Lun 27.07.2015

DIALOGOS  › ENRIQUE SAMAR, UN EDUCADOR CONTRA LA TRADICIóN EN LAS ESCUELAS

“Hay que romper la obediencia debida en la educación”

Dirigió la Escuela Nº 23 de Flores desde 1997 hasta su jubilación, en 2012. Ahora convirtió en libro esa experiencia. La incorporación de los chicos que siempre quedaban afuera, las resistencias de las maestras a los cambios, cómo abrir la escuela a la comunidad. El trabajo con los pueblos originarios, el aprendizaje a través del ajedrez, el profesor que un día fue profesora.

› Por Sonia Santoro

“Wiphay” es una palabra aymara que significa alegría por un trabajo hecho en equipo. Ese es el nombre que eligió el maestro Enrique Samar para titular un libro que recoge la experiencia de un proyecto educativo transformador, que llevó adelante en la Escuela Nº 23 del distrito escolar 11 de la ciudad de Buenos Aires. ¡Whipay! Defendiendo la escuela pública con educación intercultural y prácticas alternativas es un libro peculiar, porque quienes enseñan no suelen escribir lo que hacen y porque está pensado para inspirar a quienes educan. Para que no haya que empezar siempre de cero. Y para que se repliquen experiencias como ésta donde la escuela se mostró “hermanada”, como le gusta decir a Samar, con el barrio y otras instituciones. Todo eso, sin una visión edulcorada ni idílica de la educación.

–¿Qué hacían sus padres?

–Mi papá era de la Marina. En la década del 60 renunció y pasó a la Marina Mercante. Después trabajó en inmobiliarias. Era egresado del Buenos Aires. Mi mamá trabajaba de ama de casa. Soy el mayor de cuatro hijos, dos varones y dos mujeres. Siempre me pregunto cómo hacía con cuatro.

–¿Donde se crió?

–Vivimos unos años felices en City Bell cuando tenía calles de tierra. Recuerdo una infancia tan distinta a la de la ciudad de Buenos Aires de ahora. Los juegos preferidos eran treparnos a los árboles, andar en bicicleta por las calles de tierra hasta la plaza, jugar al fútbol, de vez en cuando jugar con un barrilete. No existía la televisión. Llegué a escuchar en un programa de radio a Tarzán. Parece increíble, pero cuando yo era chico era una vida común.

–¿Estudió para ser maestro? ¿Cómo fue esa decisión?

–En realidad esa decisión no la tomé yo, la tomó mi papá. Porque él estaba preocupado por si le pasaba algo en un viaje, en un barco. Como yo era el mayor, que tuviera la posibilidad de trabajar rápido. Entonces me inscribió en el (Colegio de formación docente) Mariano Acosta sin preguntarme. Y las vueltas de la vida hicieron que... yo era abogado pero nunca trabajé de abogado, siempre trabajé de maestro. Egresé en diciembre del ’68 y en el ’69 ya estaba trabajando.

–¿Por qué estudió abogacía?

–También un poco sin saber, porque un amigo iba a estudiar abogacía. En el ’74 abandoné la facultad, me casé y en la época de Alfonsín pedí la reincorporación y la terminé como un desafío personal.

–¿Militó en los ’70?

–Yo nací a la política con el Cordobazo. Estaba en la facultad y descubrí un mundo totalmente distinto al que había recibido en mi casa. En mi casa leían todos los domingos la revista Esquiú, y mi papá un poco nos decía, nos insistía, con el tema de la familia porque el mundo exterior era peligroso, y nos controlaba mucho las amistades. Y de repente en la facultad con el Cordobazo hay asambleas masivas. Y al poco tiempo empecé una búsqueda entre distintas organizaciones. Entablé amistad con algunas compañeras. Y me incorporé a una agrupación que se llamaba Murjure, Movimiento Universitario Revolucionario Juventud Universitaria Rebelde, que después se fusionó con otros grupos y se llamó Movimiento al Socialismo, que no tenía nada que ver con el de Zamora, era una agrupación estudiantil de la facultad de Derecho. Yo abandoné la facultad en el ’74 y ese grupo, en ese clima de definiciones difíciles, se dividió. No podía permanecer mucho tiempo más como agrupación estudiantil en momentos en que parecía que en un día se decidía el futuro de todos. Y entonces bueno, algunos compañeros fueron a una organización, otros a otros. Yo no participé de esa decisión porque no estaba ya en la facultad. Al dejar de estudiar dejé de participar en la política de la facultad. Pero me empecé a incorporar en agrupaciones sindicales. En el ’73 se fundó Ctera, participé de todo ese movimiento entre los docentes. Y en el ’76 a mí me operan, me sacan un pulmón. Mi padre diría que fue obra de Dios.

–¿El era muy religioso?

