Vie 05.11.2004

CULTURA  › ENTREVISTA A HEBE UHART, QUE PUBLICA CAMILO ASCIENDE Y OTROS RELATOS

“Mis cuentos son domésticos, aunque agrego disparates”

Se trata de una antología de esta autora de mirada falsamente inocente.Tomás Abraham, Elsa Drucaroff y Elvio Gandolfo la celebran.

› Por Silvina Friera

Cuando estaba aburrida porque no había ningún chico de Moreno con quien jugar, la nena de nueve años y ojos pícaros, que miraba el mundo que la rodeaba con una curiosidad felina, se sentaba a una mesita y escribía. Quizá para elevarse o para ascender, que es lo mismo. La mujer que recuerda su infancia, Hebe Uhart, es una de las mejores cuentistas argentinas, una “hija adoptiva” del gran narrador uruguayo Felisberto Hernández, a quien considera su maestro. “A los catorce o quince, escribí unos versos horribles: ‘Quisiera ser un niño, pequeño e inocente, y crecer de pronto en experiencia y vida para ir no sé adónde...’.” Hebe interrumpe el recitado, se tienta y se ríe. Es de esas mujeres que sonríe no sólo con la cara; su risa se expande por su cuerpo y es saludablemente contagiosa. De esa niña que fue conserva una chispa en la mirada y una manera de mirar el mundo, acaso haciéndose la distraída o la que no sabe, pero manteniéndose siempre alerta para captar una palabra o una frase que escuchó por ahí –en un bar, en la calle, en una reunión–, que se traslucen en sus relatos: en el modo en que cuenta lo que observa y lo que escucha.
“En mi casa no tenía acceso a la lectura, apenas unos libros de mi hermano, que eran muy teológicos. No fui estimulada a escribir, nadie me pidió ni me obligó a que escribiera. Pero, seguramente, debe haber habido un estímulo subterráneo, alguna cosa que hay en las casas porque, si no, ¿para qué mi mamá me contaba tantas historias? Hasta que un primo, más culto, me dijo: ‘Tenés que leer a Neruda, a Guillén y a Vallejo’. Y los leí. Después entré en la Facultad de Filosofía y empecé a vincularme con otra gente sabia con la cual hablábamos de libros”, señala Uhart en la entrevista con Página/12. La próxima semana se publicará Camilo asciende y otros relatos (Interzona), una antología con los mejores relatos de Uhart (El budín esponjoso, Leonor, Guiando la hiedra, Querida mamá, ¿Cómo vuelvo? y El predicador y la isoca, entre otros), prologado por Elvio Gandolfo, que incluye un cuento inédito: Cartas de un colono (ver aparte).
En el mismo año en que obtuvo el premio Konex en la categoría cuento, su obra comienza a ser reeditada y reconocida por la crítica. Hebe confiesa que sus primeros cuentos se los mostraba a un filósofo amigo que murió, Rubén Masera, “pero que tenía mucha lectura de literatura”, aclara. “Y él me tallereaba, me decía lo que estaba bien o lo que no iba. Publiqué Dios, San Pedro y las almas y me suscribí a Los Recortes, una revista que traía las críticas de los libros que salían. No sé cómo esperaba críticas. Yo desconocía el mecanismo. Ni siquiera sabía que los libros se presentaban”, explica. Después escribió el segundo libro, Eli, Eli, lamma sabachtani, gracias a un subsidio que consiguió del Fondo Nacional de las Artes. “Este lo presenté, invité a mis amigos y se pelearon esa noche, vino mediante, y nos fuimos unos para el norte, otros para el sur.”
–¿Le sirvió la filosofía o fue un ámbito que no trató de filtrar en la escritura?
–Me sirvió la carrera porque creo que está mejor dada que la de Letras. Hay algunos filósofos que son escritores: Nietzsche o Kierkegaard, por ejemplo. En mi juventud, algunos filósofos me despertaban un sentimiento muy fuerte, y para escribir sirve cualquier cosa que te produzca una emoción o un impulso muy potente; después lo trasladás, quién sabe cómo, a la literatura. Pero también me sirve leer sobre la vida de animales: gente que ha mirado a los animales, de la misma manera en que uno mira a las personas.
–¿Qué escritores la estimulaban para escribir?
