DEBATES › OPINIóN
En una reflexión basada en buena parte en su experiencia personal, el escritor y crítico literario intenta una aproximación a dos personajes que marcaron y marcan la actualidad política argentina.
› Por Noé Jitrik
Es claro que es difícil decirlo de un político que disfrutó de muchas posibilidades de una acción para la que se había programado desde muy joven, pero siempre me pareció que Raúl Alfonsín, desde que lo vi de cerca por primera vez, era un hombre delicado y reflexivo, nada inclinado a las grandes frases ni a las proclamas encendidas. Prudente y contenido, hasta cierto punto yo reconocía en él, con cierta presunción, un temperamento dramático, no sólo, insinué, por las graves decisiones que tuvo que tomar, sino por cómo podían haberse gestado y luego refractado en su espíritu. Pude decírselo la última vez que me crucé con él pero no puedo decir cómo lo tomó o pudo haberlo tomado. Sonrió y nada más.
Por cierto, dadas las posiciones a las que había llegado, se supone que debía compatibilizar esos rasgos de carácter con determinada dosis de especulación o de cálculo. Tal vez haya encontrado en su fulgurante carrera la fórmula para conducir ese cálculo, que íntimamente podía aparecérsele como sacrificando fines que íntimamente también perseguiría, acordes con sus pensamientos y sentimientos. Pero no es seguro; al contrario, no haberla encontrado cuando necesitaba hacerlo le implicó grandes costos, concesiones cuyas consecuencias lo llevaban muy lejos de esos fines. No es el momento de dar ejemplos, puedo imaginar que se sabe a lo que me refiero.
La primera vez que lo vi mucho no sabía de él y sus proyectos, fue en la cafetería de un modesto hotel de la calle Revillagigedo, en el centro de México. Era, me parece, en 1980; estaba acompañado por Roque Carranza y lo había llevado a mí mi viejo amigo Jorge Roulet, uno de sus más cercanos, como lo supe en ese momento. Quería tener un panorama del exilio argentino en ese país: le describí como pude lo que nos unía, poco en ese momento, y lo que nos dividía, mucho: básicamente, un sector dominado por Montoneros, respaldado por algunos miembros del ERP y algunos simpatizantes properonistas de uno u otro de los grupos y, por el otro lado, en el que estaba yo, independientes, gente de izquierda de diversa filiación.
Me escuchó con atención, me hizo preguntas, no emitió ningún juicio, no pude saber si le caía mejor un grupo o el otro, pero su serenidad no me fue indiferente. Pude pensar, incluso, años después, cuando por fin ganó las elecciones, que esa conversación había sido útil y que la tendría en cuenta a los fines de un reconocimiento o de algún mensaje; después de todo, el exilio era para mí y para todos los que estábamos ahí, un tema de estado y no una cuestión puramente individual y un presidente sensible, que estaba al tanto, no podía ignorarla.
La ignoró, tal como lo pudimos percibir poco tiempo después, cuando uno de sus principales voceros, el brioso Dante Caputo, habló sobre derechos humanos en El Colegio de México y no mencionó ni siquiera el asunto. Un poco a la fuerza, violentando acaso sus ideas sobre el tema –supongo que desconfianza, terreno anegadizo, un mejor no meterse en un asunto respecto del cual él y sus representados se sentían ajenos–, Caputo corrigió levemente su omisión pero no borró la pobre impresión que nos quedó a todos. Sin embargo, mi imagen de Alfonsín no había sufrido mella de modo que podía comprender que, como lo señalé, debía compatibilizar con algunos efectos producidos por la dictadura y esperar condiciones más propicias para enfrentarse con todas las rémoras dejadas por ella y restañar numerosas heridas.
Ese momento quedó atrás: los exiliados empezaron a volver, yo aún no y lo volví a ver, pero de lejos, durante la visita que hizo a México ya siendo presidente a mediados de 1984. No me pareció que el poder lo hubiera cambiado; sólo daba salida a su aplomo, parecía muy seguro de lo que proponía y decía, y a su alrededor, como es natural, pululaba una población que acompasaba sus dichos con asentimientos de diverso tipo, incluyendo el fundamental asunto del juicio a la cúpula militar, hecho único en la historia de la humanidad.