–Sí, católico. Lo concreto es que yo estuve gran parte del’ 76 encerrado en el hospital o en mi casa. Sin ver a los compañeros y compañeras. Sin ir a los lugares habituales. Y eso supongo que me salvó. Igual alojamos en casa a una compañera unos meses. En otro momento con mi señora de aquella época tuvimos que buscar refugio en casa de un amigo durante un tiempo.

–¿Y después de la operación?

–Empecé a buscar cómo conectarme con alguien y me junté con un grupo de maestros del FRP (Frente Revolucionario Peronista), una organización cuya base era en el norte. Tenía cierto peso en La Matanza, estaba vinculado con Gustavo Rearte, uno de los fundadores de la Juventud Peronista. Con esos maestros que conocía de la época del FRP comenzamos a armar un grupo de teatro en plena dictadura. Llegamos a ponerle el nombre al grupo pero no llegamos a estrenar. Después, con ese grupo y Jorge Sanz, un compañero del secundario que después fue fusilado por los militares, hicimos una carta dirigida a todos los maestros de séptimo de la ciudad de Buenos Aires. La idea era poner un volante gremial pero con contenido político, porque ya hablaba de los desaparecidos, de la dictadura y todo eso. Y se nos ocurrió que una de las formas de llegar a las escuelas era por correo. Entonces hicimos 500 cartas. En los sobres poníamos “al señor maestro de séptimo grado...”. Hicimos un sello de una editorial inventada y nos distribuimos las cartas para no mandarlas desde la misma sucursal. Y las cartas llegaron a las escuelas, aunque supimos por comentarios que había directores o directoras que no se las habían entregado. Fue una de las miles de acciones pequeñas de resistencia que se hicieron en esa época.

–¿Cómo fue el primer día en la Escuela 23?

–Cuando era maestro yo pensaba que el director podía hacer lo que quería. Y rápidamente en el año ’97, cuando llegué a la 23, me di cuenta de que no. Aunque tengas muchas ganas de hacer algo, a veces cuesta mucho. Yo venía de la Escuela Nº 9 del Distrito 3, como vicedirector, donde habíamos hecho el proyecto de ajedrez, el de murga. Entonces en una reunión con el personal les dije a las maestras del 23: “¿Qué les parece si festejamos el fin de año con una murga?”. Y me miraron como si yo estuviera totalmente loco. “Que no, que no se puede, bla bla bla.” Yo les expliqué: “La murga es maravillosa porque es una actividad en que todos participan, los chicos pueden escribir las letras de las canciones, pueden votar el color de los trajes, pueden votar cuál es el tema de la canción de crítica. Donde unos pueden bailar y otros pueden hacer otras cosas, llevar un estandarte. Pueden participar los padres también, los maestros. Que todos los chicos pueden participar, el alto, el bajo, el gordo, el flaco, todos”. “Bueno, no, no no.” Les dije: “No lo vamos a hacer este año pero el año que viene lo volvemos a hablar”. Entonces en el ’98, en el mes de agosto, cuando hicimos la reunión de personal para planificar, les dije “¿se acuerdan de la charla que tuvimos sobre la murga? Bueno, este año sí la vamos a hacer”. Ni les pregunté. Y terminó de una forma extraordinaria. Porque los chicos estaban felices, las madres, los padres. Esa experiencia me hizo tomar conciencia de que todo cuesta, hay que insistir y hay que tener cintura.

–Dice en el libro que la escuela es un espacio de lucha, ¿por qué?

–Por muchas cuestiones, pero porque la escuela no está aislada de la sociedad, se escuchan a veces los mismos comentarios que se escuchan afuera, discriminatorios, egoístas, actitudes individualistas, racistas.

Y de distintas formas intentamos trabajar siempre en equipo. Yo inventé una palabra que es “hermanarnos”, que tiene que ver con eso, con la escuela de puertas abiertas, y hermanarnos con otras escuelas, con otras instituciones del barrio. Y lo llevamos a la práctica porque hicimos un montón de actividades.

–Y estas maestras (¿la mayoría mujeres?) que se resistían, ¿se fueron adaptando a este nuevo concepto de educación?

–Sí. Llevó tiempo. Yo me daba cuenta de que discriminaban a los chicos en el momento de la inscripción. Que ponían en las planillas alumnos que en realidad no existían...

–¿Para que esté lleno?

–Porque entonces decían “no hay vacantes” a fines de febrero y el 10 de marzo en un aula eran 15 chicos. Yo preguntaba y decían: “no vinieron, no se presentaron”. Eso me lo hicieron el primer año. Ya después no tuve más remedio que tomar la inscripción yo en la dirección y uno por uno. Porque no tenía forma.

–Tremendo...

