Lunes, 29 de marzo de 2010 | Hoy
ECONOMíA › TEMAS DE DEBATE: TIPO DE CAMBIO E INFLACIóN
La suba de precios registrada en el primer trimestre del año ha vuelto a poner en debate la política cambiaria. Los especialistas analizan su relación con la inflación y formulan propuestas para proteger el poder adquisitivo de los que menos tienen.
Producción: Tomás Lukin
Por Andrés Asiain *
En la mayor parte de las universidades del mundo se enseña que el tipo de cambio es un precio como cualquier otro, con la particularidad de ser el precio de la moneda de otra nación. Con esa fe en el mercado que caracteriza a los libros sagrados de la teoría económica anglosajona, se enseña que la mejor política para el Estado es no hacer nada y dejar que la oferta y demanda determinen su nivel. Pero esas teorías se apoyan en supuestos bastante rebuscados de dudosa validez para cualquier economía del mundo, y mucho más para la del mundo periférico donde habitamos los argentinos. Y la realidad es tozuda (incluso la nuestra) y termina imponiéndose, aunque sea a martillazos.
Al respecto, vale una anécdota que tiene como protagonista a un ferviente creyente en el libre mercado, Roberto Alemann. El ex ministro de Economía de Galtieri, que fuera expulsado de la universidad pública en 1973 por ser considerado representante del capital extranjero, continuó dando consejos técnicos durante la democracia. En 1989 propuso desregular el mercado cambiario y dejar que la mano invisible del mercado determine el valor de la divisa. El resultado lo conocemos todos: la explosión del dólar iniciando un proceso hiperinflacionario que se llevaría puesto al presidente de entonces, Raúl Alfonsín. La prueba parece haber sido lo suficientemente contundente como para que muchos liberales abandonen la peregrina idea de que es el mercado el que determine el valor del dólar. Pero como suele pasar con los recientemente convertidos se fueron al otro extremo y, plan de convertibilidad mediante, lo dejaron fijo por ley durante diez años.
Tras el fin del uno a uno, la estrategia cambiaria se guió más por intuición que por fundamentos teóricos. Viendo los destrozos generados por el retraso cambiario, un dólar alto se transformó en una política de Estado, pero con la suficiente flexibilidad como para gambetear los acontecimientos económicos del día a día. Sin embargo, un dólar caro significa alimentos caros en un país que produce alimentos para la exportación. Y un dólar caro significa petróleo caro en un país que, pese a sus bajas reservas petroleras, se transformó en exportador de combustibles tras la privatización de YPF. Es así que para evitar el alza de los alimentos, los combustibles y otros precios que dependen de éstos, se impusieron las retenciones a la exportación. El Estado intervino también regulando el precio de los servicios públicos y con otros acuerdos con productores y comercializadores de diversos rubros que permitieron mantener un tipo de cambio alto, a la vez que se recuperaba el poder adquisitivo de los trabajadores. Y el esquema funcionó, por lo menos durante unos años, cuando se registró un crecimiento económico récord que permitió reducir el desempleo en más de 10 puntos porcentuales.
El palazo vino por donde menos se esperaba y generó algunas fisuras en el esquema. No fue el deterioro de los términos de intercambio que atemorizaba a Raúl Prebisch sino, por el contrario, su mejora. El salto espectacular del precio de los granos y la soja que marcó los meses previos a la crisis internacional generó un alza del precio de los alimentos de todo el mundo. En Argentina el Gobierno intentó frenarlo mediante la imposición de las retenciones móviles, pero la resistencia de las patronales del campo logró sus objetivos, voto no positivo mediante. Y el efecto 125 no fue en ese momento el alza del precio de los alimentos, ya que con el estallido de la crisis cayó su precio internacional (para recuperarse últimamente y volver a la carga en las verdulerías y carnicerías del país). La fisura más grave que dejó la 125 es un poder político debilitado con el que la idea misma de pacto social se constituye en una utopía de difícil realización. Mucho más con un empresariado concentrado reacio a una negociación política de la distribución del ingreso cuando parece poder obtener una mayor tajada negociando aumentos de salarios por rama para luego trasladarlos a los precios.
Y esa falta de acuerdo distributivo alimenta la inflación, el tipo de cambio se atrasa y los empresarios presionan por un aumento en el precio del dólar que los proteja de las importaciones. Y si se los atiende y se aumenta el dólar, vuelve a aumentar la rentabilidad de la soja y con ella el precio de los alimentos. Y de vuelta suenan los bombos, y van a la carga los salarios. Y haciéndose los distraídos, silenciosos, como quien no tiene la culpa, los empresarios lo mandan a precio y estamos de nuevo donde era en un principio pero con una inflación todavía moderada. Y la solución no es sencilla, ni una cuestión supuestamente técnica del estilo “subí dos puntos la tasa de interés”. Requiere acuerdos sociales y políticas sectoriales que no entran en el último párrafo de un artículo de diario.
