Sábado, 21 de febrero de 2009 | Hoy
ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
Por Alfredo Zaiat
La cláusula buy american, incluida en el paquete de estímulo de Barack Obama, ha sido la primera expresión institucional de una tendencia al proteccionismo que se expande en la economía mundial. Si bien esa medida fue flexibilizada en la negociación en el Congreso, el “compre nacional” de Estados Unidos es la exteriorización de que la mayor crisis global desde el crac del ’29 está provocando reacciones defensivas de tendencias al aislamiento por parte de las potencias. Los intentos de instrumentar acciones concertadas son muy débiles y los organismos multilaterales han quedado como figuras decorativas, como la Organización Mundial de Comercio. Su escaso peso relativo en la tarea de búsqueda de soluciones a la actual debacle tiene su razón en que su labor a lo largo de su existencia fue cuidar los intereses de las potencias disciplinando al resto de los países. Hoy no tiene margen para hacerlo con sus beneficiarios, porque no fue creado para eso. El buy american garantiza que los proyectos de infraestructura del gobierno, como rutas y puentes, empleen acero, hierro y productos hechos en el país. Esa protección emerge en las nuevas condiciones para las licitaciones gubernamentales: las empresas nacionales las ganaban aunque su precio fuera hasta un 6 por ciento más elevado que el de un producto extranjero, y ahora ese margen fue ampliado hasta un 25.
Si desde que estalló la crisis en toda su dimensión la coordinación financiera ha sido complicada, la comercial se presenta aún más difícil. Los rescates improvisados y de-sesperados de bancos junto a ciertas iniciativas de cooperación (rebaja conjunta de tasas de interés y swaps –créditos abiertos– entre bancas centrales) resultaron insuficientes. La transmisión del derrumbe financiero al sector real de la economía ha sido a una velocidad inédita, intensidad que se explica por la estrecha interrelación de la actividad industrial y financiera en la presente etapa de la globalización. La caída del Muro de Wall Street ha provocado una inmediata recesión global que pone a los gobiernos en la imperiosa necesidad de defender la producción y el empleo. La presión social que crece al ritmo de un desempleo que se dispara exige dejar de salvar bancos y banqueros para pasar a cuidar la actividad productiva. La respuesta de la mayoría de los países está siendo la de aumentar las barreras proteccionistas.
Esas restricciones son exigencias de los propios empresarios nacionales, que además aprovechan para reclamar subsidios y otros beneficios, prometiendo preservar el empleo, aspecto que cumplen a medias. El retorno al proteccionismo se asume entonces como una estrategia de sostén de la producción y del empleo. El economista Mario E. Burkún destacó en su reciente documento Las herramientas para la inversión y el consumo en tiempos de crisis que “la demanda empresarial es la de un proteccionismo estatal”. Precisa que exigen “primero por la modificación del tipo de cambio en referencia a la moneda clave”, luego “por la generación de facilidades para disminuir el costo de producción (infraestructura en transporte, subvenciones a la energía, etc.)” y finalmente “por barreras a la entrada (de bienes extranjeros) al proceso productivo, de carácter arancelario o para-arancelario”. Burkún explica que “en la actualidad los procesos de libre comercio internacional están siendo observados como elementos negativos para garantizar los niveles de ocupación nacionales, tanto en los Estados Unidos y Japón como en varios países de la Unión Europea”. Señala que “la paradoja es que países como Rusia, China y Brasil se transformaron en pregoneros del libre comercio en los foros internacionales, a partir de premisas distintas a lo que fue la constitución del Nafta en los ’90” o a los de los tratados de libre comercio impulsados por las potencias regionales en relación a países de menor desarrollo relativo, por ejemplo Estados Unidos con Chile o Europa con Turquía.
La dificultad para armonizar los intereses nacionales con los acuerdos internacionales para alentar una recuperación global se expresa en el buy american. Estados Unidos tomó una dirección contraria a los compromisos pactados en la última Cumbre del G-20, en noviembre pasado, cuando prometió no implementar medidas proteccionistas. Frente a esa reacción, la historia de la crisis del ’30 se vuelve presente: ante el crac, el entonces presidente Hoover firmó “la Tarifa Smoot-Hawley”, icono del proteccionismo estadounidense y, para algunos, causa de la Gran Depresión. Poco antes de retirarse de su puesto, Hoover junto al Congreso aprobaron, en 1933, la ley “Buy America” obligando a utilizar productos estadounidenses en proyectos federales. Tras la “Tarifa Smoot-Hawley”, las importaciones estadounidenses provenientes de Europa disminuyeron de 1334 millones de dólares en 1929 a sólo 390 millones en 1932, mientras que las exportaciones a ese continente cayeron de 2341 millones de dólares a 784 millones durante el mismo período.
Ante semejante destrucción del paradigma de desarrollo de los últimos treinta años con una recesión global que se extiende y profundiza, en este momento todos los países alcanzados, con mayor o menor intensidad, por la debacle están haciendo lo mismo: estrategias expansivas en el frente monetario y fiscal, estructurando planes de impulso a la economía que hasta ahora se han revelado estériles para estabilizar el sistema financiero y para estimular la producción y el empleo. Frente a resultados adversos en esos objetivos, en el comienzo de este año se ha empezado a verificar un aumento generalizado de las barreras proteccionistas a través de mecanismos sutiles para no abrir la puerta a una guerra comercial generalizada. Pero si todos aplican en forma solapada instrumentos de freno a las importaciones, esa batalla no estará declarada pero se está desarrollando. En esta instancia, resulta más necesario que nunca eludir las trampas de la hipocresía y el doble estándar del discurso de liberalismo de las potencias económicas.
En ese convulsionado e imprevisible escenario internacional, la economía argentina tiene poca relevancia en el flujo del comercio mundial. Tiene la ventaja relativa de que gran parte de sus exportaciones son commodities agropecuarios que no sufren restricciones adicionales a las ya existentes. Pero por su débil estructura industrial y además porque por escala doméstica es más vulnerable, queda expuesta a la colocación en el mercado local de excedentes de economías desarrolladas en recesión. Por eso mismo, debido a su escaso peso específico en el concierto de las economías mundiales, la estrategia del aislamiento, como la que en forma amenazante se perfila en Estados Unidos, no se presenta viable aunque pueda seducir a ciertas corrientes desarrollistas o progresistas. Esa vía puede ser teóricamente válida para Argentina por sus particulares condiciones de acceso a recursos naturales y calidad de recursos humanos, pero el proceso de extranjerización de las últimas décadas y la corriente cultural predominante no ofrecen el contexto objetivo para semejante política. Pero tampoco resulta recomendable el camino de mantener el mismo esquema de apertura como si no sucediera nada en el mundo.
Ante esos dos extremos (aislamiento/apertura), el vínculo comercial y productivo con Brasil es un desafío fundamental frente al presente escenario internacional convulsionado. La alternativa de fortalecer un eje regional de coordinación y ampliación del intercambio comercial, para avanzar en la complementación productiva en sectores sensibles, se ofrece como una vía compleja pero necesaria frente a la
inoperancia que han demostrado hasta el momento organismos multilaterales o instancias como el G-20 para encontrar un piso a la crisis. Los países de la región se enfrentan al rostro del diablo que seduce para preservar niveles de actividad y empleo desplazando la producción del vecino. El ámbito del Mercosur y el Unasur es el área cercada de azufre para exorcizarlo y poder enfrentar con más posibilidades la oculta guerra comercial que ha empezado a disparar misiles.
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