CULTURA › CULTURA ENTREVISTA AL ANTROPOLOGO RICARDO SANTILLAN GÜEMES
“El que ganó en América latina fue el diablo cristiano, que llegó de Europa”
Su libro Imaginario del diablo recopila textos de tradición popular y plantea la cuestión de la demonización del “otro”.
Por S. F.
La clave para comprender la palabra diablo, según los preceptos de la cultura occidental, está en la letra “o”. Ya el trazo cerrado y categórico de la vocal invalida la inclusión de lo otro, algo que sí han practicado –y que practican– los miembros de las comunidades populares e indígenas de América latina. El antropólogo Ricardo Santillán Güemes lo intuyó hace muchos años cuando, como estudiante universitario, decidió investigar el tema de El Familiar, la encarnación animal del demonio. Entonces no sabía que esa embrionaria curiosidad científica concluiría, recién a mediados del año pasado, en el Imaginario del diablo (Ediciones del Sol), un libro que, al igual que muchos carnavales latinoamericanos, parece comandado por un diablo festivo y pletórico de vitalidad. Basta con leer la primera parte, una amplísima antología de textos de la cultura popular –del cancionero y del refranero como los relatos inéditos recogidos por el autor–, para hacerse un festín con el perro negro sin cabeza, el Toro Supay, los múltiples duendes como vástagos del Mal, la víbora en la palmera o la Salamanca, esa cueva misteriosa donde mora y ejerce su magisterio el demonio. Pero también emerge la delicada relación entre las mujeres y el mal y –no podía faltar– la mitológica suegra, “esa vieja condenada”.
En la segunda parte de Imaginario del diablo, el autor reflexiona sobre los diversos mestizajes y fagocitaciones que sufren los diablos impuestos por los españoles en América, representaciones que resultaron ser más eficaces para colonizar el imaginario del indígena que la vaga y anodina pintura del paraíso cristiano. “Todavía en los carnavales del norte se dice que el diablo anda suelto; el tema es saber por dónde pasa para salir a jugar con él un ratito”, bromea Santillán Güemes en la entrevista con Página/12. “No podía parar de recopilar y juntar historias porque me parecían muy divertidas, como la de la monja poseída por el demonio porque se olvidó de limpiar la lechuga –señala el antropólogo que se desempeñó como profesor de las universidades de Salta, del Salvador y de la UBA, y que actualmente es docente del Instituto Universitario del Arte y en la Escuela de Arte Dramático–. Como decía Antonin Artaud, ‘todo gran mito pone un pie sobre el mal’, son dos caras de la misma moneda”.
–¿Qué dicen del hombre del siglo XXI las representaciones que fue adoptando el diablo?
–Recuerdo que le pregunté a un paisano salteño, que vivía en Don Torcuato, si acá en la ciudad también estaba el diablo, El Familiar. El me dijo que estaba en las cosas que no se entendían, como la televisión, la radio o las discos. Esta metáfora del diablo aparece frente a la incertidumbre, a la incomprensión, o al azar que nos maltrata. Por la tragedia de Cromañón, se dijo que el diablo metió la cola, pero el que metió la cola es el diablo negativo, el materialista. En el libro discrimino entre dos diablos: el pariente del Familiar, que busca el poder y está ligado a la muerte y a la antropofagia, y el otro diablo, que es el creativo, el que ayuda a parir. El que mete la cola en Cromañón es el diablo de la codicia: por tener un mango más se violan ciertas reglas que atentan contra la vida. El otro día veía en la televisión una performance de Chabán. Indudablemente él es responsable de lo que pasó, pero se estaba demonizando la figura de Chabán al descontextualizar esa performance, dando como verdadero un aspecto que es artístico. El tema de fondo del libro es la demonización porque siempre el otro es el diablo.
–¿Estas formas de demonización certifican, quizás, el fracaso rotundo de la razón?
–Occidente nos vendió el bien o el mal, lo blanco o lo negro, cuando en las culturas populares e indígenas es lo bueno y lo malo, todo junto. Esto forma parte del pensamiento simbólico y, para Jung, el símbolo nos conecta con lo posible. Jung señala que cuando el símbolo muere se convierte ensigno y continúa vivo porque nos sigue proveyendo de significación, nos está dando señales de alerta: darle importancia a la intuición, a lo creativo y a la razón.
–Usted advierte que la figura del diablo fue una manera eficaz de sometimiento que ejercieron los españoles en América. ¿Esta figura sigue cumpliendo una función de control social?
–Sí, totalmente. El que gana en América latina es el diablo europeo, el cristiano. En las culturas americanas existían entidades malignas que eran tan tenidas en cuenta como las benignas. Los conquistadores y la Iglesia inyectaron una moral a esa temática del mal, y con ella aparece el control social. Esto encierra un montón de paradojas, por ejemplo, una religión como la cristiana ha negado el cuerpo, cuando Cristo se encarnó, se hizo cuerpo. Hay una negación sistemática del cuerpo por el tema del pecado. El control social y político está ligado a la imposición de una ética en América, y eso sigue operando. No es casual la censura que sufrió la muestra de León Ferrari, o los conflictos con el tema de la educación sexual.
–Si los extremos en cierto punto se conectan, ¿qué relaciones existen entre las ceremonias de la religión católica y los rituales demoníacos?
–Hay un filósofo español, Eugenio Trías, que señaló que cuando la filosofía o la religión acotan un campo, ya se están creando los otros campos: el pacto con el diablo no tendría sentido sin el cristianismo.
–Suena similar al despliegue de la dialéctica marxista...
–Exactamente. El problema es la síntesis. La cultura popular tiende a sintetizar, nada queda afuera porque de alguna forma u otra todo lo integran. El conflicto lo tenemos nosotros, aristotélicos, y ahora seguidores de Bill Gates. ¿Qué sería Bill Gates: un ángel o un demonio? Es el nuevo Aristóteles, el que clasifica todo. La clave está en el daimon de Sócrates; él dialogaba con esas partes, y creo que es una buena síntesis de la razón y lo simbólico a partir del diálogo.