En 1986 volví a la Argentina con escasa suerte y un fuerte sentimiento de depresión: sentí que nada me era propicio y que en el fondo no se habían producido grandes cambios y, por lo tanto, que muy poco me ligaba a la realidad que veía. Regresé a México convencido de que en este país y no en el mío estaba radicado mi futuro. Entretanto, los desdichados episodios de la Semana Santa de 1987 pusieron a prueba la capacidad de Alfonsín de conducir el barco con firmeza, las concesiones que acaso no pudo menos que hacer a los remanentes de la dictadura lo hirieron, lo debilitaron y aquella fórmula se le hizo insostenible, de modo que poco a poco el impulso inicial, ese dramatismo que le adjudiqué, se fue perdiendo o más bien cambiaba de carácter, ya no era el de un personaje que toma decisiones graves sino un juguete de los vientos de la historia o, menos todavía, de una sociedad cuyas ansiedades e inseguridades confieren su forma a quienes deben conjurarlas, en este caso, un hombre de cuyas sanas intenciones nadie dudó nunca.
Me crucé una vez más, después que dejara la Presidencia, corrido por una inflación histórica, en el aeropuerto de Santiago de Chile y después del delirante episodio del asalto al cuartel de La Tablada, en 1988, a consecuencias del cual había muerto, entre otros, Claudia Lareu, hija de mi entrañable amigo de toda la vida, mi hermano, Julio Lareu. Una foto, en la que se ve a Alfonsín mirando a los muertos que yacen en el piso estaba nimbada por la consternación, no era el representante del Estado que miraba a los justamente castigados con la muerte por haber atentado contra una institución sagrada como la militar sino un hombre acongojado, como sin saber qué hacer.
En Santiago me acerqué a él por sugerencia o curiosidad de mi hijo, dijo reconocerme y conversamos un poco, naturalmente del giro que estaban tomando las cosas con Menem instalado en la Casa Rosada. Luego, no se cuánto tiempo después, firmó el llamado Pacto de Olivos, en apariencia otra concesión más, aunque no faltó quien interpretara que con ese arreglo le estaba dando aire a un partido, el radicalismo, cuya respiración se estaba haciendo de día en día más angustiosa: operación de salvataje se dijo, ignoro si lo dijo él pero, en todo caso, y para mi interés en esta recuperación de su figura, curiosa relación entre oficialismo y oposición, aquello que no había podido resolver cuando había sido presidente y de la que ahora recogía algunas migajas. Quizás seguía los pasos de otro personaje dramático, contemporáneo y de actuaciones mucho más espectaculares, Mijail Gorbachov, que con sus concesiones esperaba salvar algo de la ruina que estaba vislumbrando a poco que mirara a su alrededor.
Nos encontramos otra vez cuando, con un grupo que se había constituido para bregar por un juicio correcto a los presos de La Tablada, que habían iniciado una huelga de hambre, lo fuimos a ver, ya eran los tiempos del impermeable De la Rúa. Nos recibió, muy a la defensiva, discurrió sobre el daño que le había ocasionado esa loca operación, pero nosotros hablábamos de otra cosa, un juicio, resolver una situación que se estaba prolongando y que dañaba más al gobierno que a los propios presos. Después de argumentar y contrargumentar –entre nosotros había alguno muy poco dispuesto a discutir– yo le recordé la fotografía; le dije que la persona que él había estado contemplando apenado era una muchacha a la que yo había visto nacer y que en su expresión no había satisfacción ni aire de triunfo sino dramatismo, algo así como una pregunta que nos devolvía a la trágica historia del país mismo, atormentado por crímenes, errores fatales, desinteligencias abismales.
No sé qué obtuvimos de ese encuentro, probablemente nada; acaso, así como había arreglado con Menem no quería interferir con De la Rúa, cuyas ideas sobre la cuestión no eran demasiado brillantes ni se hacían cargo de un dolor como el que trasuntaba aquella foto.
La última vez que lo vi fue durante una fiesta en el Club del Progreso. Me vio al pasar, se me acercó, como si nos hubiéramos conocido mucho, tendría quizá de mí una ráfaga de conocimiento como la que tenía yo de él, no lo sé; el hecho es que me saludó y, tomando valor, le dije que me parecía que él era un personaje esencialmente dramático; me miró sorprendido, no era tal vez un elogio, tampoco una acusación. Sonrió tenuemente y se fue, no sé si me agradeció.
