› Por José Pablo Feinmann
Soy un pianista fracasado. Este ser atraviesa diversas etapas en su escalera al fracaso. Porque no todas las escaleras llevan al éxito: están las que llevan al fracaso y son iguales a las otras; con una sola diferencia, uno baja por ellas, no sube. El p-f (pianista fracasado) tiene una etapa elevada, ésa en la que está arriba de la escalera, que debe medirse por la desmesura de sus sueños. Quiere ser Horowitz o Sviastoslav Richter. Después entiende que no y deja de estudiar. Su maestro le ha dicho: “Si lo que querés es ser Horowitz, no creo que lo consigas”. El p-f deviene pianista para su propio placer. Deviene pianista hogareño. También sorprende en algunos lugares. “No sabía que tocabas el piano” es el mayor elogio que puede conseguir. Después advierte que cada día toca peor. Después regala su piano y se resigna con escuchar a los grandes pianistas, a los que nacieron para eso.
Cierta vez me invitaron a un Festival de Cine Latinoamericano en Rotterdam. Yo era el guionista de “Eva Perón” y eso justificaba mi presencia en esa ciudad con olor a papas fritas. Termina el Festival y advertimos (estaba con mi mujer) que todavía tenemos unos pesos: nos vamos a Amsterdam. Llegamos, hotel y diario de la ciudad. Nuestra primera, inevitable inquietud fue: qué tocan en el Concertgebouw. Oh, sorpresa: tocaba un pianista argentino. Su nombre: Sergio Tiempo. Y tocaba nada menos que el Tercero de Rachmaninoff, el más opulento y posiblemente el más difícil de los conciertos compuestos para el instrumento. Fuimos. Apareció Tiempo y no venía con las galas del tradicional virtuoso: tuxedo, camisa blanca y moño negro. No, traía un pantalón y una camisa medio abierta; casi, digamos, demasiado abierta. “Parece Al Pacino en Scarface”, le dije a mi mujer. Varios chistidos me llamaron al orden. Hay dos clases de asistentes a los conciertos: los que tosen y los que chistan. A los que tosen se les dice “los tuberculosos”. Tosen, sobre todo, cuando termina algún movimiento. Pero tosen también cuando se les canta. Los que chistan son autoritarios. Le recuerdan a uno que está en un Templo por el que se pasean los espíritus de Mozart o de Schumann y uno, a eso, le debe respeto: el respeto es el silencio. Sergio Tiempo se ubicó ante el teclado, apenas si manipuló su banqueta y miró al director. Empezaron. El concierto de Rachmaninoff, que se estrenó en Nueva York, a comienzos del siglo pasado, con Rachmaninoff al piano y Gustav Mahler dirigiendo la orquesta, es una poderosa partitura. Creo que los dos mejores conciertos del siglo XX llevan el número tres: el tercero de Prokofiev y el tercero de Rachmaninoff. (Acaba de salir un CD basado en esta teoría: los dos número tres, los dos Sergei, Rachmaninoff y Prokofiev, y la versión, formidable, es de Pletnev y Rostropovich.) No hay pianista que se precie que no decida afrontarlos. El que lo hace bien, es un grande. Sergio Tiempo arrasó. ¿Quién era este argentino genial? De las dos cadenzas que Rachmaninoff compuso (una pesada, llena de acordes imposibles, y otra liviana cuya dificultad radica en que hay que tocarla a una velocidad inverosímil), Tiempo eligió la liviana y la hizo como un vértigo.
Volvimos a Buenos Aires. Lo vimos luego en dos festivales de Martha Argerich y ya sabíamos mucho de él. Argerich había sido su maestra y viven en Bruselas, cerca uno del otro. Tocaron, a cuatro manos, La Valse de Ravel. Esta obra maestra desborda sabiduría conceptual. Ravel toma el vals vienés con la transparencia anterior a la guerra del 14 y luego lo desfigura para expresar la cercanía del desastre y el desastre mismo. Una vez escuché a Diego Fisherman decir de Ravel: “Yo no sé si ese tipo inventó algo, pero es un genio”. Entre las maravillas que compuso está Gaspard de la nuit, de la que hablaremos. Argerich y Tiempo tocaron La Valse en el Gran Rex, no en el Colón, porque había un conflicto gremial. Argerich (que es una de las mayores y más puras glorias que este país tiene) tocó luego un concierto de Mozart. Hacía un frío terrible en el Gran Rex. Suerte que los conciertos de Mozart tienen una considerable introducción a cargo de la orquesta: pudo así nuestra Martha frotarse los dedos y entrar en calor. Tocó el Nº 20 del genio de Salzburgo. Sombrío como ninguno, el Nº 20 sorprende por su tragicidad. Mi mujer me dice: “¿No estaría fumado Mozart cuando compuso esto?”. Con frío y todo, la Martha se despacha el concierto de cabo a rabo con el maravilloso don que le dio la Providencia.