–Es que no tenía forma. Porque en el ’97 lo hicieron. En el ’98 creo que me di cuenta y les dije. Pero lo siguieron haciendo. Y entonces dije hago yo la inscripción y ya está. Entonces empezaron a venir chicos que antes no entraban en la escuela: los Quispe, los Mamani. Y como cuento en el libro, el ajedrez fue una decisión estratégica.

–¿Por qué incorporó el ajedrez?

–Porque además de hacer la discriminación en el momento de la inscripción, después había maestras que decían: “a este chico no le da la cabeza”, “no puede”. Y casualmente, entre comillas, siempre eran chicos de la comunidad boliviana o negritos. Entonces el ajedrez nació así. Compré juegos. Se los di para jugar en el patio, en el recreo. Les dije: “miren chicos, no puedo enseñarles a jugar al ajedrez a todos. Les pido que hablen con los abuelos, los tíos a ver si los pueden ayudar”. A los de séptimo les dije que le enseñen a jugar a los de tercero o cuarto. El asunto es que ya en el ’97 los chicos se fueron entusiasmando. Hicimos unas simultáneas con (Héctor) Rosetto. Entonces organicé el primer torneo de ajedrez. Y a medida que fueron pasando los años fueron ganando los trofeos los Quispe, los Mamani. Me acuerdo perfectamente el caso de Juan Carlos M. Mendoza. Que era un chico tímido, callado, que la maestra decía que no le daba la cabeza para las matemáticas. Y después de que les ganó a los campeones del turno mañana, a los campeones del turno tarde, a los campeones de otras escuelas, fui y le dije a la maestra: “¿qué explicación me das? Porque vos decís que no le da la cabeza pero mirá lo que hace con el ajedrez”.

–¿Y qué le dijo?

–Nada. Pero no cambió la actitud. Y esas maestras se fueron yendo.

El hermano de Juan Carlos, Luis, también. Era una luz jugando al ajedrez, pero era un chico callado, no es que no era inteligente.

–Cuenta también que había un problema con las nenas, ¿no se animaban a jugar?

–Las chicas juegan menos. Y en los últimos años decidí hacer una discriminación positiva. Entonces busqué una jugadora de ajedrez macanudísima, joven, simpática, que jugaba muy bien al ajedrez y le propuse que le diera clases nada más que a las chicas. Porque me pareció que hacía falta. Yo miraba a veces en el patio cuando los chicos tenían práctica de educación física. Si el profesor los hacía correr yo tenía la sensación de que algunas chicas corrían convencidas de que iban a perder con los varones. Entonces me pregunté si no pasaría lo mismo con el tema del ajedrez. Hicimos la experiencia. Y las chicas enloquecidas: “¿sin los varones? ¡Qué bueno!”. Durante unos meses tuvimos clases para chicas.

–Hay una cuestión cultural también...

–Tengo la sensación de que algunas chicas cuando tienen que enfrentar a los varones lo hacen no muy convencidas de que les pueden ganar. En ajedrez tuvieron a un profesor, que en realidad era una trans, con quien hicieron todo un proceso para que pudiera mostrar su identidad. El primero en Argentina creo. Por eso tuvo tanta repercusión. Vinieron periodistas de Perú, de Francia.

–¿Y cómo fue? ¿Ella se lo planteó?

–Me contó que en realidad desde chica siempre se sintió mujer y que había estado fingiendo ante el mundo exterior y que había decidido que ya era hora de que conocieran su verdadera identidad. Y eso fue unos días antes de las vacaciones de invierno. Entonces organicé para la vuelta una reunión con los padres. En realidad los chicos y los padres lo tomaron con naturalidad. José era una persona muy querida por los chicos y cuando pasó a ser reconocida como Melisa siguió igual el cariño de los chicos. Todos los padres lo aceptaron menos una familia que no quiso mandar a sus hijos a las clases de ajedrez. Ahora, como con muchas otras cosas, cuando yo me jubilé... le cambiaron el horario a Melisa de forma tal que no pudiera seguir. Ese es un tema que en educación hay que resolver. Son muchos los casos de escuelas con proyectos institucionales valiosos que cambia el equipo directivo y a los maestros se les hace muy difícil continuar.

–El eje del proyecto eran los pueblos originarios. ¿Por qué?

–Yo creo que el quinto centenario a muchos maestros nos sacudió, nos conmovió. Yo como maestro había leído a Ernesto Cardenal, su libro homenaje a los indios de América. Siempre tenía esa inquietud. Y cuando llegué a la 23 no había un proyecto institucional, entonces con dos compañeras divinas armamos un equipo con el que trabajamos muy bien y armamos el primer proyecto de la escuela que puso el acento en los pueblos originarios. A veces me preguntan “¿todos los chicos eran de la comunidad boliviana?” .No, no tiene nada que ver. El proyecto se fue enriqueciendo y siempre fue transversal. Todos buscando de qué forma los contenidos de su materia los podían relacionar con el proyecto institucional.