Más allá de un rasgo personal, lo dramático está en aquella ecuación o fórmula que tuvo manifestaciones tan poco gratificantes. Creo, mirando a la distancia, que concedió cuando acaso no era indispensable porque le atribuyó a sus antagonistas algo así como una esencia inmutable; arreglar era, por lo tanto, la solución pero en realidad no lo fue: no pudo o no supo tener una teoría de la oposición, no pudo o no supo darle una vida mejor y, en consecuencia, la oposición, inmodificada, negociadora, tajante, lo abatió y eso dio comienzo a esa triste situación en la que da coces un partido que tuvo un ideario, tuvo el poder y varias oportunidades de resurrección.
Me pregunto si puedo pensar análogamente respecto de otros políticos, no cualquiera sino en los que hayan poseído o posean parecida relevancia. Pude haber hecho reflexiones de este orden sobre Arturo Frondizi, pero no es el momento de evocarlas, lo hago en otros lugares. El hecho es que no he tenido la suerte, o la oportunidad, de tener una relación semejante con otros políticos que hayan llegado a posiciones de poder como las que he narrado acerca de Alfonsín y, por consecuencia, me es mucho más difícil razonar en los mismos términos. Sin embargo, la pregunta que nos hacemos cada vez que alguien que se nos pone por delante subsiste, más si socialmente gravita: ¿quién es, para el caso, Alfonsín? De alguna manera creo haberme acercado, pero tengo algunas dificultades para responderla o abordarla respecto de otros; una no menor es la distancia “histórica”. Cómo hacer, por ejemplo, con personajes todavía actuantes. ¿Cómo hacer con Cristina Fernández que está tan presente y cuya personalidad suscita tantas reacciones y consideraciones? ¿No será mejor o más prudente esperar a que el tiempo me permita discernir con claridad un perfil, un modo de ser, que es mi objeto de interés? Pero ¿cuánto tiempo?
Como el azar, o cierta lógica de los encuentros sociales, no ha querido en este caso favorecerme, nunca he tenido la oportunidad de hablar con ella y de observarla de cerca por el simple hecho de que nunca me ha tocado estar cerca de ella: para pensar, por lo tanto, en “quién es” no tengo otro recurso que considerar sus apariciones públicas, despojar sus dichos de lo específicamente político y, quizás, con suerte, o con una finura analítica que no siempre me responde, ver lo que queda, eso sería mi búsqueda.
Y también dejar de lado lo que se ha dicho y se dice de ella, sobre todo con una clara, e irracional, intención de denigrarla: el efecto de la catarata de adjetivos que se emiten a diario es paradójico: por un lado la exalta –porque la victimiza–, por el otro la ignora como sustantivo –porque la adjetiva. La operación es tan elemental, y hasta infantil en los insultos, que no vale la pena refutarlos y ni siquiera indignarse aunque cueste comprender por qué y cómo pueden brotar en un sitio que después de todo se precia de ser civilizado.
Pero eso no es todo; pese a la tentación, por otra parte, tan socorrida, de entramarse con lo privado, hay que dejarlo de lado no sólo porque no tenemos acceso, eso es obvio, y aun si lo tuviéramos no sería pertinente al sentido de la búsqueda que estoy haciendo que no es de ninguna manera psicoanalítica. Más bien quiero deslindar todo lo posible –lo político, “lo que se dice”, lo privado– en una tentativa de salir de lo evidente y asirme a algo impalpable, el efecto que queda luego de cada una de sus apariciones públicas, con la idea de que eso puede llevarme a la persona.