* Profesor de la UBA e investigador del Cemop-Fund. Madres de Plaza de Mayo.
Por Esteban Kiper *
El aumento de los precios de alguno de los bienes que integran la canasta básica alimentaria a principios de 2010 incrementó las expectativas de inflación y puso nuevamente las miradas sobre la política cambiaria. ¿Cómo debería abordarse el manejo de la política cambiaria en un contexto de crecientes expectativas de inflación? ¿Debería funcionar como ancla nominal? ¿O se debería seguir privilegiando el objetivo de competitividad cambiaria?
El rol del tipo de cambio como instrumento de control de la inflación ha sido puesto a prueba durante la década de los noventa y, si bien la experiencia no es comparable por el orden de magnitud del problema, puede ser de utilidad para trazar algunos hechos estilizados. La estrategia de fijar el tipo de cambio demostró ser efectiva para contrarrestar los procesos hiperinflacionarios. Sin embargo, en la transición hacia la estabilidad de precios siguieron registrándose aumentos. Un año después del lanzamiento del plan de convertibilidad la inflación era aún superior al 20 por ciento anual, y dos años después mayor al 10 por ciento anual. La fijación cambiaria y el incremento residual de los precios provocaron una seria apreciación del tipo de cambio real que se tradujo en el deterioro del balance comercial, un aumento de la vulnerabilidad externa, la destrucción de buena parte del entramado industrial y el incremento de la desocupación.
Esta experiencia histórica permite hipotetizar que apelar a la fijación del tipo de cambio como herramienta antiinflacionaria podría ser poco efectivo en el corto plazo, y redundar en un atraso cambiario mayor al proyectado. Se atentaría así contra el incipiente proceso de diversificación productiva engendrado al calor de régimen de tipo de cambio competitivo y se podría resentir la creación de empleo en el mediano plazo por la pérdida de competitividad de sectores sensibles al tipo de cambio.
A contramano, la concepción que da prioridad al sostenimiento de la competitividad indica que se debería acompañar el incremento de los precios de incrementos proporcionales en el tipo de cambio nominal, de manera tal de evitar el atraso cambiario. Este abordaje también tiene algunos problemas. En primer lugar, aumentos en el tipo de cambio nominal, si no son compensados por aumentos en las retenciones, compensaciones y subsidios, inducen incrementos en los precios de los bienes transables y provocan el deterioro de los salarios reales –que afecta con diferente intensidad a los distintos estratos asalariados según su fuerza de negociación–. En segundo lugar, si los trabajadores con mayor fortaleza negociadora logran cubrirse plenamente de la inflación subiendo sus salarios, y no existe forma de controlar la evolución de los márgenes empresarios, es probable que la suba del tipo de cambio espiralice la dinámica de los precios corriéndose el riesgo de indexar la economía y que una inflación manejable, como la que se observa actualmente, se torne de difícil tratamiento por la potencial espiralización de cualquier shock adverso.
Una estrategia alternativa a estas soluciones de esquina podría consistir en compensar sólo parcialmente los incrementos de precios con aumentos del tipo de cambio nominal, dejando apreciar levemente el tipo de cambio real, tal como ha venido sucediendo en los últimos años. La tolerancia por parte del Banco Central a cierto retraso cambiario podría aportar algún anclaje a las expectativas de inflación y permitiría promover acuerdos de precios y salarios sustentables.
La heterogeneidad estructural sugiere que un moderado retraso cambiario no afecta la viabilidad de los sectores más competitivos, mientras que para garantizar la viabilidad de los rubros más sensibles al tipo de cambio real debería apostarse a diversificar los mecanismos protectivos y/o los estímulos –como las licencias, los acuerdos de comercio administrado, el acceso a financiamiento a tasas preferenciales, etcétera–.
Finalmente es esperable que, siguiendo cualquiera de las estrategias analizadas las subas de precios (ya sean residuales, provocadas por la indexación de la economía o por depreciaciones parciales) tengan efectos distributivos regresivos, ya que los sectores más desprotegidos siempre tienen menos posibilidades de defender sus ingresos reales. Sería conveniente en consecuencia evaluar la implementación de mecanismos para proteger a esos sectores. Una alternativa podría ser aplicar un mecanismo de ajuste sobre el ingreso universal a la niñez similar al que rige sobre las jubilaciones (que contempla el incremento de los recursos tributarios). La búsqueda de soluciones al problema que representa la inflación no debe abandonarse, pero dado que los resultados nunca son inmediatos sería importante garantizar la protección de aquellos sectores que terminan sufriendo más crudamente sus consecuencias.
* Economista-AEDA.
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