CULTURA › ENTREVISTA CON LA ESCRITORA LILIANA HEKER, FRENTE A SU OBRA COMPLETA
“No me atrae lo políticamente correcto”
Con un volumen integral de cuentos y sus dos novelas, se reedita toda la obra narrativa de Heker, que aquí habla de aprendizajes, influencias y polémicas. “No hay nada más abominable que un torturador, pero decirlo literalmente es innecesario: si escribiera una novela sobre Videla trataría de ponerme en su verdad personal”, dice la autora de El fin de la historia.
Por Angel Berlanga
“Hay momentos en los cuales, aunque uno no lo sepa, está decidiendo su vida”, dice Liliana Heker en su departamento de San Telmo, a punto de contar la génesis de uno de los treinta y dos relatos que componen Cuentos. Por primera vez sus cuatro libros de relatos, publicados entre 1966 y 2001, aparecen reunidos en un solo volumen; el torrente de reedición de su obra también repone sus dos novelas, Zona de clivaje, aparecida en 1987, y El fin de la historia, de 1996, con la que, por la forma en que abordó la traición de una militante montonera, produjo una considerable polémica. De la época de la dictadura, sobre la que transcurre y gira esa novela, cuenta ahora Heker: “Me habían echado por subversiva de la Caja de Industria y Comercio; por entonces yo trabajaba en programación de computadoras. Había salido un aviso en Mercedes Benz y me presenté: el cuestionario ya era de terror, persecutorio; preguntaban, por ejemplo, ‘religión’. Mientras hacía el examen me dije: ‘Si me aprueban me muero: no puedo trabajar acá, ni cumplir un horario, no puedo nada’. Dejé sin hacer el examen, me fui a un café, abrí mi cuaderno y empecé a escribir con una alegría y una libertad inconcebibles. Ahí nació Un resplandor que se apagó en el mundo”.
Heker precisa que ese relato, que terminó siendo título de su segundo volumen de cuentos, fue la pieza necesaria para sacar el libro en plena dictadura. “Publicar, en esa época, era sentir la reafirmación de lo que uno hacía, fue muy importante para mí”, dice esta narradora, que por entonces dirigía, junto a Abelardo Castillo y Sylvia Iparraguirre, la revista El ornitorrinco. En la década anterior ya había publicado Los que vieron la zarza, su primer libro; tenía 22 años y encabezaba, también junto a Castillo –“fundamental en mi formación”, dice–, otra revista casi mítica: El escarabajo de oro. Es notable el nivel de detalle que conserva respecto del momento en que surgió la idea de cada cuento, su evolución, sus detenciones en el tiempo, sus sucesivas reescrituras; De lo real, por ejemplo, uno de los textos de su tercer libro de relatos, Las peras del mal, publicado en 1982, “tuvo su primerísima versión cuando yo tenía 17 años y recién empezaba –cuenta–; es curioso que a esa altura haya tenido el conflicto de la idea central: alguien descubre qué es un cuento y a partir de ese momento no encuentra nunca más un tema”. Luego, en 2001, publicaría La crueldad de la vida, el último de sus libros de cuentos.
Su gata persa, Natasha, la asiste entre un atril y el monitor de su computadora; por estos días Heker trabaja en una novela sobre uno de sus dos escritores de cabecera: Guy de Maupassant. El otro, acota, es Chéjov. Pero también reconoce la influencia de los estadounidenses: Salinger, dice, sobre todo. Sus otros dos gatos, la siamés Mitia y el blanco y gris Iván, duermen ovillados en el hall, al lado de este estudio que da a la calle Perú, donde esta narradora nacida en 1943 dice que postergó por el momento la novela que venía escribiendo sobre “la ebriedad de la vida”.
–¿Qué cambios principales nota entre sus primeros cuentos y los últimos?
–A los del primero los escribí entre los 17 y los 21: estaba descubriendo la narrativa. Cuando aparecía algún hallazgo formal es porque salía; Los que vieron la zarza es un cuento que instaló un mojón en mi trayectoria, porque es el primero en el que encuentro un recurso formal para vencer una limitación. Como no me podía poner en el punto de vista de ese boxeador, porque no sabía qué se sentía arriba de un ring, decidí contar la historia a través de los otros personajes, los hijos, la mujer. Pero en esa primera etapa no manejaba las formas: las encontraba. Luego pasaron varios años en los que escribía muchos comienzos de cuentos pero no podía pegar un salto. Con Georgina Requeni o la elegida conseguí, luego de muchos fracasos y un trabajo arduo, transmitir la sensación del paso del tiempo, como realmente pasa en la vida. Don Juan de la casa blanca, el otro relato de Un resplandor que se apagó en el mundo, que trata sobre la mujer de un alcohólico que no puede entrar en su mundo y tampoco mirarlo de afuera, recorre una parábola: desde un punto muy bajo de mucha angustia se alcanza un punto muy luminoso de alegría y entendimiento, y luego vuelve a caer en la angustia. Desde ese segundo libro es que empecé a manejar los recursos. Yo creo que la historia de mi narrativa es la de un aprendizaje: con cada cuento y cada novela aprendo algo. Y siempre es una lucha dar con la forma.
