CONTRATAPA

La sartén higiénica

Por Osvaldo Bayer
Desde Bonn

En una crónica, el periodista Marcelo Bonelli cuenta cómo el industrial José Ignacio de Mendiguren fue elegido ministro por Duhalde. Este lo citó y le dijo: “Vasco, quiero que seas mi ministro”. Le agregó que las ideas de De Mendiguren “tienen consenso entre radicales y peronistas. Están avaladas por el sindicalismo y la Iglesia. Te necesito”. Es decir, ahí estaba el plan de gobierno. Todo seguía igual que siempre. Los radicales, los peronistas, los gordos de la CGT y la Iglesia. Para qué más. Lo que cambiaría serían ahora los plazos del corralito, y nada más. Al corralito de Cavallo le hicieron un portoncito de 25 centímetros más de ancho. Pero todos aquellos que se hicieron la ilusión de que todo iba a cambiar, que ahora iba a entrar la moral y la honestidad, quedaron con la vista fija en el horizonte. Aquellos que dijeron: ahora se va a saber quién pagó las coimas del Senado, sufrió una nueva decepción. La República sigue en el camino que nos llevó hasta el fondo. Pero eso no bastó, ahora vamos a seguir en el fondo, aunque con suerte vayamos a parar al mar de los Sargazos. Resulta humorísticamente trágico que varios intelectuales nos quieran demostrar que Duhalde es descendiente directo de Arturo Jauretche, aquel patriota defensor de lo nacional. Basta leer las estadísticas de cómo se empobreció el Gran Buenos Aires durante el gobierno de Duhalde, principalmente en el cierre de fábricas, para pegar la carcajada en cuanto aquello de “defensor de la riqueza nacional”. Ni el hecho de que jamás cuando fue vice de Menem hizo alguna declaración sobre la globalización y la liquidación absoluta del patrimonio nacional y la moral.
La Argentina necesitaba en diciembre y necesita ahora más que nunca caras nuevas, jóvenes, y manos limpias que fundaran la Nueva República. Por eso, renovación total de los cuadros políticos. El juramento ético de que los autores de la catástrofe moral y material, y sus laderos, jamás irán a pisar las instituciones republicanas. Necesitamos limpiar el rostro de la República. Hace pocos días, el diario alemán Frankfurter Rundschau tituló su principal editorial con palabras que duelen: “La decadencia argentina”. Del brillante progreso universitario y su independencia en los congresos internacionales, al corralito. Y ya todo se está preparando para que todo cambie y no se modifique nada. Por ejemplo: ¿se juzgará alguna vez a los responsables de la cobarde balacera de Plaza de Mayo? Va a pasar lo mismo que con las coimas de la venta de armas a Croacia y Ecuador. Más todavía, el sistema se está apresurando a dar su versión. Leemos en La Nación: “De los treinta muertos que dejó el estallido social que precipitó la renuncia de De la Rúa sólo uno de cada cuatro falleció por la represión policial. Los restantes murieron en los incidentes entre civiles, lo que es la consecuencia de un Estado superado en su capacidad de mantener el orden”. Solapadamente se está pidiendo: más policía, más represión y va a ver usted cómo no vuelven a tocar la cacerola. Además se rebaja la importancia de los muertos: menos son, menos importancia tiene el crimen. Cuando en realidad, aunque fuera uno solo el muerto sin motivo por la policía, la sociedad sana tendría que preguntarse: ¿por qué la policía tiene esa libertad de matar?
Aparte de su editorial “La decadencia argentina”, el diario alemán describe las condiciones en que los prisioneros talibanes fueron trasladados a la base norteamericana de Guantánamo por el ejército estadounidense. Esposados de pies y manos fueron atados a los asientos del avión para que no pudieran moverse durante el viaje. Fueron doce horas. Para sus necesidades se les facilitaba una “sartén higiénica”, como ellos llaman a la chata. Describir más detalles sería caer en el placer de quien inventó en el ejército norteamericano ese instrumento de tortura moral. Luego, en la protesta de diputados ingleses por el trato que le dan losyanquis a sus prisioneros, se dirá que se falta a la Convención de Ginebra. Encadenados y rasurados son llevados al avión y allí atados a los asientos. No pueden moverse durante todo el viaje. Al llegar los esperan celdas pequeñísimas rodeadas de alambre tejido y una chapa de cinc por techo. Todo esto bajo el sol caribeño, las lluvias, los insectos y el mal trato de los guardianes, famosos por su crueldad. Los ingleses señalaron ese trato como “Justicia del Lejano Oeste”. Al leer esto me acordé de los hombres y mujeres prisioneros de los oficiales argentinos, que además del maltrato eran finalmente arrojados al mar desde los aviones. El mismo proceder, pareciera que hubieran asistido a la misma escuela –yanquis y argentinos– por su trato cobarde ante el detenido.
