DEPORTES • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
El sábado Martín Palermo hizo el milagro y se dictaminó (con válida jurisprudencia) que es el rey del gol, el especialista infalible. Ayer lo metió el pibe Bolatti, cuya entrada era casi una renuncia a atacar. Lo hizo con clase: la paró, la midió, la coló al lado del poste. Con el tiempo se le reconocerá, anoche nadie estaba sentado de nuevo para ver la repetición: todos se perdieron en la ronda de abrazos. Todos emitieron ese grito ronco cuya composición se divide en tercios: desahogo, corte de manga y festejo. Diego Maradona lo interpreta bien, se patentizó en su explosión final, peleándose con “ellos”. “Ellos” son el enemigo siempre al acecho, los buitres que anhelan la derrota, la “contra”. En el debate público Maradona es confrontativo, schimittiano. Y cuando celebra es, francamente, un hincha más. La sintonía con el sentimiento popular la conserva invicta; como técnico, hmmm...
Quedarse afuera del Mundial era una pesadilla posible, de la que zafamos raspando, sin encanto ni figuras brillantes. Padecimos ese insufrible síndrome de abstinencia en el ’70, cuando los peruanos nos dieron toque en la Bombonera, que se había elegido para meterles miedo. Terminamos empatando, con un golazo del Toscano Rendo que no gritó nadie porque ya era la hora y era imperioso ganar. Demasiada mala pata meter un gol así, con la cancha desbordando de tropa propia, y escuchar sólo el silencio. Los hados fueron más concesivos con la Selección en estos días. Dos goles sobre la hora, sin mayor mérito que los sustentara, chito para los que se quejaban de que no ligamos.
Sudáfrica será otra historia. Todo puede ocurrir, hasta que seamos campeones o, aun, que juguemos bien. En el corto plazo, habrá que soportar el reflujo de la ciclotimia mediática que pasó del apoyo irrestricto (y obsecuente) al técnico al trato despectivo, filo destituyente, fundado en datos que eran obvios de movida, como su falta de experiencia.
Con la platea en el living asegurada para 2010 y sin hipótesis de default a la vista, cabe relajarse, gozar y divagar un poco. El cronista tiene la impresión de que los mundiales son únicos porque generan un transitorio clima de consenso extendido y amplían a la hinchada. Hay que armarse de temple para soportar los pareceres de quienes no saben nada, pero ése es el precio de los derechos universales. La cantidad tiene su valor y su mérito, pero no siempre es calidad. Tampoco es proporcional a la pasión: la relación entre los hinchas y la Selección es menos incondicional que con los clubes. A la divisa se le perdona todo, “se la sigue a todas partes”, se la “aguanta” en la mala racha o en el descenso. A la Selección se le exigen excelencia, resultados óptimos, se la desampara en los momentos aciagos. Daba lástima ver que nadie se arrimaba a comprar entradas para ir al Centenario, con la clasificación a tiro de empate, es inimaginable tanta especulación con el club.
La Brujita Verón, un jugador maduro y comprometido, puso un toque de distinción y de mesura. Declaró que Argentina no debe festejar una clasificación al Mundial, que los abrazos y los gritos eran un desahogo. Chapeau a su sensatez, a su entrega y a su mensaje. Tras el reconocimiento, a no darle bola, las conductas futboleras no tienen por qué (no deben) ser racionales y equilibradas. Y a mayor sufrimiento, mayor gozo, así sea por unas horas. Siga el baile, se lo dedicamo’ a todo’, hasta que en mi calle se acabe la fiesta.
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