Por Diego Bonadeo

Como desde hace años y desde casi siempre, el muro de los lamentos de los domingos “apocalípticos” de River fue una vez más la confitería del hall central del estadio. Ya durante el partido, y apenas Battaglia le metió el meollo al tiro libre desde la derecha de Donnet para el primer gol de Boca, nerviosismos varios –en las tribunas, no en la cancha– presagiaban tormentas para después, a menos que cambiara todo: trámite, actitud, resultado. Pero no. No hubo cambios, y Boca pudo haber hecho más que el segundo de Iarley.
Los reclamos por el “apocalipsis” de un Superclásico perdido pasaron por diferentes carriles. Desde el que reclamó –a la manera decembrista del 2001– “que se vayan todos, que no quede ni uno solo...”, como si se pretendiera que se fueran, por ejemplo, también, Costanzo y Cavenaghi; hasta una demanda generalizadora para que la Comisión Directiva se renovara en pleno, además del alejamiento de Manuel Pellegrini y la rescisión del contrato del Chacho Coudet.
No es la primera vez que se secretea a voces respecto del alejamiento del técnico chileno –incluso algunos medios lo dieron por alejado ayer pasado el mediodía– ni tampoco es la primera vez que, pese a lo que se secretea, Pellegrini se queda. Pero que el absurdo argumento de última generación para el tirón de orejas al chileno sea su convicción manifestada en voz alta en la conferencia de prensa, respecto de avizorar más frustraciones futbolísticas para el equipo que dirige –que bien pudo Pellegrini haberlas adivinado bastante antes de ahora–, parece, por lo menos una excusa falaz.
Fue sinceridad tardía, pero sinceridad al fin. Que no necesitaba la ratificación de Pellegrini. A menos que siga sin entenderse que el fútbol es impredecible, que lo juegan los jugadores, que para compromisos de copas, sumados a los vernáculos, es necesario contar con los mejores.
No se gana ni se juega bien ni con la camiseta ni con la hinchada ni con los dirigentes ni con los directores técnicos.