› Por Enrique Medina
Los ojos de Emilse miran como si esperaran algo incierto, fortuito, sorpresivo, algo misterioso que desea con avidez. Y para recibir lo que espera con ansia se impone a sí misma una seguridad prefabricada, un andamio de preceptos que la abroquele de las dudas cotidianas y la mantenga firme de espíritu. Es una mujer inteligente, lo sabe. Y para asegurarse y convencerse de que no está ni delirando ni fantaseando sobre sus propios valores, se repite mentalmente: “Soy inteligente, soy inteligente”. Y como si no fuera suficiente el ejercicio de autoayuda al que recurre, lo fortalece repitiendo la frase en voz alta. Pero cuando se da cuenta de que llega al grito, aprieta los labios y se sienta al borde de la cama. Intenta tomar conciencia de la situación, su situación, y dominarla sin descontrolarse. Se pone de pie, camina los cuatro pasos de ida y vuelta que le permite la dimensión de este cuarto de pensión en el Gran Buenos Aires y vuelve a sentarse. Verifica su espacio. La cama está arreglada, como siempre, la acaricia. Emilse es muy ordenada. Abre el armarito y confirma que la ropa está limpia, planchada y doblada. En el rincón opuesto a la puerta, ve la cocinita algo cascada pero limpia; con la garrafa. Sucia, por el grasoso vapor que sube y sale por la única ventanita alta de la pieza, la pared está reclamando el trapo con detergente. Emilse sabe que no debe dejar que esa suciedad se apodere definitivamente de la pared, su educación no se lo permite. Siempre ha girado con orden su vida. Pero desde hace un mes ese orden tambalea. Precisamente desde que la otra persona dejó de estar en este cuarto con ella. “Pienso en persona para no pensar en hombre, porque al pensar en hombre deberé pensar también el nombre y ello me obligará a recordar su rostro, y su risa, y su...” Se observa en el espejito colgado de un clavo. No se ve fea, pero hay algo que no detecta. Arregla su pelo, mueve la boca, todo bien. Siempre y cuando sólo se detenga en los detalles evitando los ojos. Y como se sabe inteligente, esta mujer se llena de valor para mirar sus ojos. Los mira y no los reconoce, se niega a aceptarlos como propios. Están mustios, secos de tanto llanto, lejos de la lozanía que merecen. Son ojos desahuciados que le avejentan el alma y ella apenas tiene 30 años recién cumplidos, hoy. Se sirve un vaso de agua de la botella de plástico. Tiene necesidad de salir al baño pero no se anima a que la vean, ya todos saben que es una mujer abandonada, y quien no la mira con lástima la mira con burla. Se acuesta en la cama hecha un ovillo. Gime, llora, brama este animal cuyo cuerpo se deshace y estalla en mil pedazos de carne vencida rebotando en el cuarto. Al rato se sienta en la cama. Ve que las paredes chorrean sangre pero no le importa. Cuando en aquel bar él le pidió perdón por tener que separarse, ella sólo respondió diciendo que tenía que ir al baño. Allí, mal pegado a la puerta interior había un volante que guardó sin percibir lo que estaba haciendo. Ahora lo despliega, roto en las esquinas: “Unión de pareja en 1 y 7 horas. Con sólo invocar su nombre, foto o prenda, llega al corazón y la mente del ser que amas y nadie podrá separarlo. Pone al ser amado a tus pies con sólo 7 fumatas poderosas. Cura para casas, negocios, talleres, oficinas, campos, su familia”. Emilse sabe que es inteligente. Sabe que si no fuera así, no hubiera podido venirse desde su Formosa tan querida y recordada, y salir adelante trabajando de sirvienta y aprender a leer y escribir en una escuela nocturna donde lo conoció a él. Y como está convencida de que es inteligente a pesar de su mucha humildad, sabe que lo que dice este papel blanco con letras azules es mentira. Pero tiene un celular que le regaló una de las patronas de las tantas casas en las que trabaja. Se lo regaló por buena y para que pudieran combinar horarios y recoger a los niños de la escuela. Entonces, como las cosas son como son, y no como se quiere que sean, Emilse enjuga sus ojos, lee el teléfono en el aviso y marca.
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