–Depende de las épocas. En los primeros años, la lectura de todos los rusos, Dostoievski, Chejov, y también Thomas Mann y algunos cuentistas norteamericanos. Para mí la influencia más directa y consciente es Felisberto Hernández, porque me siento representada totalmente en lo que escribió. Hubo un libro que quiero mucho, Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga, que me parece extraordinario: él es el Andersen latinoamericano. Yo estudiaba mucho el lenguaje de la gente. Tenía una tía loca, y me extrañaban sus composiciones lingüísticas porque eran increíbles: “La señorita del bidet invitó al inodoro”. Eran hallazgos lingüísticos, y me preguntaba qué quería decir. Y ponía mucha atención en lo que decía, o en cómo componía eso que decía.
–¿Podría definir los rasgos de su literatura?
–Es muy recortada, no es comunicante porque no ve a las personas en situaciones vinculantes, sino que las ve como si fueran una representación: no me meto con los personajes, los dejo ahí. Lo mío es medio artesanal, doméstico, aunque de vez en cuando hay un poco de disparate. En un tiempo me molestaba mucho que me dijeran que era una escritora naïf, por el lenguaje que usaba, y me sentía como si fuera una nena pelotuda (risas). Una vez, en La Paz (Bolivia), hace como 25 años, un señor desconocido me dijo: “Vos sos buena escritora, pero sos escritora para escritores, no vas a llegar a la gente”. No sé qué me quiso decir (risas).
–Muchos señalan la presencia del humor en sus cuentos. ¿Qué representa para usted?
–El humor siempre es una forma de distancia. Si uno escribiera en carne viva o pusiera toda la carne en el asador, plantearía todos los problemas de la vida. El humor es una forma de decirle al otro: “Este problema está resuelto”, es como una cortesía para el lector. El humorista se cocina solo, porque dice: “Esto es así”, y le encuentra la vuelta. El humor es capaz de aliviar todas las cargas impensables.
–Pareciera que, en los últimos años, la literatura argentina carece de humor, se ha tornado un tanto ceremoniosa y severa...
–Pero Alicia Steimberg tiene humor, también lo tenían Isidoro Blaisten o Daniel Moyano. No hay que tomarse el rol del escritor como algo serio. Lo que sucede es que la vida en Buenos Aires se vive con una intensidad que da calambre, ¿no? Todo sucede rápidamente, tienen que pasar cosas importantes y significativas: “tiene que viajar”, “tiene que veranear”. Hay muchos “tiene que” y eso conspira contra el humor. En las provincias hay más humor, pero nosotros, que estamos pasados por el psicoanálisis, creemos que la vida es como una confidencia perpetua de dramas. En algunos concursos literarios noté que hay muchos cuentos en donde la casa es un encierro, y la madre y la hija conviven en una monotonía infernal. Todo es visto bajo una perspectiva escéptica de que esto no mejora, que es la misma perspectiva que nos contamina para mirar la política. “Esto no mejora nunca”, como si fuera un animal enfermo que contagia.
–¿El humor ya estaba presente en su primer libro?
–No tanto, porque era muy joven y los jóvenes no tienen humor.
–Entonces el humor se vincula con la sabiduría...
–No, con la resignación (risas). Cuando sos joven, creés que te llevás el mundo por delante y que todo es posible. La primera vez que fui a Nueva York miré la ciudad y dije: “¡Y qué tan alto!”, si no es mucho más alto que Buenos Aires. Y cuando volví, hace diez años, pensé: “La mierda, uno se siente una cosita chiquitita en medio de una ciudad grande”.
–¿Qué piensa del reconocimiento que ha recibido de la crítica en los últimos años?
–No me detengo a ver qué dicen las críticas; las tengo guardadas, pero no las releo. Me gustaría que alguna vez me dieran una buena leña (risas), a ver qué pasa. Es buena la leña, te sacude.
–¿Por qué nunca publicó en editoriales grandes?
–Lo único que te garantiza es una mejor distribución. Una vez estaba por publicar, pero como me postergaban, le pregunté al editor qué pasaba. Me contestó que tenía que esperar porque estaban sacando a Isabel Allende. A esta altura no voy a hacer ninguna penitencia, ni penar a ver si me admiten o no. Todo lo que se me dé fácil lo hago. Te digo, como mi jefecito, Tomás Abraham, que cuando estaba en la cátedra me decía: “Menos nazis, yo voy” (risas).

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