DIALOGOS › DAVID RIEFF, EL HIJO DE SUSAN SONTAG QUE PUBLICO UN LIBRO SOBRE LA AGONIA DE SU MADRE
Escritor y reportero de guerra, el hijo de Susan Sontag ha escrito sobre la batalla más dura a la que asistió, la de su madre contra el cáncer, que la venció hace ahora dos años.
› Por Milagros Pérez Oliva *
Nos encontramos con David Rieff en un ruidoso restaurante de Barcelona, cerca del Centre de Cultura Contemporánea, en el que acaba de impartir una conferencia en la Fiesta Internacional de la Literatura Kosmopolis 08. Es muy alto, delgado y algo desgarbado. De hablar pausado, parece todo lo contrario de un intelectual arrogante. No elude ninguna cuestión, pero con mucha frecuencia recurre a la ironía y hasta al sarcasmo para proteger heridas emocionales. No debía de ser fácil ser hijo de Susan Sontag. Tampoco le ha sido fácil hacerse un nombre propio como periodista, escritor y analista político. Pero lo ha conseguido. Cientos de artículos de opinión en los más prestigiosos periódicos y siete libros atestiguan su incansable actividad, que sólo se ralentizó en 2004, coincidiendo con la enfermedad y muerte de su madre. Un tiempo que se le hizo eterno, porque en el largo y tortuoso camino hacia lo inevitable, a David Rieff le tocó el ingrato papel de alimentar con mentiras piadosas la necesidad imperiosa que sentía Susan Sontag de aferrarse a cualquier esperanza, por improbable que fuera. Y ha pagado un alto precio por ello: “Fue una muerte a cámara lenta. Y en aquel largo proceso no fue la única que perdió la dignidad”. Así se expresa David Rieff en el libro, y, sin embargo, aun siendo estremecedor, no pretende provocar compasión. Lo que consigue es un profundo desasosiego:
–Le confieso que su libro me ha conmocionado. Su madre nunca se resignó a morir, y me pregunto por qué ella, siendo una intelectual tan clarividente, no consiguió conciliarse con lo que era inevitable... De hecho se quedó en la primera de las etapas que describe la psiquiatra...
–Sí, sí, ya sé, usted se refiere a las famosas fases de Elisabeth Kübler–Ross.
–Sí, Kübler-Ross describe varias fases en el proceso de asunción de la muerte: negación, rebeldía, depresión, negociación y finalmente aceptación. Parece que su madre quedó atrapada en la de negación. ¿Por qué cree que fue?
–Yo soy muy escéptico sobre la teoría de Kübler-Ross. No pretendo que ese proceso nunca se dé, pero la idea de que ése es el modelo por el que ha de pasar cualquiera que muere, no concuerda con mi experiencia. Creo que Kübler-Ross es demasiado optimista. Esa no es mi experiencia de la muerte, desgraciadamente. He visto cómo morían mis padres y algunos conocidos y, la verdad, no creo que haya muchas buenas muertes. En las unidades de cuidados paliativos se intenta ayudar a la gente a superar esas fases porque se considera que es mejor para ellos. Yo creo que es muy bueno para los doctores, pero no sé si funciona tanto para los pacientes. A los médicos les va bien tener etapas, les facilita el trabajo. Y se sienten mejor porque, al fin y al cabo, por ese camino llevan al paciente a la aceptación de la muerte. Pero no todo el mundo quiere aceptar que va a morir, y no creo que mi madre fuera una persona rara por ello. Conozco a muchos otros escritores que tampoco lo hicieron: Elias Canetti, el poeta Philip Larkin... Y tampoco tengo la idea de que se sintiera atrapada, como en un coche cerrado. Expresaba lo que creía. Sentía la misma tristeza que Samuel Beckett, y los suyos eran unos argumentos que ya encontramos en el libro del Génesis, los de alguien aterrorizado por la muerte.
–Pese a que estuvo siempre con ella, usted confiesa que se siente culpable. ¿Por qué?
–Deben ser reminiscencias de un catolicismo inducido. Yo no soy creyente, pero cuando era pequeño tenía una nanny irlandesa que lo era mucho. Quizá mi concepto de la culpa viene de ahí... Creo que la culpabilidad, más o menos consciente, del superviviente es una emoción muy común. No es algo que pertenezca al mundo racional. Es un sentimiento en el que, en realidad, no importa lo que hiciste: te sientes culpable de todos modos.
–¿Por eso usted ha escrito el libro?
