Lunes, 23 de diciembre de 2013 | Hoy
DIALOGOS › MARíA LILIANA DA ORDEN, INVESTIGADORA DE LOS GALLEGOS EN LA ARGENTINA
María Liliana Da Orden estudió los vínculos de la inmigración gallega en nuestro país. Hija de españoles, doctora en Historia y Geografía, docente y peregrina entre dos mundos, pudo ver a través de su obra, y las cartas de los recién llegados, claves para entender un conflicto y una oportunidad para hombres y mujeres que buscan un sitio en el mundo.
Por Sergio Kisielewsky
–Su libro Una familia gallega y un océano de por medio está dedicado a las mujeres trabajadoras que no perdieron la ternura. ¿Con qué ilusiones llegaban los inmigrantes gallegos a la Argentina?
–En el caso de la inmigración española e italiana, básicamente venían a buscar el progreso, no digo hacer la América, pero sí estar mejor de donde salieron. En el caso gallego estamos hablando de una migración que viene de aldeas, en especial a fines del siglo XIX y principios del XX; pero si hablamos de la migración de posguerra, aldeas donde apenas había cambiado algo, la forma de trabajo, el minifundio continuaba como siglos atrás, y recién algunos elementos de modernización llegaron en los años ’60 para la gente después del trauma de la Guerra Civil, de una posguerra que fue durísima, que duró hasta los años ’60; venir acá era la posibilidad de acceder y trabajar muchísimo, ahorrar, tener su casa, educar a los hijos, cosa que no era accesible en los pueblos.
–¿Veían la posibilidad de ascenso social?
–Claro que sí. Por un lado estaba la Argentina de Perón, la segunda oleada masiva de migración en 1948 y 1954. Es una Argentina que les mandó barcos de trigo y carne cuando la España franquista estaba bloqueada, y además están los parientes que habían venido antes; entonces está la posibilidad de la llamada, las cartas, lo que se cuenta y lo que ellos a la vez cuentan, y se trataba del hambre y del frío. No eran los más pobres los que venían, porque de hecho había que pagar el pasaje o tener recursos, como tener un tío que estuviera dispuesto a adelantarles el pasaje, hacerles los papeles, llamarlos para que vengan y ellos trabajando e ir devolviendo ese dinero, y eso es un capital: tener a alguien que a uno lo llame y le diga “vení, vas a tener trabajo, vas a tener una piecita al fondo”, no es gente desprovista de todo.
–No les salía gratis...
–No todos los que tenían parientes acá eran llamados, porque el que ya estaba asentado no conocía a los sobrinos, porque se vino en los años ’20 y ’30 y se ocupaba de saber quién era el que le estaba pidiendo venir, porque no quería verse perjudicado al traer a alguien que no trabajara.
–Cuenta cosas que se registran y se escriben en listas de embarques, libros de mutuales, periódicos, diarios íntimos, cartas, fotos... eso da una pista de lo que significó la inmigración.
–Eso es con lo que trabajamos. En realidad la inmigración, como todo movimiento de gente que se mueve, es muy difícil asirla, es muy difícil encontrar rastros. Se escribían muchísimo, pero son pocos los que guardaban las cartas, o que podemos acceder a eso: lo que se publica a través de las asociaciones siempre es de un sector, no es la gente común. Los diarios íntimos también existen, pero por distintas razones, porque no lo quieren dar, porque es abrir su intimidad; eso no es fácil, todo eso aporta sobre todo en la medida en que podemos entrecruzarlo, y si estamos hablando de inmigraciones recientes, las entrevistas y testimonios son muy importantes.
–¿Esa fue la metodología de trabajo?
–En mi caso tuve la posibilidad de cruzar todos esos elementos porque era emigración de posguerra. Yo me inicié con las grandes emigraciones. De 1880 a 1930 se complica. No tenemos testimonios personales, salvo algunas colecciones de cartas, escasas, y tenemos que trabajar con datos duros, listas.
–¿Qué datos le llamaban la atención de esa escritura cadenciosa y dura, también de extrañamiento, pérdida y encuentro?
–En realidad la carta de un inmigrante, cualquier carta de tipo privada, es una construcción: uno trata de representar una imagen al otro de acuerdo con lo que piensa que el otro espera. Cuando se trata de un inmigrante, es no mostrar si tiene padecimientos o penurias, no es cuestión de estar mostrándolas si le va demasiado bien, porque del otro lado hay una familia que a lo mejor no le va tan bien, los padres que se quedaron o los hermanos, sobre todo. Y del otro lado también ocultar, salvo en un lenguaje muy crudo, sin mediaciones: “Murió tu hermano”, “Murió tu madre”, recibir eso sin posibilidad de réplica inmediata ni de llegar, como hoy podemos tener el teléfono o tomar un avión.
