabricación en instalaciones federales del desierto de Idaho. El plutonio 238 es mucho más radiactivo que su pariente cercano, el plutonio 239, que se utiliza en las bombas nucleares. Sin embargo, “muchos residentes de Idaho Falls, ciudad ubicada a 50 millas (80 kilómetros) de esas instalaciones, acogen con beneplácito los planes de construir una nueva planta productora de plutonio” (National Public Radio, 4/8/05). Habrá más agresiones irreversibles al medio ambiente de la zona y el cáncer visitará a sus habitantes con mayor frecuencia, pero circularán más dólares. Como se dijo alguna vez, la inscripción “In God we trust” impresa en el reverso de los billetes verdes está incompleta: falta una ele entre la o y la d de God.

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