–También sacaron la escuela al barrio, estoy pensando en el proyecto de ley para cambiar el nombre a la plaza Virreyes.

–Un día vino Rubén, el mecánico del barrio, y me dijo: “Enrique, esta plaza se llamaba plaza Armenia, los militares un 12 de octubre le pusieron Virreyes, pero yo no quiero que se llame Virreyes, quiero que se llame Túpac Amaru. Nadie me lleva el apunte”. Entonces hicimos una reunión en la dirección, invitamos a vecinos, organizaciones. Y ahí empezó, no todos pero la mayoría decidió repartir un volante en el barrio para que conozcan la historia de la plaza, juntar firmas para presentar un proyecto de ley, hacer un acto en la plaza. Entonces lo invitamos a Osvaldo Bayer... Hicimos el acto en el mes de noviembre. Y año tras año fuimos repitiendo el proyecto.

–Porque perdía estado parlamentario...

–Sí. Finalmente conseguimos que se llegara a discutir. Y entonces ese día fuimos con una delegación de chicos. Pasaban las horas, los chicos se cansaban. Hablaban de un tema, de otro. Alguien propuso que se adelantara el tema por la presencia de la escuela. Llegó un punto que era como las nueve de la noche y los chicos ya no daban más. Entonces les dije “nos paramos todos, sacamos todos las banderas, empezamos a hacer un poco de bochinche y de ruido” y creo que se aprobó porque estábamos ahí. No les daba la cara para votar en contra.

–Ahora falta cambiar el nombre a la estación de subte.

–Sí. Hay un proyecto para llamarla Eva Perón. Podría llamarse Plaza Túpac Amaru pero la gente del subte mantuvo el nombre Virreyes, que es un absurdo porque no existe más la plaza Virreyes.

–¿Por qué decidió hacer este libro?

–Los maestros en general no escriben. Y a mí me pareció que en realidad para mí han sido unos años con un proyecto muy valioso y me pareció que de alguna forma había que difundirlo. Multiplicar es la tarea (risas). Entonces en los últimos meses, cuando ya sabía que me iba a jubilar, empecé a buscar en el archivo entre los papeles. Y al revisar los papeles me di cuenta, además, de todo lo que habíamos hecho. Fui recordando un montón de experiencias, de situaciones que me había olvidado. Si no, parece que siempre hay que empezar de cero y que nunca se hizo nada. Entonces, a los docentes que lean el libro se les ocurrirán muchos proyectos mejores y que se pueden profundizar más.

–Es muy didáctico.

–Sí, además yo repito siempre: hay que felicitar a los chicos, a los alumnos que les preguntan por qué a los maestros o les dicen que no están de acuerdo con algo, hay que felicitar a los maestros que les dicen a los directores que no están de acuerdo con algo. Y hay que felicitar a los directores que les dicen a los supervisores que no comparten tal cosa. Y por supuesto ahora hay supervisores que le cuestionan la política educativa al gobierno de (Mauricio) Macri. Todo eso hay que estimularlo porque la estructura del sistema educativo es bastante vertical y yo digo que hay mucha obediencia debida. Yo digo que hay que romper con eso.

–Eligió un nombre aymara para titularlo.

–Sí, porque alguien, no me acuerdo quién, me contó que wiphay significa alegría por un trabajo que se hizo en equipo. Me pareció que era el mejor título porque yo siento eso. Que fueron los maestros, los chicos, la comunidad educativa que empujó todos estos años para llevar adelante estos proyectos.

–¿Su papá pudo ver todo esto?

–El falleció. Yo ya era director de la 23. Pero yo tuve una relación muy conflictiva con él. Tuvimos momentos que disfrutamos juntos pero también tuvimos grandes peleas y meses que ni nos hablábamos.

–Imagino que no fue el maestro que él esperaba.

–Teníamos una visión del mundo diferente. El tenía una visión muy antiperonista, muy gorila. Y él si bien en el ’61, ’62 se fue de la Marina, siguió teniendo relación con los compañeros de esa época. Y el grupo de esa época era almirante en la dictadura. Entonces él repetía lo que los compañeros de él decían. Igual mi hermano estuvo preso y él salió a salvarle la vida. Eso también, porque hay otros que hicieron causa común con los militares y desconocieron a sus hijos. Eso también lo valoro. Pero tuvimos una relación difícil.

–¿Y qué sigue después de la jubilación?

–Ahora estoy haciendo un suplemento de educación de un periódico barrial, La Gaceta de Flores. La idea es difundir los proyectos y las actividades valiosas que se hacen y que nadie está enterado. Y me estoy ocupando de distribuirlo en las 500 escuelas de la ciudad.

–Es una tarea militante...

–Sí.

–Como las 500 cartas de la dictadura...

–Ahora una vez por mes me subo al auto y me pongo a recorrer los distritos.

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