Vuelvo a Sergio Tiempo. Días atrás leo unas líneas de Diego Fisherman, a quien siempre sigo porque, sencillamente, sabe mucho. Anuncia que apareció un CD de Sergio Tiempo con Cuadros de una exposición y Gaspard de la nuit. Guau. Al día siguiente estoy en el sitio donde compro mis CDs. Siempre me atiende un pibe que se llama Martín. Martín sabe todo. Dan ganas de amarlo. Te atiende y te enseña. “¿Qué versión tiene del Quinteto de Schumann? Llegó una nueva. Tiene que escucharla.” Meses atrás, tuve un shock. Escuché, por primera vez, la versión de Argerich de la Sonata de Liszt. Escucho desde muy jovencito esta Sonata e incluso le hice jugar un papel importante en mi novela La astucia de la razón, donde la tocaba un personaje de nombre Miguel Angel Estévez, que era, sí, Miguel Angel Estrella y que me mandó, luego de leer la novela, su versión, buenísima, de la Sonata. Luego de escuchar la de Argerich fui a verlo a Martín y le dije: “No sé cómo pude vivir sin esto hasta ahora. Pero la versión de Argerich es la mejor. Es mejor que la de Horowitz, que la de Arrau, que la de Donohue, que la Pletnev, que la de...” Mario me interrumpe: “Pero, ¿no lo sabía? Está considerada la mejor”. Sonríe feliz y dice: “Qué orgullo nuestra Martha, ¿no?” La versión es de 1971. Es lo más grande y genial que un pianista ha logrado con esa Sonata, que es la impecable gloria del piano. Está dedicada a Schumann y a Schumann no le gustó. Eran muy distintos Liszt y Schumann. Liszt puede ser altisonante, estentóreo, vacíamente pirotécnico. Schumann, jamás. Pero Liszt, en su Sonata, “toca el cielo con las manos”. Esta es una frase de Jorge D’Urbano, que era un musicólogo muy pedante, pero a veces tenía sentido escucharlo hablar. La Sonata tiene un pasaje, Allegro energico, que se inicia con un tema cuasi religioso, cuasi místico (que aparece varias veces en la Sonata), pero en esta variación (Liszt era un genio de las transformaciones temáticas) se transforma en un “con passione” que ruge con octavas en la mano derecha y acordes plenos, de cuatro notas, en la izquierda. Nunca la pasión romántica fue más elocuentemente expresada. La versión de Argerich se atreve al desborde de lo desbordante. Pero en ese torrente ni una nota se le escapa, ni una nota dejamos de escucharle. Las octavas de la mano derecha tienen una velocidad y un vértigo y un ardor como nadie les dio jamás. Es muy difícil ese pasaje. Horowitz, pianista arbitrario que se interpreta a sí mismo más que a los compositores que aborda, lo hace mal. Pletnev, lento. Donohue, académico. Geza Anda, que es un genio, suena, aquí, envejecido. Horacio Gutiérrez escatima pedal, lo toca stacatto, lo cual es imperdonable. Y no sigo más. Como si fuera poco, nuestra Martha es una mujer. Antes, las mujeres (salvo Clara Wieck, la maravillosa mujer de Schumann, que era ella por sí misma y tenía locos a los dos genios: a Schumann y a Brahms) tocaban Mozart, Bach. Argerich les pasa el trapo a todos los machos del teclado. Nadie le dio más fuego y potencia a la grandiosa sonata de Liszt.
Vuelvo a Sergio Tiempo y a Martín. Llego a la casa de música, entro esperanzado y Martín no está. Hay un pibe, de la edad de Martín, pero con aritos y cara de nada. Pero no de nada: de nada, nada. Le pido el CD de Sergio Tiempo que acaba de salir, “está en EMI”, le aclaro. “Espere”, me dice. Va a la computadora. Mueve sus dedos sobre el teclado. No sé si vieron a este tipo de ejemplares de la post-post-post-modernidad. Tienen siempre el labio inferior caído y un aburrimiento, no metafísico, sino estratosférico. No están aquí. No sé dónde están. Pero aquí no. Me mira y dice: “¿Cómo era el nombre?” “Sergio Tiempo”, digo. “¿Está seguro?” “Sí”. Teclea, teclea, mira la pantalla. Dice: “No, no lo tengo”. Nervioso, pregunto: “¿No está Martín?” “¿Martín?” “Sí, Martín. ¿No trabaja aquí Martín?” “Ah, sí. Pero hoy no está. Venga mañana.” “¿Mañana va a estar?” No me contesta y se va por ahí. Salgo a la calle. Saccomanno está en Gessel. Belgrano Rawson en San Luis. Mi mujer en La Plata, van a reponer “La Traviata” en el “Argentino”. Estoy solo como un perro. Mi vida se quedó sin música y encima olvidé tomar el antidepresivo con el desayuno. Subo a un taxi. El tipo tiene la música a reventar. “¿Quiénes son?”, pregunto. “La Renga”, me dice. Pienso: No están mal. Al rato estoy silbando.
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