–¿Hay una influencia de Cortázar en sus primeros relatos?
–Es muy probable, de cierto Cortázar coloquial. Yo lo leí por primera vez a los 17 años. Cuando escribí Los juegos todavía no lo había leído, pero sí había leído un cuento de Abelardo Castillo, Conejo, que tal vez sí tuviera una sombra de Cortázar. Su influencia, tal vez, fue indirecta. Creo que ese modo de lo coloquial que instala Cortázar en los ‘60 de alguna manera se esparce entre los jóvenes que empezábamos a escribir por entonces.
–Dedica el primer cuento a su hermana y el último a su madre, ¿qué papel jugaron en su narrativa?
–Es bastante significativo eso, sí. El personaje de Lucía, la hermana mayor que aparece en otros cuentos míos, es mi hermana. A ella le debo mucho: siempre quiso hacer de mí un ser perfecto, y me atormentaba. O escribía cuentos con eso o terminaba en lo del psicoanalista. Le debo también el amor por los libros. A mi madre, mientras estuvo viva, nunca le dediqué un relato. Era un personaje excepcional. Y muy irritante, mientras vivía con ella, como suele ocurrir con las madres. Cuando me fui a vivir sola aprendí a disfrutar de su arbitrariedad, su locura y su carga desmedida, a veces aplastante, de amor. La primera idea de La crueldad de la vida, el cuento que le dediqué, tardíamente, surgió de cuando entré por primera vez con mi hermana a un geriátrico; mi madre estaba perdiendo la conciencia, pero por suerte nunca la internamos. Cuando salimos nos agarró un ataque de risa; ahí pensé “ésta es la crueldad de la vida, pasa el tiempo y nosotras nos seguimos matando de risa de cualquier cosa, como cuando éramos chicas”.
–Cuando publicó El fin de la historia se generó una polémica bastante áspera en torno del personaje de Leonora Ordaz, la militante detenida en la ESMA que traiciona a sus compañeros. ¿Cómo observa el episodio a la distancia?
–Creo que es una novela que se leyó apasionadamente. Algunos críticos cuestionaron ciertos aspectos; el planteo más claro lo hizo Graciela Daleo, que cuestionaba por qué había elegido a una militante que traicionaba. Y bueno, a mí era ese personaje el que me interesaba, el que me parecía realmente novelístico. Yo no digo “los militantes son así”; yo tomé a un personaje muy particular del que quería desarrollar qué lo llevaba a actuar así. Pero más allá de eso lo que la novela plantea, sobre todo, es la casi imposibilidad de escribir sobre ese tema. En fin: no estoy vacunada contra cierta crítica esquemática. Si quiere verse que yo digo que los militantes traicionan, contra la estupidez no puedo hacer nada. Todo el que publica está expuesto a cualquier crítica. Leonora tiene una trayectoria y hay otros que actúan de manera totalmente distinta, en un contexto que marca una ideología. No hay una verdad absoluta; también el torturador tiene la suya, pero eso no quiere decir que yo la comparta. No hay nada más abominable que un torturador, pero decirlo literalmente es innecesario. Si escribiera una novela sobre Videla trataría de ponerme en su verdad personal, y que el contexto de la novela sea el que vaya marcando su monstruosidad. No me interesa coincidir con lo políticamente correcto; me encanta movilizar el pensamiento: la historia nunca es limpia ni prolijita. Creíamos eso cuando éramos adolescentes.
–¿Y ahora?
–Yo sigo creyendo en un mundo donde cada uno tenga de acuerdo con sus necesidades y de acuerdo con sus posibilidades: me parecería maravilloso. Pero todavía no encontramos ese mundo. Yo quiero contar las contradicciones del mundo en que me tocó vivir. Y mis propias contradicciones, también. En la novela, la escritora Diana Glass quiere, a toda costa, contar una historia en la que el militante es heroico y muere, digamos, por su verdad y la de todos nosotros. Y se encuentra con una historia muy distinta. Eso me interesaba contar.
–¿Ese personaje tiene mucho de usted?
–Le presté mucho de mi vida; es un poco más perdedora que yo, más melancólica. Pero como yo, es miope y vive en el barrio en que viví. Tiene muchas cosas de mi historia personal.