Me atrevo, entonces, en un primer paso, a decir que tal efecto, cuando anuncia una medida que acelera el pulso de la opinión, probablemente sus anuncios no estén previstos por los cálculos de los entendidos, suele ser desconcertante, o sea que desconcierta. Es tal vez la seguridad con que anuncia una decisión pero también sin duda cómo la argumenta valiéndose de un lenguaje que no parece determinado por el objeto de que trata sino que se apoya en otros lugares discursivos. Así, una decisión de orden económico, por ejemplo, no omite vibraciones femeninas o aun domésticas; una relacionada con derechos humanos o remanentes dictatoriales no renuncia a ciertas metáforas literarias; una de orden cultural deja entrar toques pragmáticos; un enfrentamiento periodístico apela a una persuasividad íntima, como si el interlocutor, a veces antagonista, “comprendiera” algo que evidentemente no está queriendo comprender; una evocación personal, familiar, no deja de lado conexiones con lo trascendente, “lo personal es político”, parece proclamar.
Y así siguiendo: el examen de todo el “corpus”, eminentemente oral, en el que residen esas inflexiones, podría llegar a explicar al mismo tiempo la irritación que provoca en quienes desechan esa evidente separación respecto de un discurso político acostumbrado, conocido, previsible y, por lo general, masculino, y la admirativa sorpresa que brota en otros, acaso menos apegados a retóricas, tal vez más abiertos a una innovación, o más crédulos, más fácilmente sensibles a un discurso como ése o simplemente convencidos de antemano.
¿Será lo desconcertante como efecto buscado expresión de una tendencia supuestamente eficaz para seducir, convencer y arrastrar a las multitudes, que se abre paso en esta época, a la manera en que en otras, no muy lejanas, los políticos querían conferir a sus discursos un calor doméstico, de gente común, ya no de iluminados salvadores? Mover el piso, sacudir el tablero: bien puede ser un modo, una táctica argumentativa en auge, que por el momento y en esta instancia rinde sus frutos.
En todo caso, la presentación de tales decisiones suele descansar sobre una primera persona que asume el tema como si hubiera salido de su mero y propio imaginario, como si no hubiera resultado de un proceso cuya génesis, de este modo, queda oculta. Ayudada por una memoria sin flaquezas y una exhibición de la información necesaria, se desprende de su discurso que asume la responsabilidad –algo así como “que la historia me juzgue”– de lo que decide, lo cual da lugar igualmente a respuestas de dos vertientes; por un lado, la acusación de una arrogante tendencia a ponerse, única, en escena, con toda la soberbia del caso y, por el otro, a una ilimitada defensa de sus actuaciones, incluida la admiración: esa responsabilización sería algo que para gran parte de los políticos que están en la escena estaría fuera de toda norma, desconocen ese sentimiento o lo soslayan.
Todo esto se resume en un rasgo, arrojo o, más precisamente audacia, un rasgo que, como un eje unitivo, recorre de un lado a otro un temperamento, un conductor que nos permitiría, así sea parcial y un tanto arbitrariamente, responder a la pregunta desencadenante, a saber “¿quién es Cristina Fernández?”; la respuesta sería: “Alguien determinado por la audacia”.
Decir eso, y como presuntuoso modo de determinación, es evidentemente poco, porque muchos otros comparten o compartirían ese rasgo, y mucho, porque quienes tienen compromisos tan graves como los de los presidentes suelen reprimir sus impulsos, negocian con su propio yo, se guardan de definiciones y piensan fatigosamente antes de dar un paso. Cristina Fernández los da. Y no es que no los piense: la audacia, en su caso, como motor fundamental de sus acciones, cumple no obstante siempre con requisitos, la argumentación, la precisión, la claridad.
De este modo, pareciera que esto es todo lo que puedo saber acerca de quién es; como se ve, eso no resulta de una inferencia, por más sutil que sea, de sus afirmaciones sino porque presiento que algo, un resto, estaría detrás de sus enunciados. Y ya en este terreno es evidente que no me sirven las observaciones triviales o previsibles sobre la pertinencia del asunto que aborda, así como tampoco sobre el acierto de su oportunidad o la importancia del tema que trata; ese resto, ese algo, o ese “todo”, la “audacia”, tampoco es los medios retóricos que emplea para presentar su decisión, sino un significante oculto que hace admitir juntamente con los medios empleados. ¿No es así en todo acto verbal? ¿No es que en el lector opera y actúa lo oculto aunque la identificación, el reconocimiento o el rechazo sea lo primero que genera una reacción, un sentimiento, una respuesta?
