DEPORTES › LAS PERIPECIAS POLíTICAS DE LA COPA
› Por Darío Pignotti
Dicen en Brasil que el “fútbol es la patria con botines”. Esa frase, perteneciente a un celebrado escritor de crónicas deportivas, encaja perfectamente con la furia blanca que despertó en los espectadores (demasiado descafeinados para ser hinchas) la presencia de la presidenta Dilma Rousseff en el partido inaugural de la Copa, disputado en el Arena Corinthians, construido contrarreloj en una de las barriadas más humildes de San Pablo, en la que hay algunas favelas y donde el Movimiento de los Trabajadores Sin Techo asentó 5000 personas en demanda de viviendas populares.
Con fervor patriótico, una parte posiblemente mayoritaria de los 62.000 asistentes al juego Brasil-Croacia corearon íntegra la letra del himno nacional –algo poco común en el público verdeamarillo y habitual en el uruguayo o mexicano– y empalmaron sus últimos versos con insultos tan groseros hacia Rousseff que sólo pueden ser proferidos por sujetos barbarizados.
Vestida de verde “esperanza”, cumpliendo una promesa hecha a los jugadores del combinado, Dilma permaneció inmutable en el Arena Corinthians, popularmente conocido como “Itaquerao”, mientras le llovían los agravios surgidos en el sector VIP y luego diseminados por el estadio, ante la observación desconcertada de Diego Maradona; el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, y el jefe de la FIFA, Joseph Blatter.
“Fue algo absurdo”, lamentó Maradona, en línea con la opinión del ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva, para quien “lo que hizo esa gente fue cosa de cretinos”. “Dudo de que ni el uno por ciento de los trabajadores brasileños tenga la falta de vergüenza de decir lo que se dijo (allí). La elite brasileña quiere despertar el odio de clases”, sostuvo el corinthiano Lula.
El viernes, un día después de asistir a la victoria brasileña 3-1 sobre Croacia y haber soportado el “Itaquerazo” de insultos vociferados por un público mayoritariamente de clase media alta, y blanca, Dilma, esta vez luciendo un saco naranja holandés, como en los tiempos de Johan Cruyff, fue recibida por centenas de operarios de una obra en Brasilia ante quienes se despachó a voluntad. “Yo ya soporté muchas más agresiones verbales, soporté agresiones físicas casi insoportables... y puedo decirles que nada me apartó de mi rumbo y no son esos insultos de ayer algo que me intimide o atemorice. Tengan por seguro que no voy a dejar que esto logre abatirme –afirmó–. Quiero recordarles que durante toda mi vida he tenido que enfrentar las circunstancias más difíciles, incluso situaciones que llegaron al límite del sufrimiento físico”, reforzó Rousseff, una ex guerrillera sometida a cárcel y torturas entre 1970 y 1973, durante la dictadura militar.
No hay dudas de que para la presidenta y candidata a la reelección por el Partido de los Trabajadores (PT), el “Itaquerazo” del 12 de junio fue un traspié político rotundo y, más que eso, fue un revés mediático del cual sacará provecho la oposición en la campaña hacia los comicios del 5 de octubre.
En el Palacio del Planalto, sede del gobierno nacional, estiman que las imágenes de Rousseff en (la mala) compañía de Blatter, mientras son repudiadas por el público, ilustrarán los cortos publicitarios del candidato Aecio Neves, heredero del ex gobernante Fernando Henrique Cardoso, ambos del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB).
“Dilma es una presidenta sitiada, arrogante, no puede salir del palacio por el malhumor permanente de la sociedad brasileña”, embistió Neves, que aún recuerda la caída de su Cruzeiro ante Estudiantes dirigido por Sabella en la final de la Libertadores de 2009, y es el candidato preferido de buena parte de los banqueros y el ex crack Ronaldo.
El bloque de fuerzas conservadoras que lo respalda y el propio Aecio Neves apenas esconden su intención de transformar el “Itaquerazo” de la semana pasada en una tragedia político-deportiva equivalente al Maracanazo de 1950, cuando Brasil fue derrotado 2-1 por Uruguay en la final de la Copa del Mundo.
“La derecha imagina que puede haber un Maracanazo que acabe con Dilma y los gobiernos del PT. Van a usar todas las armas a su alcance, pero creo difícil que lo logren. Creo que al final Dilma vencerá. No será fácil, somos conscientes de que tenemos que enfrentar dos mundiales, el de fútbol y el electoral, pero al final ganaremos”, dijo tiempo atrás a Página/12 el secretario general de la Presidencia, ministro Gilberto Carvalho.
Por lo pronto, y más allá de la pirotecnia del jueves en la apertura de la Copa, Rousseff sigue al frente de las intenciones de voto con el 34 por ciento, 15 puntos arriba de su adversario Neves, según informó hace diez días la consultora Datafolha.
Ciertamente, resulta un tanto forzada la traslación automática del “Itaquerazo” al Maracanazo, como si los incidentes del jueves anunciaran una inexorable derrota de Dilma y el PT en octubre. Esto porque aquella tragedia de 1950 ocurrió en otro país, cuando el escenario social y el futbolístico eran muy distintos de los actuales.
El público que asistió a aquella final en el Maracaná era en buena medida representativo de aquel país de 51 millones de habitantes: fueron cerca de 200 mil personas, que pagaron entradas relativamente accesibles y permanecieron de pie en un estadio construido para las masas.
En cambio, este Arena Corinthians o “Itaquerao”, erigido según los estándares excluyentes de la FIFA, sólo alberga a 62.000 personas, capaces de pagar boletos de unos 350 dólares (promedio aproximado entre el más barato, el más caro y la reventa), en un país de 200 millones de habitantes cuyo salario mínimo es de 300 dólares.
En los alrededores del estadio, del otro lado del muro, los vecinos del barrio Itaquera y las favelas próximas vieron el debut de la selección brasileña por televisión y cuando concluyó el himno nacional, que fue bastante cantado en los bares, no se sumaron a los insultos surgidos de las plateas VIP: hubo vivas, quemas de fuegos artificiales y algarabía.
Como se ve, la “patria (brasileña) con botines” no se retrata en estos estadios construidos para esta Copa.
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