–No lo sé, no soy un buen psicólogo de mí mismo, pero una explicación plausible que me doy es que lo he escrito porque no pude despedirme de ella. Puesto que nunca aceptó su muerte, no pude decirle adiós. Y he sentido la necesidad de hacerlo ahora, un poco al modo en que Simone de Beauvoir se despidió de Jean-Paul Sartre en su libro La ceremonia del adiós, en el que relata los últimos días de la vida del escritor.
–Se nota que usted quería mucho a su madre, que la admiraba y, sin embargo, es una ceremonia bastante fría, un adiós bastante crudo...
–Es posible. No me gusta hablar de mí mismo, y por eso, al escribir el libro, decidí que iba a hablar sólo de aquello de lo que me sentía capaz de poder decir la verdad. En todo caso tenía muy claro que no iba a hablar de todo, y, de hecho, en todo el libro hay una sola frase de mi madre y dos frases de Annie Leibovitz. Todo lo demás se refiere a mi relación con ella, porque es de lo único de lo que me siento autorizado a hablar. Y si, como usted dice, parece algo crudo, es porque está efectivamente muy controlado. No es un libro espontáneo.
–¿Tanto control como ejercía la propia Susan Sontag sobre sus sentimientos y su vida?
–Puede parecer que intelectualmente ejercía un gran control, y eso la llevaba a excluir algunas cosas, ciertamente. Pero en los márgenes en los que ella se sentía confortable no se controlaba en absoluto. En realidad, en sus pasiones se comportaba como una romántica alemana del siglo XIX.
–Sin embargo, tal como usted la describe, parece que tenía una necesidad muy grande de tenerlo todo bajo control. Incluso a usted mismo.
–Sí es cierto. Pero eso tampoco es raro. Muchos intelectuales, muchos escritores, son tremendamente controladores. Hay muchas similitudes entre ellos. Piense en Elias Canetti, en García Márquez o en Günter Grass; no son muy diferentes de mi madre. ¿Quién no es un gran controlador, entre los grandes escritores?
–En el libro afirma: “Desde muy pequeño comencé a aferrarme a mis propias opiniones...”. Supongo que ésta ha sido la gran lucha de toda su vida.
–Crecí en un mundo en el que intelectualmente no te regalaban ni una pizca de compasión. De manera que en un mundo como ése, empiezas a perder muy pronto. En realidad no tuve infancia. Diría que soy hijo de una infancia premoderna, que me convirtió en una especie de adulto prematuro. Piense que el ambiente en el que vivía era muy exigente: mi padre era crítico y profesor de historia de las ideas; mi madre, una escritora comprometida...
–Su madre se casó muy pronto, a los 17 años, cuando hacía sólo nueve días que conocía a su padre.
–Sí, se casó muy pronto, y lo dejó también muy pronto, ocho años después.
–¿Cómo ha influido su madre en su carrera como periodista y escritor?
–Esa es una pregunta que tanto mis amigos como mis enemigos podrán contestar mejor. Pero le diré dos cosas: por un lado, ella fue para mí un modelo intelectual a seguir. Incluso cuando discrepaba con ella, y lo hacía muy a menudo porque era mucho más de izquierdas que yo, y también más optimista (probablemente ambas cosas van juntas); incluso con esas diferencias, era el ejemplo de lo que un intelectual debe ser. Por otra parte, desde que empecé a escribir, siempre he tenido muy claro que no debía hacer lo mismo que ella, que debía intentar mi propia vía y por eso decidí trabajar en cuestiones relacionadas con los derechos humanos.
–Pero, incluso eligiendo una vía distinta, cuando uno es hijo de alguien intelectualmente tan potente corre el riesgo de quedar psicológicamente atrapado en la comparación. La imposibilidad de superarlo puede llevarlo a la parálisis. ¿Cómo ha combatido este peligro?
–Siempre he sido muy consciente de ser “hijo de...”. Muchas cosas me lo han recordado desde muy pequeño. Desde el comienzo de mi carrera supe que durante al menos 10 años, todas la citas que se hicieran de mí como autor irían seguidas de la coletilla “hijo de Susan Sontag”. Y así ha sido. Durante diez años eso es lo que ha ocurrido, pero ahora creo que la gente ya se ha acostumbrado a mí, je, je. De todos modos, siempre he tenido también claro que era una especie de precio que tenía que pagar.
–¿El precio de un privilegio?
