Tchaikovsky, el intimista
Los 12 grandes equívocos de la música Capítulo 6 Los equívocos son dos. Uno es el de su muerte y el supuesto patetismo de la Sinfonía “Patética”. El otro es más importante. Para muchos, Tchaikovsky es el de los trombones desbocados de la quinta sinfonía, el de la melifluosidad de los grandes ballets imperiales y el de los cañonazos que, en homenaje al año 1812 y la derrota napoleónica, aún resuenan en Buenos Aires. Sin embargo, su música de cámara muestra a un autor tan audaz como poético e introspectivo.
Por Diego Fischerman
Un grito en cámara lenta. Los brazos, las caras, aparecen velados por el vapor. El cuerpo es introducido en una bañadera llena de agua hirviendo. La imagen se sobreimprime con la de la muerte de la madre y pertenece a una película y a una leyenda. La película es La otra cara del amor, donde Ken Rusell contaba, en clave de psicodelia inglesa, la vida –y la muerte– de un Piotr Illich Tchaikovsky al que le había tocado la cara del Dr. Kildare. La leyenda es la del suicidio. El compositor murió de cólera, el 6 de enero de 1893, y allí, en la película, aparecía tomando, intencionalmente, agua contaminada. Desde el Werther de Goethe, el suicidio por amor era un tópico ineludible. Pero la verdad era, por supuesto, otra.
Hacía nueve días que se había estrenado, en San Petersburgo, su sexta sinfonía. Cuando volvió a tocarse, in memoriam, unas semanas después, fue bautizada Patética. Y muchos la entendieron, precisamente, como su nota de despedida. Quienes quisieran, de ahí en más, leer la vida del compositor como pieza maestra del género tragedia homosexual encontrarían allí suficientes pistas: la cita al Requiem ortodoxo del primer movimiento y, por supuesto, el inusual adagio final (un movimiento lento de toda lentitud) poblado de tensas disonancias. Mucho después, John Purdie, director de una serie de televisión, realizada por la BBC londinense, titulada ¿Quién mató a Tchaikovsky?, se contestaba: “Sólo hay que escuchar la Sexta Sinfonía para oír el tormento de un hombre”. La versión de Tchaikovsky, sin embargo, fue diferente.
En el último verano antes de su muerte, mientras escribía la sinfonía, anotó: “Nunca sentí tanta autosatisfacción, tanta felicidad, como la que me produce la conciencia de que soy yo, realmente, el creador de esta maravillosa obra”. En la semana anterior al estreno, se había sentido contento y así se lo había comentado a su hermano Modest –libretista de su notable ópera Iolanta– y a su sobrino Bob, con quienes se había encontrado para ir al teatro, aprovechando un descanso en los ensayos de la sinfonía. La salida fue el 25 de octubre y, en un intermedio, fue a los camarines para saludar al primer actor, un amigo de su hermano. La conversación rondó el tema de la eterna espiritualidad del arte en contraste con lo pasajero de lo físico y de las vidas terrenas. Hablaron, claro, de la muerte. En un aparte, Piotr Illich tomó a Modest del brazo, acercó la boca a su oído y le dijo: “Falta mucho todavía para que tengamos que enfrentarnos con ese horror. Siento que viviré mucho tiempo más”.
El malentendido con la que terminó siendo su última sinfonía es, en todo caso, el mismo que alimenta mucho de lo que los melómanos convierten en esencia misma de la música que escuchan: la presunción de autobiografismo. Para Tchaikovsky, nacido en 1840 y educado sentimentalmente con el Romanticismo, los sentimientos trágicos eran más profundos y significativos que los festivos. Una sinfonía, entendida como relato metafísico, de acuerdo con lo que el siglo XIX había construido con la tradición beethoveniana, debía tener grandes contrastes dinámicos, modulaciones armónicas capaces de conmover al oyente, desgarros, luchas, triunfos y derrotas. El compositor del Romanticismo aspiraba a la tragedia pero podía, por ejemplo, sentirse feliz por haber logrado una obra de auténtico patetismo.
Pero no es éste el malentendido mayor alrededor de la música de Tchaikovsky sino el que la asocia, exclusivamente, con melodías cuya belleza puede acercar peligrosamente el empalago, con orquestaciones estrepitosas; con ballets imperiales destinados al embobamiento del zar con las volutas de cisnes, bellas durmientes y otros personajes infantiles y, sobre todo, con los famosos cañonazos agujereando la marsellesa napoleónica en la Obertura 1812. Hay otro Tchaikovsky, desde ya, y es mucho más interesante: el de sus tres cuartetos para cuerdas –se dice que el segundo movimiento del primero, Adagio Cantabile, provocó las lágrimas de Tolstoi–, el de las exquisitas canciones –Si sólo supiera y Fue en el comienzo de la primavera son verdaderas obras maestras–, el de Lasestaciones, una serie de doce piezas para piano dedicadas, cada una, a un mes del año, y, en particular el del Sexteto para dos violines, dos violas y dos cellos llamado Souvenir de Florence. En esa obra escrita en 1890 y en la que tres de los cuatro movimientos están en modo menor aparece un gesto instrospectivo, donde el espíritu de la canción popular empapa las audacias armónicas y en que una nostalgia sombría se apodera del relato. Tal vez no haya allí autobiografía. Sí, en cambio, el más perfecto patetismo en su versión más solitaria.