En Guantánamo los prisioneros serán juzgados militarmente y, es posible, condenados a muerte, sin derecho a revisión porque esa base no está bajo las leyes norteamericanas, tiene reglamentos especiales. Donald Rumsfeld, ministro de Defensa de los Estados Unidos, no les permite a los presos ninguna protesta porque son “soldados ilegales”. Fueron trasladados encadenados en peor forma que los esclavos africanos de siglos pasados, la vista cubierta. El poder por encima del derecho. El decreto que el presidente Bush firmó para la creación de los tribunales especiales que juzgarán a esos prisioneros señala que el juicio no se atendrá a posibles rectificaciones aunque se condene a muerte a los prisioneros.
Esto es un peligro para el futuro de los derechos humanos. Se falta así, entre otras, a las convenciones de La Haya y de Ginebra. Si Estados Unidos impone su criterio, se caerá todo el andamiaje construido con tanta pasión de los derechos humanos en el mundo.
Resulta trágicamente cómico que después de las protestas de los organismos de derechos humanos contra el trato de los prisioneros por parte de Estados Unidos, haya salido ahora el general Michael Lehnert para decir que los prisioneros tienen una colchoneta para dormir y dos toallas, una para secarse y la otra para rezar, y un cepillo de dientes con el mango cortado. No dice por qué los prisioneros no deben dormir de noche y que las jaulas están iluminadas permanentemente con luces halógenas. Cuando al general Lehnert los periodistas le hicieron notar que en caso de que lloviera los prisioneros se mojaban, él les contestó con exactitud de militar: “Después de la última lluvia que tuvimos fui hasta allí a ver cómo estaban y los encontré bien”. Una respuesta que tranquilizó a todos.
Pero, claro, así como Estados Unidos procede con sus prisioneros de guerra, de la misma manera obra la Argentina al perdonar y proteger a los peores criminales de guerra de su historia. El tribunal alemán de Nuremberg acaba de pedir la extradición de los dos criminales que terminaron con la vida de la estudiante alemana Elisabeth Käsemann: el coronel Durán Sáenz y el general Sasiaiñ, como lo había hecho antes con el general Suárez Mason. Pero en la Argentina, los criminales uniformados son protegidos por todos los gobiernos, después de la desaparición de personas: por el de Alfonsín, el de Menem, el de De la Rúa y, ahora, el de Duhalde. Una de las primeras medidas fue nombrar ministro de Defensa al de siempre, al de obediencia debida y punto final, a Jaunarena, que tuvo el placer de firmar con De la Rúa el rechazo a la extradición del asesino Suárez Mason. Ya está allí, Jaunarena, de nuevo; es una seguridad para Duhalde, que no le toquen a los oficiales del Proceso.
Ante esta indignidad en el trato de los prisioneros talibanes, la población norteamericana tendría que haber salido a la calle a protestar por lo que el ejército hace en su nombre. Pero no. Salieron, sí, con Vietnam, cuando ya tenían perdida la guerra y vivían la realidad de miles de sus hijos que habían caído en el frente.
Pero alguna vez tendrán que salir a la calle: los gastos de guerra son altísimos y los comedores para dar sopa a la gente sin trabajo semultiplican día a día. La guerra es un juego peligroso aunque los intereses sean no los derechos humanos sino el petróleo.
Si los argentinos nos conformamos con el corralito, vamos a terminar encerrados en él. Claro que tal vez Estados Unidos, a través del Fondo Monetario Internacional, nos provea una “sartén higiénica”, para que no la pasemos tan mal.

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