–¡Cierto, cierto! ¡Absolutamente! Porque, a diferencia de mi madre, yo he tenido una vida muy privilegiada, muy afortunada. Ella me ha dejado hacer lo que quería y he tenido todos los medios. Cuando empecé como escritor y como editor ya conocía el medio, las reglas del negocio de la edición. Desde niño he tenido acceso a muchos lugares a los que de otro modo habría sido muy difícil llegar. Cuando mi madre llegó a la universidad no conocía a nadie. Yo, en cambio, he conocido a mucha gente admirable, he crecido, de hecho, entre esa gente. Para que se haga una idea, cuanto tenía cuatro años, nuestro vecino del ático era Herbert Marcuse. Y así siempre. No merezco nada de lo que he recibido en herencia.
–¿Por qué no lo merece?
–Porque ha ocurrido por azar, porque he conocido a toda esa gente desde pequeño, no por mérito, sino por suerte, y eso es absolutamente injusto, un privilegio de clase. Pero no voy a ser tan estúpido de pretender que debía prescindir de todo eso y empezar desde cero, como si hubiera nacido en una aldea remota de Montana. No. Las cosas son así y uno hace lo que puede con las cosas que recibe. Y no me ha ido mal, je, je.
–Tal como describe usted a su madre, he sacado la impresión de que no dejaba ir fácilmente sus sentimientos. ¿Es así?
–Sí, así es.
–¿Se sentiría mejor ahora si hubiera podido establecer con ella una relación más emocional: tocarla, acariciarla, dejar emerger sus emociones, además de estar a su lado, haciendo lo que debía?
(Largo silencio) –Philip Roth me dijo en cierta ocasión: “You come from an intellectual somewhere, but from etnic or religious nowhere”. Y es cierto, tengo un bagaje intelectual muy potente, pero no tengo ninguna raíz étnica o religiosa. En eso, vengo de “ninguna parte”. Creo que si mi madre estuviera sentada ahora aquí, con nosotros, sería la primera en admitir que ha tenido mucho más éxito en su trabajo que en su vida. De manera que no dejaba ir fácilmente sus sentimientos. Y estoy seguro de que no me hubiera dejado estar a su lado de ninguna otra forma que de la que estuve, diciéndole lo que ella quería oír.
–Pero ¿no echaba usted de menos haberla podido tomar de la mano y hablar, tal vez, de la muerte?
–No, no, en absoluto. Y tampoco lo hubiera podido hacer, porque en realidad, yo soy como ella. Lo cual no impide que me sienta culpable de no haberlo hecho. La escritora británica P. D. James, muy conocida como autora de novela negra, pero que en mi opinión va mucho más allá de la novela negra, decía una vez a propósito de cierto tipo de personalidades, de caracteres, que los fascistas habían podido hacer lo que habían hecho porque tenían en el corazón una estalactita de hielo. Hay gente que tiene un trozo de hielo en el corazón. Me temo que mi madre era así. Y yo también.
–Entonces, ¿por qué en el libro dice tantas veces que se arrepiente de tantas cosas?
–Porque como en el chiste polaco, según el cual allá donde se junten dos polacos pronto habrá tres partidos, yo también soy una persona escindida, je, je. Bromas aparte, la culpabilidad viene a ser como el hardware de este tipo de situaciones. Y no creo que sea el único que ha vivido la muerte de esta manera. Cuando estaba en Seattle esperando a que mi madre saliera del trasplante de médula que se le hizo a la desesperada, pude escuchar las conversaciones de los familiares de otros enfermos, y también ellos se sentían culpables. Sentían lo mismo que yo, pero sin tanto barniz intelectual.
–La muerte de los demás nos enseña a morir. ¿Qué enseñanzas ha sacado de esta traumática experiencia?
–No hace falta que piense en la muerte de mi madre para pensar en la mía. Ya tengo mi propia experiencia.
–¿Sí?
–Sí. Hace siete años me diagnosticaron en Inglaterra una enfermedad neuronal degenerativa que afectaba a la motricidad y, por la primera información que tuve, era poco menos que una sentencia de muerte. “Algo va mal –me dijeron los médicos–. Seguramente es una esclerosis lateral amiotrófica, pero no estamos seguros. Todas las enfermedades neurológicas que afectan la motricidad se parecen mucho, pero algunas son muy graves y otras no tanto. Hemos de hacer más pruebas para saberlo.” Si tenía mala suerte, acabaría como Stephen Hawking, pero mucho más rápidamente que él. Durante seis meses viví con la idea de que mi cuerpo iría perdiendo la capacidad de moverse, hasta que un día mis pulmones ya no podrían respirar y moriría. Tardaron muchísimo en afinar el diagnóstico. Finalmente, resultó ser una enfermedad neurológica degenerativa, pero no tan grave como la esclerosis lateral. Mire mi mano derecha. ¿Ve? Está muerta. No puedo mover los dedos. A veces tengo la impresión de que en lugar de mano tengo un rastrillo, je, je. Sé que es una enfermedad progresiva, pero también sé que puede ir rápida o lenta. De momento va lenta, así que no me preocupo. Convivo con ella. Afortunadamente, no es tan grave como temíamos al principio, pero le aseguro que sé muy bien qué se siente cuando te dicen de un día para otro que puedes morir.