–¿Qué relación establecían los recién llegados con los compatriotas y con los criollos?
–En el caso de nuestro país, es excepcional el que viene sin ninguna referencia previa, sin un pariente. No pasaba lo mismo en Estados Unidos: allá estaba más institucionalizado el contrato de trabajo y aquí es más una migración en el plano de las relaciones, redes, cadenas migratorias, uno llama a otro y así, pero siempre en relaciones familiares y la relación tiene de todo, de ayuda, de conflicto, de rendición y pedido de cuentas; no es sólo solidaridad, pero es muy útil para la primera estadía llegar al puerto y contar con alguien, las primeras orientaciones y tener un lugar donde vivir.
–¿Cómo se rescatan los testimonios, la historia oral, en especial en la época de migración de masas?
–La migración de masas es la época que está en un contexto internacional de grandes migraciones europeas y asiáticas. La Argentina no es una excepción. En Estados Unidos y Canadá, la migración de masas fue muy anterior a la nuestra. La que llega a la Argentina, Uruguay y sur del Brasil despega sobre todo de 1880, se interrumpe con la Primera Guerra y se retoma en los años ’30. Las redes migratorias en el caso argentino son muy importantes y hay que ver quién es el pionero, el primero de un pueblo, porque es muy interesante de ver que la gente se nuclea por pueblos de origen, por parroquias. Y Buenos Aires hacia 1910, e incluso antes, era una gran ciudad, creciente, pujante, modernizada. Para alguien que viene del campo no es lo mismo si venían de Madrid o Barcelona; estas redes implicaban que, aunque no vivieran en la misma cuadra o zona, siguen vinculados.
–¿De qué manera?
–Le cuento un caso más cercano en el tiempo. En los años ’50, una señora que era modista en el pueblo y vivía en Wilde, atendía a las de su pueblo de origen que vivían en Pompeya y se iban de Pompeya a Wilde para que le siguiera cosiendo la misma persona. Las redes estaban activas no sólo en las visitas o de la ayuda en un momento de enfermedad. Para el inmigrante es fundamental no perder días de trabajo y eso requiere mucho apoyo familiar, cuidado y educación de los chicos. Construirse la casa era el trabajo de los sábados y domingos, algo fundamental para la vida cotidiana, y hacía la diferencia. En el caso de los gallegos se da una gran ductilidad para relacionarse con otros, no sólo paisanos o españoles sino con italianos, con criollos. El estereotipo del mozo gallego de bar o restaurante no es casual porque eso supone la facilidad de socializarse, la actitud para adaptarse. De un gallego se dice que si uno lo ve en la escalera no sabe si sube o si baja, y eso tiene que ver con la atención y el espíritu de servicio, era un recurso. Por ejemplo, en Avellaneda está la Avenida Galicia, hay trabajadores de la pesca, pescadores, del frigorífico. Está el gallego que hace cierta fortuna y se inserta en centros sociales, está en el Centro Gallego, de asistencia mutual, tradicional, que se conoce en Buenos Aires como los centros que se forman en otras ciudades, porque eran un vehículo de notoriedad y daban la posibilidad de relacionarse con directivos de otras instituciones.
–Señala que la historia de la escritura epistolar no es un aspecto menor al analizar el fenómeno de la inmigración, tanto en lo que se cuenta como en lo que se omite. ¿Hay un fortalecimiento de la identidad a través de la escritura lejos de la patria?