Ambas líneas de fuerza, creo, “resto o algo o todo”, o sea “audacia”, y “medios” se alimentan recíprocamente y si muchos se sienten comprendidos en sus necesidades por las medidas que toma, si otros admiran una evidente capacidad discursiva, si hay quienes están dispuestos a creer en todo lo que dice porque es mujer y habla como tal y si todo eso garantiza su eficacia, tal acción de lo oculto sería indisociable de lo más íntimo. Se trata, pues, de “audacia”, cualidad o rasgo que la definiría en su ser así como el dramatismo podía definir el ser de Alfonsín. No es de sorprenderse: así como hay tímidos constitucionales hay audaces, también constitucionales, y ni uno ni otro eligen serlo: audaces fortuna iuvat decían los antiguos augurando, a quienes estaban marcados por tal cualidad, un futuro promisorio. Por ahora, eso se cumple en este caso.
La noción de dramatismo comporta si no la posibilidad de vacilaciones al menos una dimensión dilemática que en el caso de Alfonsín fue evidente y que lo llevó a ceder, contra su deseo más íntimo, a la presión de una realidad compleja y hostil; por ello, creyendo que podía apaciguar a las fuerzas contrarias en realidad las alimentó, le fue dando a una oposición feroz los nutrientes que le permitieron socavar sus propósitos y finalmente sacarlo del juego, y ¡de qué manera!, sin que se pudiera condenarla por tratar de lograr sus propios objetivos; así, Menem, que resulta el beneficiario de la operación “excavación”, también “desgaste”, aparece como su contracara, borra mucho de las propuestas de Alfonsín, cambia el lenguaje que, de dramático, se torna mera y vulgarmente cínico pero para muchos convincente y realista.
Si ahora, para Cristina Fernández, el rasgo que respondería a su ser es otro, como traté de situarlo, el camino apenas se abre aunque tenga una segunda oportunidad de hacerlo actuar, obviamente el próximo período presidencial: ¿qué producirá su audacia? Le está prohibida la vacilación, sobre todo respecto de una oposición igualmente dura –no sólo partidos, no sólo medios ni concentraciones de capital, no sólo intereses divergentes en su propio sector– de modo que uno se pregunta qué hará a partir de la audacia que hasta ahora pareció guiar sus decisiones.
Varias y no imprevisibles salidas son pensables para posiciones de poder institucional y político considerando que las condiciones generales en las que se mueve un gobierno, un país y el mundo son fluctuantes y cuya forma puede ser sorprendentemente inesperada. En ese sentido, las complicadas e irritantes relaciones que existen sin duda entre Gobierno y ese conjunto que no lo es pero que, en parte –la oposición política– aspira a ser, llenas de malentendidos y de oscuras u ocultas motivaciones, tan inconfesables y poco transparentes para observadores no estrictamente concernidos, pueden ser encaradas de no muchas maneras. La primera, cediendo el lugar al enemigo (caso Frondizi con Alsogaray, De la Rúa con Cavallo); la segunda, persiguiendo un pacto o compromiso (caso Alfonsín con Menem); la tercera intentando destruirlo (caso Perón). ¿Habrá alguna otra para dirigir esa audacia?
Me atrevo a postularla: crear las condiciones discursivas y concretas para ayudar a la oposición a construirse como alternativa válida y sensata, a encontrar un lenguaje, no intento decir “nuevo” pero, en todo caso, capaz de encararse con problemas de fondo y no sólo de poder.
¿Lo hará o no, encontrará una ruta o un sendero para internarse en esa perspectiva, lo estará pensando? Si no lo hace en términos de recurso a doctrinas sacramentales puede ser, la imaginación, que no la ha abandonado, la ayudará; si, por el contrario, apela a retóricas –y por tal cosa se entiende no sólo un estilo oratorio sino esas invocaciones a grandezas vacías que se obstinan en perdurar, lo mismo que ese arsenal de recursos conocidos y gastados para enfrentarse con problemáticas de estado– que presuponen una escucha predeterminada e invariable, esa masa argumental que algunos creen que los demás, el pueblo por así decir, quiere oír, pues tendrá que caer en alguna de esas tres previsibles respuestas. La audacia, con cualquiera de ellas, cederá el paso y el dramatismo, el de la situación, no el de Alfonsín, volverá a ocupar la escena.
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