–¿Y qué se siente?
–Pensé que había llegado mi hora, que era mi turno. Pero, tal vez, la gran diferencia entre mi madre y yo es que yo nunca pensé que fuera alguien especial, como ella pensaba que era. Nunca pensé que eso “no podía”, “no debía” pasarme a mí. Es una cuestión de temperamento. Y de cómo ves tu propia vida. En mi caso, todo era cuestión de privilegio. Yo nací en Boston, fui a universidades de elite como la de Princeton, y no porque fuera brillante, sino por un privilegio de nacimiento. Ella, en cambio, venía de Tucson, Arizona, de una familia que vivía de su pequeño negocio, muy tradicional, con algún dinero, pero en absoluto cultivada. Tuvo que batallar mucho para poder salir de allí y por todo lo que después logró en la vida. Se lo merecía, se lo había ganado a pulso. Cuando vives en una ciudad sin personalidad, a 200 kilómetros de la frontera de México, con 10 mil hispanos, 10 mil negros y 10 mil anglosajones, cada uno por su lado, necesitas sentirte algo diferente para poder desafiar tu destino. Yo, en cambio, no tengo motivos para desafiar mi destino. No tuve que hacer nada para merecer lo que la vida me dio.
–Y ahora se siente un superviviente del cáncer de su madre.
–Sí, soy un superviviente, un veterano de las guerras del cáncer. Y algún día será mi turno.
–Y cuando ese día llegue, ¿qué es lo que no hará?
–No tengo ni idea. Nadie puede asegurar qué va a hacer en ese momento. Pero creo, como he escrito en el libro, que ella amaba el mundo y la vida mucho más de lo que los amo yo. Así que, seguramente, todo será diferente. Un año y medio después de que muriera mi madre, en 2006, murió también mi padre. La verdad es que la muerte de los padres cambia mucho las cosas. Ahora siento que ya estoy en la línea de salida.
–Es importante amar la vida y también tener a quien amar. Aunque su vida sentimental fue bastante azarosa, Susan Sontag lo tenía a usted. Un hijo es una prolongación de uno mismo, un anclaje en la vida. ¿Tiene usted hijos?
–Sí, tengo una niña de tres años a la que veo poco porque vive con su madre. Ella es escocesa, pero ahora vive en París. Nunca he convivido con la madre, de manera que tampoco he convivido con mi hija.
–¿No la echa de menos? ¿Cuándo la ve?
–La veo más o menos una vez al mes, y ahora sí que empiezo a echarla de menos. Mi idea es que, ahora que se está haciendo mayor, me gustaría tener una relación más intensa con ella. Probablemente buscaré un apartamento en Londres para estar más cerca de mi hija. Vivir en Londres también es una idea que me seduce. En muchos aspectos soy más europeo que americano.
–En su ya larga carrera como escritor y periodista ha vivido intensamente el mundo de la ayuda humanitaria y los derechos humanos. Su actitud es ahora bastante crítica. ¿Por qué?
–Soy bastante escéptico sobre el movimiento de los derechos humanos, pero no tanto sobre el papel de la ayuda de emergencia. He colaborado con las agencias humanitarias y, a pesar de mi actitud autocrítica, sigo vinculado con Médicos Sin Fronteras y escribo sobre lo que creo que es importante. Creo que es algo en lo que puedo hacer aportaciones. Estoy en realidad en el mismo lugar, pero con el tiempo he cambiado un poco de idea sobre las prioridades. He desertado del intervencionismo militar porque, aunque creo que las guerras y los conflictos todavía van a hacer sufrir mucho, ahora viene un tiempo en el que los desastres naturales van a ser mucho más importantes. Ahora tengo previsto ir a Níger, allí está ahora la crisis alimentaria.
–¿Es usted pesimista?
–Sí, lo soy, porque creo que las previsiones que hace la Cruz Roja Internacional sobre lo que se avecina se quedan a la mitad de lo que va a pasar. La crisis alimentaria va a ser mucho más grave de lo que ahora vislumbramos, el cambio climático va a traer problemas enormes de regresión de cultivos, falta de agua y desertificación.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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