Vie 09.01.2004

CULTURA  › UNA COLECCION ESENCIAL DE LA
FANTASIA Y CIENCIA FICCION VUELVE A LAS LIBRERIAS

Minotauro, hogar de las crónicas marcianas

La serie iniciada en 1955 por Francisco Porrúa concentró nombres de la talla de Ray Bradbury, Julio Cortázar, Anthony Burgess, Stanislav Lem y J. G. Ballard. La reedición del catálogo es mucho más que una oferta para el verano.

› Por Juan Sasturain

Se le dice relanzamiento, aunque no es exactamente eso. Pero lo bueno es que buenos libros viejos –o no tanto– vuelven con sello clásico en nuevo formato. Así, durante diciembre se han vuelto a distribuir títulos del fondo histórico de Minotauro, la maravillosa colección de ciencia ficción y fantasía creada por Paco Porrúa hace casi medio siglo en Buenos Aires. El Grupo Planeta –ese conglomerado de editoriales que no se sabe hasta dónde llega– acaba de poner en librerías las versiones en formato de bolsillo (serie booket) de Crónicas marcianas y El país de octubre, de Ray Bradbury, Solaris, de Stanislav Lem, Noches de cocaína, de J.G. Ballard, y La naranja mecánica, de Anthony Burgess. Son libros baratos y bien impresos de edición española, ya que Minotauro es ahora –desde el 2001– una más de las joyas coloniales engarzadas en la corona editorial hispana. Y prometen que serán muchos más los títulos en nueva circulación: este mes, uno se podrá llevar a la playa otro Bradbury –Las doradas manzanas del sol–, uno de los primeros de Olaf Stapledon –Juan Raro– e Invernáculo, de Brian Aldiss. Para febrero ya serán como veinte y así –dicen– de aquí en más, todo el fondo editorial de Minotauro pasará al bolsillo del lector caballero y a la cartera de la dama lectora, mientras en el formato grande o normal se irán desgranando las novedades. Buena noticia para los lectores de ciencia ficción, se supone. Pero para los de literatura a secas, mejor aún.
El Minotauro, un monstruo de papel
Cuenta la leyenda del Minotauro griego que el combinado Asterión de Minos murió a manos del inescrupuloso Teseo –auxiliado por Ariadna, la del hilo conductor– y que ahí quedó, desangrado en su laberinto cretense, para alimento del mito y de las águilas que uno imagina se lo habrán llevado de a pedazos por arriba. La leyenda del Minotauro argentino no va tan lejos, pero –a diferencia del original– este monstruo sigue vivo aunque del otro lado del Atlántico, más precisamente en Barcelona.
La historia comienza en 1955. A principios de agosto, mientras la Argentina erizada de contradicciones comenzaba uno de los períodos más negros de confrontación y rencor político, aparecía en las librerías un libro extraño y maravilloso que provocaría una revolución que no era precisamente la inminente Libertadora: Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, un volumen de cuentos de ciencia ficción de autor casi desconocido en castellano. Porque si bien Más allá había publicado algún relato meses antes y Walsh, en Leoplán, otro, este libro con prólogo de Jorge Luis Borges –consignado en la tapa– y traducción de un Francisco Abelenda que no era sino el pudoroso Porrúa, tenía todas las características de un hecho inaugural.
La ciencia ficción y la fantasía ya habían hecho pie por entonces en la Argentina –existían revistas como la citada Más allá, de Editorial Abril, y varias colecciones populares de kiosco–, pero Minotauro sería desde el comienzo otra cosa: una serie no rutinaria de ficciones que pondría sobre todo el énfasis en la calidad literaria de los textos, en el respeto de un lector pensado como consumidor de literatura y –un rasgo singularísimo– en el impecable diseño. Porque Minotauro, en todos los sentidos, no se parecía a nada de lo que había en la librería.
En la imagen, Porrúa optó por lo moderno, no por lo bizarro: en lugar de cohetes y monstruos con ojos de insecto, las tapas de los primeros años de Minotauro son dibujos abstractos del notable Juan Esteban Fassio, el genuino patafísico argentino. En los sesenta ilustrará Rómulo Macció, en las décadas siguientes, con rediseños sucesivos serían artistas como Fati, Nine o Chichoni los que darían la cara en la tapa.
Y por sobre todas las cosas, Minotauro se dio una política de autores. Con traducciones impecables –él mismo, Pezzoni, Aurora Bernárdez, Aníbal Leal– y absoluta libertad de criterio, Porrúa dio a conocer a todos los grandes nombres del género de los cincuenta en adelante, mientras daba simultáneo espacio a un amplio espectro de obras sin sujetarse a las limitaciones de la ciencia ficción dura. Así, junto a Bradbury, Sturgeon, Wyndham, Stewart, Ballard, Stapledon, Coldwainer Smith, Philip Dick, Bester, Simak o Clarke –para nombrar sólo un primer tramo de quince años de catálogo–, Minotauro descubrió y tradujo la extraordinaria Señor de las moscas, de William Golding; la memorable Soy leyenda, de Richard Matheson; al Anthony Burgess de La naranja mecánica casi en simultáneo con el film de Kubrick, y el ciclo del El señor de los anillos de Tolkien mucho antes de su explosión masiva. A la sensibilidad de Porrúa se debe, también, haber difundido el Italo Calvino de Las cosmicómicas y Tiempo cero y los delirios de Kurt Vonnegut; haber recuperado para el lector informado al Lovecraft de El color que cayó del cielo y dar a conocer la única novela de Herbert Read, La niña verde, entre otras sutilezas.
Pero acaso el ejemplo mayor de audacia y perspicacia editorial de Porrúa haya sido la publicación en 1962 de las memorables Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar, serie de textos inclasificables que revelaron por primera vez el costado jodón y misceláneo del proteico autor de Rayuela, su amigo.
Regreso con variaciones
Ahora, ese fondo editorial reaparece en formato pocket y masiva distribución buscando nuevos lectores sensibles. Los encontrará. Para el actual relanzamiento, pese a que se conservan las versiones originales, se han operado ciertos toques en los textos, debidos, probablemente, a que se trata de libros editados en España. Así, a alguien se le ha ocurrido la conveniencia de corregir –levemente, eso sí– el prólogo de Borges y en la traducción que sigue firmando Francisco Abelenda hay muchas cosas que el Porrúa del ‘55 no escribió. Tampoco parecen exactos algunos datos, como que la primera edición en castellano de La naranja mecánica haya sido del ‘76. La traducción de Aníbal Leal es varios años anterior; del ‘72, precisamente, y se hizo aquí.
Pero no cabe exagerar. Borges explicaría –y tendría razón, como siempre– que en otro tiempo u otra dimensión quién hizo qué dejará de tener sentido incluso como pregunta. Mejor, lector: lee, disfruta y calla.

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