–Hay un fortalecimiento y hay una recreación. La escritura es un acto reflexivo, interior. Aunque se diga: “¿Cómo están en el pueblo fulanito, cómo están las vacas, cómo fue la cosecha?”. Aun en eso hay una elaboración que no es sencilla, es todo un género la escritura epistolar, cruzado esto con los estudios culturales, los estudios históricos y además del idioma, de los códigos del lenguaje, el conocimiento de la lengua materna es una competencia que no está abierta a cualquiera, el humor, ciertas frases, desplazamientos que son del pueblo, la carta está en castellano, pero para expresar cosas que son de la intimidad se usan palabras propias. Eso forja la identidad y la recrea y se deslizan cosas de la nueva experiencia, y esto afecta al que recibe la carta. Y una cosa que me conmueve es el deseo de aprender: la inmigración favoreció el recurso autodidacta, hay un gran esfuerzo, personas que quizá son analfabetas, pero que la necesidad y el deseo de movilidad social les estimuló el aprendizaje, las ganas de comprender el nuevo mundo. Hay una mujer, Dolores, de 70 años, en la década de los años ‘60, una mujer de pueblo, de aldea, una labradora que trabajaba en las viñas en la zona sur de Pontevedra, en el límite con Portugal sobre el río Miño, que desde muy joven se tuvo que ver con cuatro hijos chicos, sola, porque el marido emigró. Después le pide al hijo que viene a la Argentina en los años ’50 que le mande “las naciones” (se refería al diario La Nación) o revistas, y esa apertura mental tiene mucho que ver con la emigración.
–Usted narra en el libro que a partir de las fotografías se puede ver cómo estaba la gente, sus cambios físicos, los retratos de familia.
–La fotografía es algo fascinante y se ven los cambios en las ciudades. Pontevedra no es la Pontevedra del siglo XIX, y en los años ‘50 hay una movilidad social en los lugares de origen. Lo que se teme y pesa mucho en la migración de posguerra es el miedo a otra guerra y sus consecuencias. Cuando se cortan las posibilidades en la Argentina, están los regresos en los ’60 o la migración a Francia, Alemania, la migración de Galicia va hacia otros rumbos. Una idea de prosperidad no era sólo la vestimenta, el traje, sino también era el estar gordo como signo de salud. Hay una carta donde se refiere a alguien como que está más flaco que un telegrama sin hilos. No olvidemos que el racionamiento duró bastante después de la Guerra Civil.
–Me llamó la atención que se exigieran certificados de buena conducta para entrar a España y a la Argentina.
–Hubo una progresiva restricción, trámites engorrosos después de los años ’30, se requería cierta gente que trabaje y había ciertos prejuicios, en especial sobre la raza amarilla; se quería a trabajadores especializados, no tanto agricultores. De principios del siglo XX lo que había eran mujeres que venían a reunirse con el marido o con sus primas o amigas, y tenían que tener el permiso del padre o del marido, no podían venir solas, y eso requiere nombres, caras, poder ver a las personas.
–Con la investigación quiso darles rostro, nombrar a los emigrantes. ¿El que se quedó en España albergaba la idea del retorno, de que algún día va a volver su familiar?
–Es tanto del que se quedó como del que vino. Para partir hay que tener la esperanza de volver. En la medida en que pasa el tiempo y se van arraigando, no se escribe que no se va a volver. La idea del retorno nunca se pierde. Se compensa con la posibilidad de viajar, en especial cuando los padres están vivos; en muchas cartas, sobre todo de migración italiana, los padres siempre están reclamando que vuelvan. Y no se dice que no sino que se cuenta que se está esperando un hijo o se casa. Y al casarse con alguien de otro origen, los lazos son otros y se replantea qué lugar va a tener la familia de origen con el nuevo matrimonio.
–¿Cómo se manifestaban las tensiones en los grupos familiares, entre cuñadas y sobrinos?
–Es sorprendente la capacidad de adaptación y de permanencia, más allá de que existan 10 mil kilómetros y un océano de distancia. Las mujeres, nueras y cuñadas porque es la competencia por el lugar de la madre; entre cuñadas por lo material, por lo mío, el que puso más en el cuidado de los padres, y eso genera tensiones. Y la relación de la madre con las nueras, la escritura de esta mujer de pueblo al hijo: “Te escribo pero no te cuento más porque no sé quién lee estas cartas”. Y siempre se dirige al hijo o al nieto, ni siquiera un saludo para la nuera. Se da un fenómeno en la mujer que cuando emigra el marido, la mujer se empodera porque tiene que administrar lo que tiene, es la que lleva adelante la casa y eso potencia su rol, y sobre todo el fenómeno de la madre soltera, que tiene que migrar, o si se queda es posible que tenga más hijos y si es muy trabajadora se haga un lugar.
–Hace recordar a las mujeres que desarrolló como personajes Federico García Lorca en sus obras de teatro...
