Sáb 19.10.2002

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

¿Y si no se cumple?

› Por Julio Nudler

Finalmente, el Fondo Monetario logró dilatar la firma del miniacuerdo con la Argentina hasta más allá del 27 de octubre, el día en que se sabrá si es Lula efectivamente el próximo presidente de Brasil. El dato es básico para que Estados Unidos y el establishment financiero internacional definan alguna línea estratégica hacia el subcontinente, donde se concentra la mayor deuda del mundo subdesarrollado. Vista desde Buenos Aires, la firma tiene a su vez un fuerte significado político: el gobierno de Eduardo Duhalde estaría comprometiéndose con ella a adoptar medidas muy duras para que el entendimiento, una vez suscripto, pueda sostenerse, aunque Roberto Lavagna intentará suavizarlas todo lo posible. Hasta el momento, podría decirse que fueron las fuerzas desatadas de la crisis las causantes del abrupto empobrecimiento de la población, casi sin intervención del poder formal. Pero ahora que la situación se estabilizó, las decisiones regresivas deberán provenir del gobierno, de éste y del próximo, para ir llevando las reglas de juego adonde el FMI las quiere ver.
Las peripecias de la última semana con el dólar muestran los difíciles dilemas que afronta Economía. ¿Por qué no alegrarse de que un brote de confianza, y la oportunidad de fuertes ganancias especulativas, estuviera bajando la cotización, ya estabilizada durante cuatro meses? Pero ocurre que el precario equilibrio fiscal de la Nación se sostiene sobre un dólar muy alto, que genera súperrentas en la exportación y le permite al Estado captar parte de ellas a través de las retenciones. Estas no sólo funcionan como un sustituto del empobrecido impuesto a las Ganancias, sino que además ni siquiera se coparticipan con las provincias.
Ya el amesetamiento del dólar a partir de junio, con la consiguiente desaceleración de los precios, le quitó aire al impuesto inflacionario, el otro gran recurso del Estado en medio de la depresión. En este punto, el Fondo plantea una típica receta de ajuste, con aumento por diversas vías de la presión tributaria, incluyendo renglones tan dolorosos como los combustibles, ya drásticamente encarecidos. Todo apunta a generar un excedente de recursos en el sector público que coloque a éste en condiciones de pagarles los intereses al propio Fondo y a los otros organismos multilaterales y siente alguna base para empezar a renegociar con los acreedores privados.
De nuevo, como hace tres años, aunque en una situación de mucho mayor deterioro, se plantea la discusión entre ajuste y reactivación. Esta vez no parece haber margen social para aquél ni mínima visibilidad política para que se retome el crecimiento por ahora, pero el FMI se atiene a los números, y los actuales del fisco no le sirven a ningún acreedor. Por algo la única salida vuelve a ser postergarlo todo hasta fines de 2003. Junto con esto, resurge la disputa por el modelo de política económica y el grado de regulación estatal.
El Fondo quiere –aunque no deba hacerse ya mismo– que las divisas vuelvan a ser manejadas sin restricciones por el sector privado y se retorne al libre movimiento de capitales. Esto cuando el control de cambios, impuesto este año más tarde que temprano, fue el instrumento con que pudo aminorarse la fuga de fondos y frenar el tirabuzón en que había caído la economía. Nada indica por ahora que el proceso de desinversión de las multinacionales en este país haya concluido y que se pueda retornar sin serios riesgos a la libertad cambiaria. El único atractivo que por ahora ofrece la Argentina es un tipo de cambio muy competitivo (Brasil no menos), pero él no necesariamente retendrá a los inversores.
En la puja por las tarifas, la filtración de la carta de intención con el Fondo le ha venido bien a Lavagna: cualquier reajuste será tremendamente impopular, pero si el FMI exige de entrada entre 20 y 30 por ciento, y Economía “sólo” aumenta 10 por ciento, el ministro aparecerácomo el personaje bueno. Objetivamente, un retoque de esa magnitud suena a módico (las privatizadas piden incrementos de entre 40 y 55 por ciento) cuando en los primeros nueve meses del año la inflación fue del 40 por ciento según el índice minorista (dentro de él la comida se encareció un 56 por ciento), y del 121 por ciento, según el mayorista. Pero todo cambia de aspecto cuando la referencia no son los precios sino los salarios. Lo que las concesionarias quieren ver, como mínimo, es un aumento inicial que marque un sendero de subas en el tiempo como para sostener el valor de su negocio, y adicionalmente recuperar la libertad de remesar divisas a sus matrices por utilidades y supuestas deudas. Son condiciones que le costaría mucho mantener al sucesor de Duhalde.
¿Qué se supone que pasaría si la Argentina tampoco esta vez pudiera cumplir los compromisos que asuma con el Fondo, aunque consiga suavizarlos? ¿Qué pasaría si las metas fiscales, en especial las pensadas para las provincias, y particularmente para la de Buenos Aires, cuya situación es insostenible, quedasen desbordadas? ¿El país sería conminado a pagar con sus reservas los vencimientos, arriesgando una híperinflación en el inicio de un nuevo ciclo político? ¿Se arriesgaría el FMI a una definitiva deslegitimación, precisamente cuando más de un halcón republicano fantasea con su hundimiento? Extrañamente, cuanto más estricto y severo –política, económica y socialmente– sea el contrato que el Fondo consiga imponerle a la Argentina, más misterioso el día después del derrape. ¿Volvería a concederse un waiver (dispensa)?
Muy bien. El Fondo se cura en salud. Ofrece muy pocos fondos frescos, y, por tanto, exige mucho superávit fiscal primario (la cuenta que se hace antes de pagar intereses), para que el Estado argentino tenga un ahorro con el cual comprar los dólares en el mercado, en vez de recibirlos prestados graciosamente de los organismos. Pero esta variante quizá sólo funcione en el papel: ¿habrá margen en la realidad para aumentar impuestos y eliminar los pocos incentivos tributarios que quedan en pie? Si no lo hubiera, o si a esta economía exánime no se le pudiesen extraer más recursos, ¿cuál sería el atajo que tomarán entonces los Köhler y las Krüger? Quizás alguien explique entonces que el acuerdo se demoró tanto porque, en verdad, no había y no hay ningún acuerdo posible.

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