–A La casa de Bernarda Alba. Federico estuvo en Galicia y conoció lo que fue el mundo gallego: uno ve a esas mujeres vestidas de negro en apariencia sumisas, con su pañuelo, encorvadas, surcadas de tiempo que no es sólo el de ellas. Y con todo, esas mujeres no son débiles, son fuertes, son mujeres que ejercen poder sobre los hijos, sobre el marido y sobre las otras mujeres que se incorporan a la familia. Por eso mi dedicatoria a las mujeres esforzadas, trabajadoras, pero no endurecidas. Como esta mujer que es capaz de escribir “tengo el corazón lleno de flores” porque recibió una carta y se la leyó a todos para que “vean, yo estoy acá sola, pero mi hijo tiene todo esto”, poder expresarlo y eso no es tan común en estas madres, que son muy parcas en la expresión de los afectos.
–¿Hay alguna clave para describir el ascenso social del que emigra?
–Hay trabajo y hay mucha habilidad para asociarse, y había posibilidades de cambiar de trabajo en las fábricas y en el comercio; hay un horizonte que permite el ascenso social, hay mucho subconsumo, no salir a comer afuera, cuidar la ropa de los domingos, coser las prendas, hacer la huerta, amasar el pan y los fideos, tener las gallinas, sus cerdos y hacer chorizos; cada peso era juntado en términos de la carencia que se había tenido. Diez pesos para un inmigrante no era lo mismo que para un argentino, había que mirar muy bien qué se gastaba.
–¿Por qué eligió a Manuel Correa? ¿Qué vio de típico para incluirlo como eje de la narración?
–Hay una frase de Sartre que dice que una persona no es nunca un individuo: en tanto persona, siempre está en relación con otros. A través de la biografía podemos ver muchas cosas que le pasan a la gente; esas cartas me llegaron de forma casual y era una colección muy numerosa que me daba material para hacer una lectura comparativa, cruzar elementos. Correa personifica al inmigrante que le fue bien en la migración de los años ’50.
–¿Cómo se manifestó en Mar del Plata este fenómeno inmigratorio?
–Fue una inmigración concentrada en la ciudad, pero a veces pasaba por el área rural o por las quintas, en la agricultura y cría de animales de la franja hortícola y cerealera que arrendaban. Y después, si no conseguían tener una pequeña parcela de tierra –que a muchos les pasó eso con la crisis del ’30–, invertían en terrenos en la ciudad o en un comercio, la hotelería, todo lo que tenga que ver con el turismo y, en menor medida, en el puerto. No nos olvidemos de que los de La Coruña y Pontevedra tienen una tradición pesquera. También se advierte en los cafés de la rambla.
–Hay una alusión a los patios con canarios...
–Un señor que era mozo en Mar del Plata, y lo había sido en Galicia, está en una especie de conventillo con otros compañeros, y uno de ellos regresa a España y le escribe: “Cómo me acordaba de ti cuando hacías callar a los canarios”. Porque el que se va, ya no puede volver nunca más, te vas de tu pueblo y ese pueblo ya no está; lo engañoso de la emigración es que se cree que se puede volver. Y ya no es el mismo, y lo que encuentra tampoco es lo mismo. En uno de mis viajes a La Coruña vi que los gallegos que habían emigrado a Buenos Aires recordaban su vida aquí, y en especial en Mar del Plata. El desarraigo no les trabó su desarrollo, pero incidió en la nostalgia y en cierta melancolía, “morriña” como dicen los gallegos.
–“Al escribir me parece estar hablando con vosotros”, le dice en una carta Dolores a Manuel Correa; eso es maravilloso cuando se lo dice océano de por medio.
–Es parte de la expresividad de esta persona. Una persona autodidacta y puede expresarse poéticamente: “Me gusta tanto escribir, leo y releo tus cartas”. Pensar las cartas como un canal de expresión propia tiene un impacto en la vida de nosotros, uno tiene un abuelo y eso deja marcas.
–¿Cuál es la condición básica del inmigrante?
–Me gusta pensar la inmigración como una condensación de la vida, las pérdidas, las ganancias, los de-safíos que tiene la vida de una persona, que se acentúan de una manera especial. Y la capacidad de las personas de buscar mecanismos que los saquen de situaciones difíciles; la gente busca salidas, las personas tienen alternativas posibles. Cuando no hay situación de persecución, se buscan estrategias que son personales. Se puede mantener lo propio, pero hay que aprender a relacionarse. En los colonos judíos, por ejemplo, hay un adentro que es mantener costumbres originarias, y un afuera que debe adaptarse porque hay que dialogar con los otros para salir adelante, y eso genera una apertura mental muy grande. Se ve un saldo muy positivo de la inmigración. Eva Canel, una poeta asturiana, decía: “Ese afán de ser y de tener, no sólo de tener”.
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